El Hueco

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Ella se sentaba en el cubículo de en frente. Era ese tipo de personas, esos, sí, los de mejillas rosadas, los que nunca se despeinan. Los individuos hermosos y limpios que jamás sudan, que huelen siempre a perfume y tienen su cabello permanentemente bien peinado y brillante.

¿Y quién soy yo? Soy Ana, si quieren ponerme un nombre. Era la chica sudorosa y nerviosa, la del otro cubículo; desde donde era fácil ver la luz de Karen —el bombón perfecto que describí hace rato—. Mi cabello siempre olía a cerveza sin importar cuantas veces lo lavara. Apestaba y picaba. La comezón interna, más allá del cuero cabelludo. Y sin importar que tanto me rascara o cuanto cabello me arrancara, la comezón seguía allí. Pero no es de mi cabello de lo que deseo hablar, ni siquiera es sobre la perfecta y dulce Karen, al menos no en este párrafo.  Se trata de algo que estuvo en mi casa desde hace mucho y que vine descubriendo hace un par de meses. Se trata del hueco.

Tengo cinco gatos, bueno, eran cinco antes de que la pequeña Sofy desapareciera. La busqué por todas partes menos allí, en ese lugar tan oculto y sin embargo tan cercano. Pero con el pasar del tiempo el repulsivo hedor de su carne descompuesta me guio y pude hallarla. Ella  flotaba en el agua negra, completamente hinchada y con los ojos salidos de sus órbitas. Muerta, si les queda alguna duda. Y estaba en el hueco, por supuesto, dónde más estaría. Fue de así como lo encontré, arrastrándome por la abertura bajo las tablas del porche, justo debajo de la sala.

El hueco estaba cubierto por una tapa de madera podrida a la que le faltaba un pedazo suficientemente grande para que una  gata pudiera caer al fondo. Terminé de romper la madera y  el olor a muerte me saludó envuelto en una oscuridad absoluta.  Apunté mi linterna y sentí dolor en la garganta al iluminar el blancuzco y peludo cuerpo de mi pequeña Sofy.  Me entristecí, no sé cuánto tiempo estuve llorando mientras su horrible olor me pateaba las fosas nasales, pero luego vi algo más ahí abajo.  Junto al cadáver, tambaleándose en las ondas del agua, estaba la cara inexpresiva de una mujer.

No, no era otro cadáver, era solo mi reflejo. Pero había algo en aquel rostro que me era completamente desconocido, que me hacía sentir miedo.Y ese picor, el hormigueo que ocurre debajo de mi cabello e incluso debajo del hueso de mi cráneo, se hizo sentir de nuevo mientras me miraba en el agua. Me rasqué, claro que sí, lo hice hasta que vi sangre bajo mis uñas, pero la comezón no se fue, no mientras estuve mirando a aquella yo tan desprovista de emociones.

Después de que saqué a mi gata, lazándola con un cable, la enterré en el patio.No podía tirarla a la basura, no a Sofy, la pequeña tenía que estar cerca de mí.

No podía dejar de pensar en ese hueco, quería volver a verlo. Quería encontrarme conmigo misma otra vez en el reflejo de las repugnantes aguas del pozo.  Y lo hice, sucedió en sueños durante la noche,  luego cada mañana. No podía dejar de arrastrarme bajo la casa y mirar un par de minutos, una hora o mucho más tiempo.  Terminaba llorando o riendo hasta vomitar luego de cada visita al pozo.

La obsesión creció. Rompí el piso de la sala para poder mirar el hueco sin tener que reptar bajo la casa. A penas comía, dejé de ir al trabajo y con el tiempo comencé a hacer mis necesidades fisiológicas en ese lugar. Sí, amigos, defecaba y orinaba apuntando al foso y siempre mirando mi rostro en el agua, esperando alguna reacción, rascando mi cabeza hasta rasgarme la carne.

Un día tocaron la puerta. Supuse que venían a preguntar por qué no había vuelto al trabajo, pero no fue así. Nunca les abrí, conversé con ellos desde adentro, sin apartarme del agujero. Me preguntaron por ella, dijeron que había venido a verme hacía algunos días. Que su auto estaba estacionado en mi garaje. Preguntaron si podían pasar. Y yo solamente susurraba “no” a todo lo que me decían. Se marcharon, pero dijeron que volverían y que derribarían la puerta si era necesario.

Luego de esa visita la cara en el agua cambió. Era más nítida y  sonreía burlándose de mí, eso me hacía enloquecer y ya casi no me quedaba cabello de tanto rascarme. La recordé entonces.  Ella tocó mi puerta un día, la golpee con un martillo y la lancé al pozo, bueno, no recuerdo si la arrastré debajo de la casa o si fue entonces cuando rompí el piso y la empuje al agua, pero ahí estaba con esa asquerosa sonrisa, mofándose del olor a cerveza que salía de mí.

La mujer en el agua ya no era yo.  Era ella. Aún lucía linda, de un modo particular, pero ya no era tan perfecta. Sus mejillas no tenían el tono rosado de antes y definitivamente ya no olía bien. En su boca abierta hacían vida un centenar de moscas que revoloteaban alegremente, poniendo huevecillos por doquier.

No sé qué ocurrió conmigo el día en que vi mi reflejo en el hueco, pero me gusta saber que ya no soy la que está hundida en la podredumbre donde perdió la vida mi pequeña Sofy.

De vez en cuando vuelve la comezón, no sé a qué se debe, lo único que sé es que, cuando al fin me dejen salir de aquí, iré a ver el hueco una vez más y buscaré a mis gatos. Los extraño mucho.

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Juan Carlos León
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