Nunca hemos tenido tantos medios de información a nuestro alcance, pero dudo que hayamos estado antes tan aturdidos y desorientados como lo estamos ahora
Leer un buen periódico
Leer un buen periódico”, dice un verso de Vallejo, y yo creo que se podría añadir “es la mejor manera de comenzar el día”. Recuerdo que lo hacía cuando andaba todavía de pantalón corto, a mis 12 o 13 años, comprando La Crónica para leer los deportes mientras esperaba el ómnibus que me llevaba al colegio de La Salle a las siete y media de la mañana. Nunca he podido desprenderme de esa costumbre y, luego de la ducha matutina, sigo leyendo dos o tres diarios antes de encerrarme en el escritorio a trabajar. Y, desde luego, los leo de tinta y de papel, porque las versiones digitales me parecen todavía más incompletas y artificiales, menos creíbles, que las otras.
Leer varios periódicos es la única manera de saber lo poco serias que suelen ser las informaciones, condicionadas como están por la ideología, las fobias y prejuicios de los propietarios de los medios y de los periodistas y corresponsales. Todo el mundo reconoce la importancia central que tiene la prensa en una sociedad democrática, pero probablemente muy poca gente advierte que la objetividad informativa sólo existe en contadas ocasiones y que, la mayor parte de las veces, la información está lastrada de subjetivismo pues las convicciones políticas, religiosas, culturales, étnicas, etcétera, de los informadores suelen deformar sutilmente los hechos que describen hasta sumir al lector en una gran confusión, al extremo de que a veces parecería que noticiarios y periódicos han pasado a ser, también, como las novelas y los cuentos, expresiones de la ficción.
¿A qué viene todo esto? A que estuve cinco días en Salzburgo, adonde ya no llega la prensa en español, tratando de averiguar qué había pasado exactamente en la Siria de Bachar el Asad con el uso de las armas químicas contra inofensivos ciudadanos, consultando periódicos en inglés, italiano y francés, sin llegar a hacerme una idea clara al respecto, salvo lo que ya sabía: que aquello fue un horror más entre los crímenes injustificables y monstruosos que se cometen a diario en ese desdichado país.
Quise averiguar qué había pasado en Siria con el uso de armas químicas contra inofensivos ciudadanos.
¿Qué es lo que realmente pasó? Según las primeras noticias, el Gobierno de El Asad lanzó misiles con gases sarín sobre una población inerme, entre la que había muchos niños, violentando una vez más el acuerdo que había firmado ya con la Administración de Obama hace tres años, comprometiéndose a no usar armas químicas en la guerra que lo opone a una oposición dividida entre reformistas y demócratas, de un lado, y, del otro, terroristas islámicos. Esta noticia fue inmediatamente desmentida no sólo por el Gobierno sirio, sino también por la Rusia de Putin, aliada de aquel, según los cuales el bombardeo de las fuerzas gubernamentales hizo estallar un depósito de armas químicas que pertenecía a la oposición yihadista, la que sería, pues, responsable indirecta de la matanza. ¿Cuántas fueron las víctimas? Las cifras varían, según las fuentes, entre algunas decenas y centenares o millares, una buena parte de las cuales son niños a los que la televisión ha mostrado con los miembros carbonizados y agonizando en medio de espantosos suplicios.
Este atroz espectáculo, por lo visto, conmovió al presidente Trump y lo llevó a cambiar espectacularmente su posición de que Estados Unidos no debía intervenir en una guerra que no le incumbía, a participar activamente en ella bombardeando una base aérea siria. Y, al mismo tiempo, a criticar severamente a Rusia, por no moderar los excesos genocidas contra su propio pueblo, de Bachar el Asad, y al expresidente Obama por haberse dejado engañar por el tiranuelo sirio firmando un tratado que éste nunca pensó cumplir. En su campaña y en sus primeras semanas en la Casa Blanca, Donald Trump había mostrado una sorprendente simpatía hacia Putin y su autocrático gobierno con el que parece ahora haber mudado a una abierta hostilidad. Es probablemente la primera vez en toda su historia que la primera potencia mundial carece de una orientación política internacional más o menos definida y procede, en ese ámbito, con la impericia y los zigzags de una satrapía tercermundista.
¿Condenó el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a Bachar el Asad por usar armas químicas contra su propio pueblo? Naturalmente que no, porque la Rusia de Putin vetó una resolución que contaba con el voto favorable de la mayoría inequívoca de países. Desde entonces, el Gobierno de Moscú pide y exige estentóreamente que la ONU nombre una comisión que estudie minuciosa y responsablemente lo que ocurrió con aquellas armas químicas. Por su parte, el nuevo secretario de Estado norteamericano, Mr. Tillerson, después de su glacial viaje a Rusia, ha hecho saber que según fuentes militares de Estados Unidos Bachar el Asad ha “utilizado más de 50 veces armas químicas contra los rebeldes que quieren deponerlo”.
Aunque es uno de los conflictos más sangrientos en el mundo actual, el de Siria está lejos de ser el único. Hay la pausada y sistemática carnicería de Afganistán, los periódicos atentados que destripan decenas y centenas de pakistaníes, la desintegración de Libia, los secuestros y degollinas que puntúan el avance imparable del terrorismo islámico en África, la porfía subsahariana en escapar al hambre y la violencia que empuja a millares a lanzarse al mar tratando de alcanzar las playas de Europa, la nomenclatura militar de narcos y contrabandistas que sostiene el régimen de Maduro en Venezuela y el deprimente espectáculo de la putrefacción que Odebrecht difundió por Brasil y todo América Latina. Y la lista podría seguir, por muchas horas.
Nunca hemos tenido tantos medios de información a nuestro alcance, pero, paradójicamente, dudo que hayamos estado antes tan aturdidos y desorientados como lo estamos ahora sobre lo que debería hacerse, en nombre de la justicia, de la libertad, de los derechos humanos, en buena parte de las crisis y conflictos que aquejan a la humanidad. Cuando la rebelión siria estalló contra el régimen corrupto y dictatorial de Bachar el Asad, todo parecía muy claro: los rebeldes representaban la opción democrática y había que apoyarlos sin equívocos. Al igual que muchos, yo lamenté que Estados Unidos no lo hiciera así y, asustado con la idea de enredarse en una nueva situación como la de Irak, se abstuviera. Pero, luego las cosas han cambiado. El hecho de que las peores organizaciones terroristas, como Al Qaeda y el Estado Islámico, que seguramente instalarían en Siria un régimen todavía peor que el de El Asad, hayan tomado partido a favor de la rebelión ¿no deslegitima a ésta? Tomar partido a favor de cualquiera de las dos opciones significa condenar al pueblo sirio a un futuro macabro.
“Leer un buen periódico” ya no es, como cuando César Vallejo escribió ese verso, sentirse seguro, en un mundo estable y conocible, sino emprender una excursión en la que, a cada paso, se puede caer en “una jaula de todos los demonios”, como escribió otro poeta.
Credito: El País
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