Educarse y vivir residenciado: calvario de ser estudiante durante crisis

Educarse y vivir residenciado

María José Montaño es originaria de Maturín y María Wittendorfer de Maracay; ambas tienen 19 años y decidieron dejar las ciudades de su infancia para estudiar en Caracas. La respuesta fue la misma: La Capital era la urbe de las oportunidades. Tienen las mejillas a punto de rubor, mullidas. Una de ellas trae una sonrisa que enseña los dientes, la otra se cansó del llanto nostálgico. Sus historias se bifurcaron en algún punto.

“Siento palpitar la ciudad, como si fuera un corazón recién sacado de un cuerpo caliente”

Henry Miller

Maturín, ciudad petrolera. María José Montaño nació en el oriente venezolano. Después del bachillerato, agarró sus maletas y viajó hasta Caracas. Llegó a la Capital a los 16 años, vive sola desde entonces. Su deseo: Graduarse en Comunicación Social. “Caracas me parece la ciudad de las oportunidades…principalmente para esta profesión. Fue una lucha. Mi familia no estuvo de acuerdo, pero decidieron apoyarme”, dijo.

María José Montaño, 19 años

María José Montaño, 19 años

María José recordó: hizo vida en cuatro residencias caraqueñas. Le tocó dormir en un sótano con 20 mujeres en El Marqués y compartir un apartamento con tina en Chacao. En el 2013, pagó Bs. 2.000 por una habitación en Palo Verde, y en julio de este 2016 deberá pagar Bs. 25.000  por su nuevo cuarto en la Urbina. ¿Precio del semestre universitario?, Bs. 67.000. Antes comía tres veces al día, el dinero alcanzaba para el placer; ahora su plan de ahorros le exige solo una comida diaria y si se puede, dos. Habló firme y taciturna. Su voz era un Andante.

“La vida del estudiante residenciado es muy inestable. Ya el dinero no alcanza para la comida; a veces mis amigos me invitan a comer o me regalan harina y arroz”, confesó Montaño. Tiene prohibido trabajar, sus padres le piden concentrarse en los estudios; ellos le envían dinero desde Maturín. Ya no puede costear el precio de los materiales de estudio. “El semestre pasado reprobé Teoría de la Comunicación por no poder comprar las guías”, agregó.

“Suelo almorzar. A veces desayuno, si mis amigos me compran algo en la universidad”, confesó María José Montaño.

Su cabello es largo, liso y sus cejas romas son el arco oscuro de un rostro circular. Se dice a sí misma “pseudo-escritora”. Lleva un blog, es íntimo y ligero. Nos contó una anécdota sobre crimen capitalino: “Me secuestraron una vez cuando iba para el Llanito. Secuestraron la camioneta completa”, dijo. Desviaron el autobús hasta una calle ciega en Petare. Dos hombres, dos pistolas. Ella suspiró, los ladrones no concluyeron el robo; un grupo de motorizados rodearon el carro de pasajeros, con gritos de amenazas para los delincuentes. María José supo después que los dos hombres intentaban reunir dinero para el funeral de un compañero.

Se visualizó dentro del robo, recapituló un ataque de nervios. Su familia angustiada la querían en el primer autobús de vuelta a Monagas. “No tuve las ganas, ni la idea de regresar a Maturín, ni siquiera por la situación país. Ya estoy en sexto semestre y he aguantado demasiado como para tirar la toalla. Debo terminar mis estudios”, dijo.  Nunca pensó en dejar Caracas, la capital la hizo suya.

“No se debe acusarme de suicida; es que la Caracas fantasmagórica arrastra a los marineros hasta el fondo de sus aguas, como una sirena despiadada y hambrienta”

Cómico funeral caraqueño

María Wittendorfer, 19 años

María Wittendorfer, 19 años

María Wittendorfer resistió 6 robos antes de regresar a Maracay. Cinco atracos a mano armada y un hurto en 8 meses de residencia en la ciudad de las guacamayas. Wittendorfer estudiaba Cinematografía en la Escuela de Cine y Televisión de Caracas. Para ella, así como con María José Montaño, ésta urbe era el lugar de lo posible. Con los meses, lo económico y lo emocional la obligaron a empacar, otra vez.  María no piensa regresar a la Capital.

Desempleada,  vivía en una habitación pequeña, sin servicio de televisión o internet. Gastaba, entre el alquiler y la matrícula de su escuela, Bs. 56.000  cada dos meses y en comida y transporte, 5 mil BsF semanales. El esfuerzo económico era de sus padres. “La persona que me alquilaba era una abusadora, se comía mi comida y revisaba mis cosas”, contó.

Todos los fines de semana viajaba hasta Maracay en busca de carne, pollo y pasta, el resto de productos alimenticios los compraba en Caracas. “Mi familia tenía un peso muy grande que iba a crecer; porque todo va a aumentar”, confesó ella.

Conocí a María en agosto del año 2015. Petisa, de piel blanca y cabello de un oscuro caramelo. Ella era más bien un Allegro. Pero con los meses, no hacía otra cosas más que llorar. “Pensaba en mi casa, en mi familia; últimamente quería estar siempre en Maracay”, contó. Piensa en continuar los estudios de cine y trabajar en su ciudad natal, mientras que pone sus papeles en orden para irse del país.  Una María se quedó, mientras la otra, espera encontrar en Argentina su ciudad de la oportunidad. Estas son las historias que se repiten en la metrópoli de las guacamayas, donde los que llegan no siempre soportan y muchos jóvenes se ven obligados a desistir y ser expulsados, como cuerpos extraños en un organismo que respira.

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