Fiebre

Cuando uno, o un país, se enferma violentamente, no se vale esperar hasta el “momento conveniente” para actuar

Si te fijas bien, hay un momento específico cuando te das cuenta de que te vas a enfermar, que estás jodida. Es ese momento pre-congestión, post-nasal cuando te rindes a la infección, y ya sabes que no hay vuelta atrás.

Ese momento me tocó el lunes pasado, a las 4:17 de la tarde. Lo sé con precisión porque me tomé la molestia de fijarme en el reloj y anotar la hora, por si terminaba siendo un dato crucial para el doctor de la Emergencia, en caso de que terminara en una camilla en algún hospital colapsado por ahí.

No, no soy paranoica ni hipocondríaca. Vivo en Venezuela y hay un mosquito africano por ahí jodiendo que pega unas vainas muy raras.

En pocas horas, la tos se me hizo más violenta, los huesos comenzaron a dolerme y comencé a temblar incontrolablemente por minutos seguidos. A esto siguió una fiebre sostenida, fuertes dolores de cabeza y extraños episodios de entumecimiento en los que no sentía ni las manos ni los pies.

Fue horrible.

Tan horrible, de hecho, que no se lo desearía ni a Diosdado.

(Ok, quizás a él sí, pero ese no es el punto).

A las 3:00 am del martes se comenzó a asentar el delirio en lo que, en otras circunstancias, hubiese sido una noche sin descanso con síntomas de una fuerte gripe. Ahí fue que me asusté. Todos los días se oyen cuentos de personas que se mueren por falta de medicinas.

“Coño”, pensé, “ni siquiera tengo agua corriente en mi casa ahorita. La están racionando.”

Estaba demasiado enferma para indignarme, pero igual me indigné. Por mucho que nos hayan jodido el sentido de lo normal, yo sé que esto no es normal. Es inaceptable.

¿Se acuerdan de la palabra “inaceptable”? ¿O ya se la volaron de nuestra neolengua caribeña devaluada?

Es inaceptable que seis recién nacidos hayan muerto la semana pasada debido a la falta de insumos médicos básicos en el principal hospital del Táchira, con lo que ya este año han muerto 36 bebés. Es decir, cinco bebés fallecidos por semana en un solo estado. En un país con un trillón de dólares en ingresos petroleros en los últimos 12 años.

Ahora tengo fiebre y encima estoy arrecha. Me retracto. Inaceptable es una palabra demasiado blandengue.

Sí, ok, hay una crisis en Venezuela. Crisis ésto, crisis lo otro, crisis blabla. La palabrita rueda fácil, ¿no?. Es cuando le pones cara a la tragedia que se hace difícil de tragar. Y es doblemente difícil cuando esa cara esta delirando por fiebre y te devuelve la mirada desde el espejo.

Todos y cada uno de los 230 mil niños que no van al colegio porque los fondos públicos para su programa de alimentación dejaron de llegar, tiene una cara. Lo duro es que, hoy por hoy, los niños son más útiles haciendo cola en un supermercado con sus madres, porque una cédula extra equivale a más raciones de comida para la familia. Un camisa beige bachaqueando gana más que su profesor de 4to año de bachillerato.

Una generación entera de niños Venezolanos ha sido despojada de su potencial debido a la malnutrición, y las discapacidades de aprendizaje y deficiencias de crecimiento que resultan, problemas que los perseguirán a ellos -y a nosotros- por décadas.

Sabíamos que esto iba a pasar desde hace años. Tremendo plan de desarrollo económico, ¿no?

Es martes. 5 am. Mientras alterno entre el delirio y la lucidez, trato de calcular si tiene siquiera sentido ir a una clínica. Sopeso las probabilidades. Lo lógico es pensar que no tendrán nada con qué tratarme. ¿Para qué salir a la calle para retorcerme de dolor en una cama extraña, cuando puedo hacerlo en la mia?

Sé que es penosamente urgente que dejemos de pagar el costo humano de la incompetencia de este gobierno, cambiándolo. Porque ya es demasiado tarde.

Es demasiado tarde para demasiado pacientes de cáncer que murieron sin sus tratamientos de quimioterapia, es demasiado tarde para demasiadas madres haciendo cola en lugar de criar a sus hijos, es demasiado tarde para demasiados jóvenes que no estudian por las fallas eléctricas y la falta de agua, es demasiado tarde para demasiadas mujeres menstruando en servilletas de restaurante, sin mencionar que es demasiado tarde para demasiadas víctimas de tortura y de represión.

