Aquel verano amargo
Miedo.
Cuántas veces pensé en la celda que te envolvía, en las manos atadas -esta vez de forma tan literal y a la vez figurada- en no tenerte conmigo cada vez que yo quisiera.
Angustia.
Los días se dilataban y cada hora era semanas. La mezcla de olores repugnantes; las historias injustas, reales, escabrosas y llenas de dolor que tuvieron cabida en esa estancia; la suciedad perenne…
Terror.
Sabemos quiénes te rodeaban y aunque sé que te camuflas y te ajustas nadie nunca tiene seguro donde no hay justicia.
Desesperación.
Trataba de que no hiciera ósmosis. Ya tenías demasiado. Pero mi cabeza no dejaba un espacio para otro pensamiento.
Ansiedad.
Cada día muerto me roía el alma, me arrancaba un pedazo del corazón, me gritaba hasta que me sangraban los oídos.
Lágrimas.
Recuerdo que, en uno de los peores días, salían solas sin poder ser retenidas mientras caminaba por la calle. Daba un paso y era un camino nuevo de dolor. Daba otro y caía una nueva gota. Sentía miradas que se cruzaban con mi ensimismamiento, pero no hubo vergüenza que cerrara el grifo.
Fue el verano más amargo de mi vida: repudiable, injusto, lleno de una incertidumbre que me dejaba parada en el vacío.
Me vi obligada a seguir sin ti. Me dolía tanto sentir el viento, oír las bocinas, darme un buen baño, cenar en un restaurante, ver un partido de fútbol y que tú no pudieras. Casi me sentía culpable de disfrutar mi vida sin que tú pudieras hacerlo.
Aun aislado, me protegiste. Aun de lejos, me abrazaste. Aun con penas, me alentaste.
Fuiste el protagonista de mi lección más grande.
Gracias.
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