He visto perros con más estilo que algunos hombres - Charle Bukowski
Sardinas a las latas: Crisis de transporte en un barrio de Caracas

cuba252004

Llega después de  una carrera desde la estación del metro a la parada, atravesó con disgusto el tupido mercado abarrotado por buhoneros y bachaqueros. Su camisa blanca se ha manchado de sudor mezclado con humo, mientras desde su frente llueven las gotas producto de la transpiración. El calor no da tregua, aunque el cielo se ha ennegrecido, las nubes atravesadas por rayos, anuncian la llegada de una tormenta, algo que le preocupa, los zapatos deportivos empiezan a heder rápido después de soportar los charcos, no tiene ningún tipo de jabón en casa, le dio flojera hacer la cola en plan Suarez, la lluvia será casi tan implacable con él, como los regaños de su madre que siempre está amargada.

La fila de hombres y mujeres es larga, los niños se aferran a los cuerpos sudorosos de sus padres, agobiados por el aburrimiento de la espera, en especial un morenito de unos 3 años. Es llevado por los brazos barloventeños de su madre, que rozan la franela humedecida de un mocho alto y fornido. Aquel hombre carente de una pierna, parado sobre la que conservaba, apoyándose en sus muletas, se planta en la fila con su imponente presencia. Mira con dureza a los que están cerca, sabe que cuando llegue el bus, a nadie le va a importar si es un invalido, la asfixia de una ciudad que respira aires de miseria, nubla el sentido de piedad de los caraqueños, el monóxido se apodera de sus pechos poco oxigenados, que sufren con la concentraciónde traspiraciones insanas y olores de cansancio.

La cola aumenta su longitud, aunque los cuerpos de las personas se pegan más del uno al otro. Aquella unión se hace una melcocha de sudor y quejas, ya se empiezan a escuchar los gritos, los señalamientos, las maldiciones y las sacadas de madre, el bus ya pronto va a llegar, las sardinas parecen esquizofrénicas esperando enlatarse como todos los días.

El niño en los brazos de su madre mirandina, costeña, fuerte como los vientos por los que fue nombrado su pueblo conocido por lo negro y la pomposidad africana de sus mujeres, llora en un llanto que arremete en los oídos de los demás impacientes—¡Callé a ese carajito!—grita una señora de caballera barnizada en blanco, la misma que el mocho tropezó frente a la iglesia, cuando este pedía dinero a las puertas de la congregación. En esa oportunidad,la mirada de la anciana penetró su alma hasta llegar a sus miedos, haciendo que sus recuerdos de años anteriores, volvieran frescos del olvido—¿Cuándo vendrá el maldito bus!—vocifera el mocho, liderando la orquesta de insultos en contra de los bigotes de Miraflores. Ya el bus se acerca al bordear los cerros pintados en anaranjado y zinc, llevando dentro al colector tatuado, que está pensando en irse a aventurar a Madrid.

La impaciencia ya está rayando con la rabia, la ansiedad de los pasos muertos que permanecen inmóviles en la suela de algunas mujeres que están en la fila, anuncia a quienes se colean, que para lograr su objetivo de adelantarse, deberán atravesar una masa llena de empujones y patadas, algo que no es tan relevante para muchos, lo importante es llegar rápido a casa, hay que cocinar y mirar la novela.

Ahora sí, el bus se visualiza surcando el asfalto, el efecto de su revelación ante los ojos en la cola, es que los músculos de aquellos cuerpos se endurecen listos para batallar, sobrevivirán los más fuertes. Los nobles y débiles, que lleguen tarde y mojados a sus casas, esta no es época para amabilidades, es supervivencia.

La máquina se posa debajo del techo del mercado popular del cable tren, la cola amorfa se embiste en contra de la puerta del bus, los niños gritan, los adultos insultan, golpean, empujan, se meten frenéticos en la jaula móvil, hasta que el mocho hace uso de su corpulencia, intentando montar sus muletas— ¡Ya va vieja!—Grita, mientras la multitud lo empuja, a lo que él responde echándose para atrás con fuerza, ese movimiento apretuja al hijo de la Barloventeña, la madre golpea la espalda del sin pierna desesperada, hasta que se detienen los empujones violentos por unos segundos, cuando las muletas del discapacitado son tomadas por una muchacha que se apiada de él, luego salta escalón a escalón como perseguido por una horda, la gente vuelve a su lucha para entrar primero y enlatarse.

Ya cuando no queda más espacio, el bus escapa de la multitud sin transporte, bajo la lluvia fría que aviva la desesperación. El joven de camisa blanca, corre tras la maquina en movimiento y logra montarse, por lo menos un pie, que le permite transportarse mojándose, se le inundan los zapatos deportivos, que al momento de quitárselos, tendrán en sí, los peores olores de Caracas.

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Jorge Flores Riofrio
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