Es demasiado tarde porque, tal como mi fiebre, la enfermedad económica en Venezuela también tuvo un momento peculiar cuando comenzó a mostrar síntomas, a cobrar significado, a tener impacto sobre vidas humanas: fue hace más de dos años, en 2014.

Y era necesario actuar.

Así lo dijo la Asociación Nacional de Farmaceutas.

Y la Asociación Nacional de Ganaderos, y la de Comercio, y la de Productores Lácteos, y la de Profesores Universitarios.

Y por eso es que se propuso La Salida. Fue un llamado a la ciudadanía para que presionase un cambio de régimen por medios pacíficos, constitucionales y electorales, pero también inmediatamente – subrayando lo inaceptable que sería la miseria humana que causaría la inacción.

Yo no puedo quedarme de brazos cruzados mientras alguien sufre si hay algo, cualquier cosa, que pueda hacer. O para ponerlo en términos más cínicos, no podría vivir conmigo misma si, dos años después, habiendo ocurrido tantas muertes y sufrimiento evitables, yo no pudiese decir que al menos intenté detenerlos. Porque saber que eso ocurre y esperar a que llegue el mejor momento para actuar me convertiría, en el mejor de los casos, en una oportunista y en el peor, en una cómplice y seamos francos, en cualquier caso, en una coño de madre.

La verdad es que a mi no me importa si usar el sufrimiento de la gente como parte de un cálculo táctico es políticamente inteligente. Es inhumano.

Mirala a ella. ¿Podrías mirarla a los ojos y decirle que liberarla de este gobierno malévolo fue tu plan desde el principio, pero que necesitabas que pelara un poquito más de bola hasta que llegara el mejor momento para actuar?

Lejos del acto egoísta de sabotaje electoral como el que algunos quieren pintarla, La Salida fue una reacción sincera ante una dolorosa catástrofe en ciernes: fue la mejor, más responsable y ética forma de tratar de prevenir que un flajelo y una miseria ya garantizados cayesen sobre ciudadanos inocentes, obnubilado por los hechizos pajúos del petropopulismo.

Desdeñar a La Salida como una serie de protestas inconexas, guarimbas y quemas de cauchos y de basura es no entender nada de lo que pasó. Es decidir permanecer miopes por temor a hacerle frente a una realidad demasiado dura: que el sólo existir en Venezuela hoy en día constituye una violación a los derechos humanos.

Esas fueron tácticas llevadas a cabo para un grupo disperso de personas desahogando sus frustraciones de la mejor manera que tenían a su alcance, y por personas con visión para entender que si no hacían nada -incluso cuando sus posibilidades de éxito fuesen desesperadamente escasas-, pronto terminaríamos en el deastre en el que en efecto terminamos. Aquí.

La Salida fue un reconocimiento franco del obvio e inevitable hecho de que un cambio urgente de gobierno a través de medios constitucionales era y sigue siendo, la única manera de resolver este desastre y prevenir más tragedias.

¿Y no fue eso exactamente lo que Henrique Capriles dijo en su tweet?

En este momento de crisis previamente inconcebible, a estas alturas me sabe a mierda quién llame al cambio de gobierno, siempre que lo hagan. Sería mezquino detenerse en eso. Hay vidas en juego y cada segundo desperdiciado puede costar otras vidas más. Un cambio de régimen verdadero y sostenible es lo que procede, y más nada.

Pero mientras Henrique Capriles chapotea feliz bajo la lluvia de su recien estrenado salidismo, afirmando que finalmente juzgó que los tiempos son perfectos (bueno, no él sino Dios, pero ¿para quie soy yo para cuestionarlo?), no tiene el derecho de cagarse en toda la gente -algunos aún en la cárcel- quienes, luego de mucho gas lacrimógeno, represión, tortura y humillación, prepararon en camino para su rueda de prensa sin consecuencias, llamando a… La Salida.

Al final, resultó ser que mi casito de chikungunya fue profundamente desagradable, pero no puso en peligro mi vida.

Eso lo sé ahora.

Eso sí: el martes, justo antes del amanecer, no lo sabía. Lo que sabía en ese momento era que nunca en mi vida me había sentido tan mal, y que si no mejoraba por mis propios medios, nadie me iba a ayudar. Y en ese momento, con todo y la fiebre, pude aferrarme a la satisfacción de saber que, en el 2014, hice todo lo que estaba a mi alcance para evitar que llegaramos a esta situación. Que incluso si fracasé, luché.

En esa postura hay dignidad y a esa dignidad hay que aferrarse.

NdR: Este texto fue originalmente publicado por la autora en inglés en Caracas Chronicles.

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