Partidos nuevos, gobierno dividido y presidencialismo de coalición, como en América Latina
Lecciones francesas

Ya en los setenta los europeístas se preguntaban sobre el futuro político del continente. Concluida la modernización fácil de la post-guerra, llegó el tiempo de la incertidumbre. Nótese algunos títulos y fechas de aquel debate: Crisis Fiscal (O’Connor en 1973), Crisis de la Democracia (Crozier y Huntington en 1975), Crisis de Legitimación (Habermas en 1975).

El problema obedecía a disfuncionalidades de la burocracia estatal, el parlamento y los grupos de interés, sin duda, pero no se reducía a simples fallas de gestión. Se trataba además, y muy especialmente, de deficiencias de los partidos políticos como organización. La crisis también fue una crisis de representación.

El lugar e inicio es inequívoco: la Francia de mayo de 1968, casi medio siglo atrás, marcada por la movilización y la conflictividad. El surgimiento de movimientos sociales autónomos—mujeres, jóvenes, verdes, pacifistas—expresaba ya entonces las dificultades de los partidos en incorporar nuevas identidades a sus proyectos. Y todo ello precedió, en lugar de seguir, la crisis económica.

Aquella protesta social fue una forma de antipolítica, un cuestionamiento profundo a las relaciones de autoridad existentes y sus instituciones. ¿Suena familiar? En un sentido el populismo xenófobo de hoy es muy parecido al anarquismo de aquel Daniel Cohn Bendit de París en 1968. Ambos son reacciones anti-sistema, ambos incapaces de transformar su narrativa alternativa en realidad. El neofascismo de hoy, de hecho, no parece ofrecer mucho más que “La imaginación al poder”, es decir, su propia utopía.

Precisamente, ya que a partir de los ochenta la respuesta a aquellas crisis fue una Europa extendida en su geografía y en el alcance de sus instituciones, las del mercado y las de la democracia liberal. Respuesta especular, si se quiere, es la de la antipolítica de este siglo, partidaria de menos Europa y menos ciudadanía. La lección fundamental es que no se debe concebir la historia en términos lineales.

Como de ciclos se trata, es pertinente volver a otro mayo francés, el de 2017. Aquí entra Emmanuel Macron en esta historia al rescate de la República y de la Unión, nada menos. Podría señalar la recuperación de la propia idea de democracia representativa en Europa, aunque no sin dificultades ni olvidando las lecciones de aquellas crisis de los setenta.

Ocurre que la propia idea de partido político y las reglas que gobiernan su organización se hallan en problemas serios, más serios hoy que entonces. De los partidos de masas a los partidos atrapatodo, ambas formas organizativas parecen haber dejado el terreno abierto para el resurgimiento de una noción elitista de partido, acompañado por la fragmentación y el desgaste de los partidos tradicionales. Ello en Francia tanto como en el resto de Europa.

En la derecha el elitismo se manifiesta en la xenofobia anti-inmigratoria, divorciada de una sociedad multiétnica y multicultural. Es la nostalgia por una Europa homogénea, blanca y cristiana. Una Europa que, si alguna vez existió, casi nadie que viva hoy pudo haberla visto.

En la izquierda, el nuevo elitismo ha estado de la mano de la noción de partido de cuadros leninista. Aquel viejo iluminismo tiene audiencia entre los jóvenes, pero casi siempre está desconectado de una sociedad que suele preferir simples reformas—burguesas—que le resuelvan sus problemas cotidianos.

Es probable que la elección de la Asamblea Nacional en junio refuerce estas tendencias a la volatilidad y la fragmentación. Ello será muy diferente a la antigua cohabitación socialista-gaullista. Curiosamente, el camino francés a la recuperación de la fe democrática podría ser a través de un atajo latinoamericano. La lección viene de allí ahora: partidos nuevos, gobierno dividido y presidencialismo de coalición.

No es necesariamente una mala opción. Los parlamentos plurales tienden a legislar mejor—como en Perú, Brasil y Argentina bajo Macri—y donde el Ejecutivo ha controlado el Congreso—como en Venezuela antes de 2015, Bolivia, Ecuador y Argentina bajo los Kirchner—el resultado no ha sido precisamente más democracia sino menos.

Credito: El País

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