Con el diálogo hemos topado (III)
Este 30 de noviembre, mientras los representantes del gobierno y la oposición se disponían a celebrar su primera reunión, uno tenía la impresión de estar contemplando un espectáculo teatral chocante. Sobre todo, porque cuando estaba a punto de iniciarse el encuentro, Nicolás Maduro se incorporó al grupo por sorpresa, sonriente y feliz, todos juntos y casi revueltos, como si la Asamblea Nacional, dentro de dos días, no fuera a enjuiciarlo por haber dado un golpe de Estado y como si para el jueves 3 de noviembre no estuviera programada la madre de todas las marchas, en esa ocasión hasta el mismísimo palacio de Miraflores, para entregarle personalmente a Maduro su carta de despido.
¿Qué había pasado para que tras unos pocos días de tremendismo verbal la dirigencia política de la oposición recuperara abruptamente las maneras y modos de la buena conducta burguesa que hasta la rueda de prensa del viernes 20 de octubre había regulado las relaciones de la oposición con el régimen? Peor aún, ¿a qué acuerdos secretos se había llegado ese domingo y el fin de semana siguiente para que Carlos Ocariz, ahora portavoz de la alianza opositora, leyera la noche del sábado 12 de noviembre un comunicado en el que uno y otro bando expresaban su coincidencia en torno a puntos tan inadmisibles como la existencia de una guerra económica contra el régimen y contra Venezuela, el desacato continuo de la Asamblea Nacional a las sentencias del Tribunal Supremo de Justicia, el reconocimiento de que en efecto la oposición había hecho fraude en la elección del 6-D en el estado Amazonas y la inaudita adopción del término “personas detenidas” para identificar a quienes sin ninguna discusión son pura y simplemente presos políticos?
El último punto de esta nueva y desoladora rectificación de la radical estrategia opositora adoptada 10 días antes fue cancelar el juicio político a Maduro y la marcha del 3 de noviembre, al parecer, a solicitud tanto de Claudio María Celli, nuevo representante papal, como de Thomas Shannon. Poco le importó a la dirigencia de la MUD que pocas horas después de la primera reunión Maduro le advirtiera al país que “ni con votos ni con balas me sacan más nunca de Miraflores” y que de paso le recomendara al pueblo opositor entender que “la revolución es irreversible.”
Sólo el padre jesuita José Virtuoso, rector de la Universidad Católica Andrés Bello, marcó distancia del Vaticano y de la dirigencia opositora que se había reunido dócilmente con los representantes del gobierno, al calificar estas palabras de Maduro como “una aberración política.” Shannon, a su vez, declaró antes de marcharse de Venezuela que el diálogo que auspiciaban el Vaticano y Unasur “es la última y mejor oportunidad” de lograr una salida pacífica a la crisis. Si no se logra, sostuvo, la situación venezolana puede hacerse “impredecible y peligrosa.” Por su parte, monseñor Celli afirmó que “si fracasa el diálogo, el camino podría ser el de la sangre.” La misma posición que asumió la Conferencia Episcopal al plantear un viejo dilema diseñado por los estrategas políticos del régimen después del 11 de abril: o la oposición acepta convivir en paz con el gobierno, o en Venezuela “habrá guerra civil.” Como si en verdad fuera posible una confrontación bélica entre un pueblo indefenso sin remedio, y un ejército entrenado y equipado para la guerra.
¿Qué ocurrirá esta semana? Varias decisiones me parecen inevitables. Por una parte, Voluntad Popular y Vente tendrán que definir su posición y su estrategia dentro de la MUD. Por la otra, dirigentes como Henry Ramos Allup y Henrique Capriles, quienes han perdido buena parte de su capital político en una mesa que a fin de cuentas, a cambio de la libertad de algunos rehenes, sólo ha servido para oxigenar a un régimen que agonizaba, sin la menor duda, irremediablemente, también puede que protagonicen nueva confrontaciones internas en la MUD. Mientras tanto, acosados por las consecuencias más despiadadas de la escasez y la hiperinflación, de nuevo perdido el rumbo político, crecerá el malestar y la impaciencia de los ciudadanos, que exigen, con toda la razón del mundo, y ya sin demasiadas contemplaciones, una solución global a la crisis, a muy corto plazo. ¿Al costo que sea?
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