Detrás del mostrador

Entra una señora, cansada, apenas puede caminar. Viste suéter gris, pantalones cortos y lleva el  cabello sin pintar. Sus ojos hacen un paneo por todo el local, buscando el empleado más cercano para aclarar su interrogante.- Chico, ¿A qué hora sale el pan?- pregunta sin siquiera decir buenos días. – Hoy no va a salir señora… no hay harina- responde el trabajador, que mientras tanto, con un trapo amarillo limpia sin esfuerzo un café que botaron en la barra.

La experimentada mujer voltea la mirada bruscamente, sin agradecer la respuesta del muchacho. Ya que no hay lo que ella busca, y al parecer no lo habrá en todo el día, su mente busca alternativas. Con deseo mira los cachitos y con impotencia ve el precio. Hace años que no prueba un pastel de hojaldre, pero vaya, eso es aún más costoso. Con alguien tiene que pagar su rabia, pues no puede ser que comerse cualquier cosa cueste tanto dinero, y que para rematar, no van a hacer pan.

Sigue dando vueltas y simula que ve los estantes bajo las luces de neón, pero en realidad espera para ver si de casualidad las palabras del empleado eran falsas y escucha el sonido del carrito con el que transportan las canillas. A los quince minutos, todo sigue igual. Se sienta y ve cómo una muchacha con un niño en brazos pregunta lo mismo que ella, y se percata de que recibe la misma réplica. Un treintañero de camisa azul y corbata negra hizo lo propio un poco más apresurado, probablemente llegaría tarde al trabajo. Todos se fueron con las ganas, y la rabia de la señora cada vez más a flor de piel.

El portero la observa. Ahí está ella ocupando un asiento con el ceño fruncido y ganas de disparar barbaridades. Se le acerca y le dice – Señora, si no va a consumir nada por favor retírese-. Ella no aguanta y explota – ¡Bueno, qué voy a comprar si en esta porquería no hay pan y toda vaina es cara! ¡Para esas cosas si hay harina pero para pan no! ¡Ojalá les expropien esta mierda! exclamó abandonando el local.

Como ella, muchos otros emulan tal acción una y otra vez los siete días de la semana.

“El cliente siempre tiene la razón”, afirma aquel dicho que tanto repiten los comerciantes optimistas. Pero en una realidad como la de hoy, hay que tomar en cuenta las dos caras de la moneda. Es entendible que ante la decepción de no conseguir el objetivo, la gente reaccione irracionalmente, sobre todo cuando hay desconocimiento. Muchos comentan, ven y escuchan lo que dicen los medios, creen saber lo que está ocurriendo y a quién echarle la culpa. Otros son un poco más analíticos.

Lo cierto es, que una considerable porción de la población cree en la guerra de los panaderos. Juran que entre ellos hay un complot organizado para que el pueblo haga colas y pase hambre. Que tienen materia prima pero solo producen lo más caro para sacarles un ojo de la cara a los consumidores. Esos son los que ni se imaginan lo que ocurre detrás del mostrador.

Los zapatos del de adentro

Del otro lado de las vitrinas están los dueños, tan cansados y afectados por la situación como los propios clientes. Con miedo a verse en la obligación de cerrar su negocio por la falta de materia prima, o peor, que éste le sea arrebatado para ser entregados a la comunidad y quedar con las manos vacías.

También hay empleados, de toda índole. Panaderos, pasteleros, horneros, cajeros, encargados y personal de mantenimiento. Todos tienen familias y bocas que alimentar. Los mismos también sienten el nerviosismo de perder su empleo por causa de un cierre, reducción de personal o expropiación. No son tontos, ellos sí saben lo que ocurre. Lo que hay y lo que no. Entienden a sus jefes porque ven de cerca la realidad.

Nadie es santo en este cuento, pero tiene que haber justicia y consideración. No se puede negar que sí existen acaparadores y especuladores dentro de la industria panadera, pero es imposible generalizar y echarle la culpa a todo un gremio que lo que busca es tener los ingredientes para producir lo que pide el público. Los abusadores son una minoría, reflejo del propio país.

Hay que ponerse en los zapatos del de adentro. Exigirle a una panadería que se mantenga estable a punta de pan francés, es como pedirle a una librería que subsista vendiendo solamente hojas de papel. Es inviable.

No es fácil tener un negocio y que esté lleno todo el tiempo de fiscales, militares y gente haciendo colas como zamuros, mientras los depósitos están casi vacíos.

Ingredientes del desastre

La gente tiene todo el derecho de exigir su pan a diario y a toda hora. Del tamaño y formato que sea, pero que haya y a precios razonables. Sin embargo, las correcciones deben hacerse en la raíz del problema y no en sus consecuencias.

El trigo no se da en el país. Éste debe ser importado y los únicos habilitados para hacerlo son entes del Estado. Representantes gremiales como Fetraharina han asegurado en reiteradas ocasiones que se necesitan al menos 120 mil toneladas de trigo panadero al mes para normalizar la industria, y tal requisito no se cumple.

A la cantidad insuficiente de importación se le suman los retrasos y desvíos que sufre la mercancía durante su distribución, una vez que esta ya fue procesada por los molinos. Cada vez son más los vendedores informales que ofrecen sacos de harina con sobreprecio, y como estos, los galpones y depósitos que encuentran con cantidades exorbitantes  de harina y en ocasiones vencidas.

Como resultado, las panaderías reciben menos materia prima de la que ameritan para producir con regularidad. Estas piden, según su capacidad, entre 200 y 300 sacos de harina al mes para cumplir con la demanda y si acaso les llegan entre 50 y 90.

Si a esto le sumamos que los precios del pan salado están regulados y los comerciantes deben pagar nóminas que pueden incluir hasta 30 o 40 empleados, ya tenemos todos los ingredientes del desastre

Y usted ¿todavía cree que todo es saboteo de las panaderías?

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