La vida en una maleta

maleta

Aunque suene a una historia de un venezolano más que emigra, el título de este artículo no se refiere a eso exclusivamente. Lo escribo desde un avión, regresando a Caracas. Quizás se me tilde de “egoísta” o “dramático” porque tengo la osadía de hablar de mi país mientras vengo de un viaje al que cada vez menos venezolanos tienen acceso. Sí, lo primero que debo decir es que lo hago porque siempre he apostado a regresar, a luchar y a no perder de vista el rumbo de lo que significa luchar y reconquistar nuestra libertad; pero también, cada vez se hace más cuesta arriba poder salir, poder respirar mundo y civilización, poder vivir durante algunos días lo que es una vida normal. No fue fácil.

Este viaje, a diferencia de otros, trae conmigo muchas más lecciones y golpes de realidad. Cuando se vive en un país tan apremiante y tan agitado, es muy difícil ver el bosque completo o tener la vista desde un “drone”; por el contrario, te acostumbras sólo a ver el árbol y lo que hay en frente, pero se hace muy complicado ver todo desde arriba; pierdes la perspectiva. Cuando se está en Venezuela todos sabemos que todo está mal, que el drama por hambre y falta de medicamentos amenaza con exterminarnos silenciosamente ante la mirada cómplice e intencional de un régimen que decidió no hacer nada, salvo dejarnos morir.

Pareciera que ha nacido una nueva especie de “héroe”, y no con esto quiero alardear o ser demasiado egocéntrico, porque esa categorización no necesariamente tiene un origen positivo. De pronto te das cuenta que el número de venezolanos que sabías que estaban en ese lugar se ha multiplicado; de pronto de dos o tres amigos pasas a tener ocho o nueve; de repente todos ven en ti una especie de figura heroica, no sólo porque lograste salir en medio de la odisea que ello representa, sino porque automáticamente te vuelves la figura en la que toda esa gente que tuvo que marcharse, por las razones que sean, depositan su esperanza, su fe, pero también su angustia y dolor para hacer llegar a sus seres queridos unas pocas semanas más de vida o de tranquilidad.

Sí, de repente te das cuenta que media maleta está llena de vida. Te has convertido en un portador de vida, de esperanza y de sueños. Sabes que tienes una responsabilidad enorme cuando allí llevas lo que para ti puede ser “peso extra”, pero para otros es un poco más de vida. Es una sensación terrible la de saber que toda esa fe recae en ti, mientras regresas a la jungla de lo desconocido y al país de la furia, cuando sabes que pueden quitarte todo lo que llevas allí y acusarte de “acaparador”, cuando sabes que incluso llevar medicinas puede ser muy tarde cuando ya los tratamientos no pueden revertir daños irreparables.

Nuestro nivel de deterioro es espeluznante. No es que antes no pasaba esto, es que ahora la necesidad es lo único que llena tu maleta, cuando antes te debatías entre la necesidad y el gusto, entre el favor de llevar algo, pero también entre el souvenir o el recuerdo del viaje. Ahora todos son recuerdos de vida, de “por favor” y de “no sabes cómo te lo agradezco”. En eso nos convirtieron: en quienes llevamos una maleta llena de artículos de cuidado personal, en comida, en medicinas, en sueños. Llevamos en una maleta todo aquello que era un país normal, incluyendo el país de otros, el país de todos.

La miseria se nos volvió país, se nos volvió normalidad. La supervivencia, la riña por la vida, la mendicidad y la angustia son parte habitual de quienes hacemos vida en este país agonizante. La tranquilidad de caminar libres, de andar por allí, todo eso se nos volvió anhelo y nostalgia. Cada vez estamos más aislados del mundo, del desarrollo, de la civilización. Hemos dado un salto atrás que representa una cuantiosa pérdida de intelecto, de juventud y de vida. Hemos regresado a los problemas que hoy son temas superados para países que los enfrentaron hace cien años. Hoy, sin que quepa la menor duda, somos una sociedad de esclavos.

A quienes crean que este país puede seguir esperando, les digo que se equivocan. El costo que representa una espera llena de incertidumbre y miseria es incalculable en comparación con el que representa buscar cambiar las cosas lo antes posible. Hoy la gente muere o es apresada por hambre, los niños crecen sin lo mínimo para garantizar su futuro en nuestra tierra, incluso se desmayan y en cada desmayo se desvanece lo que podrían ser y aportar para Venezuela; la producción está en cero, y el régimen amenaza con avanzar, así eso signifique matarnos a todos. Es bueno repetirlo: los tiempos de la política son distintos, se rezagan, se pierden. Ojalá no sea muy tarde.

Cada viaje se hace más difícil, porque además del esfuerzo que supone hacerlo, significa regresar y ver como todo se deteriora en cuestión de minutos. Así te conviertes en un héroe para quien sobrevive; en embajador de la vida y de la esperanza. Esa responsabilidad de llevar a último destino una encomienda de vida, cargada de gratitud, angustia, esperanza y fe, es la sensación más dura que puedes tener en frente.

Mientras tanto, a quienes hemos decidido quedarnos mientras se pueda, porque creemos en este país, a pesar de tanto sacrificio, seguiremos siendo esos “héroes” que conectan con quienes se fueron y hoy se sienten angustiados por lo que ocurre en Venezuela. Seguiremos, mientras podamos salir, trayendo maletas de vida, de fe, de favores y de esperanza, como una especie de servicio de encomiendas pro país; de ese país que perdimos y que ahora toca traer en partes, extendiendo la agonía o propiciando un cambio. Sí, mientras se pueda.

Pedro Urruchurtu
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