Una ilusión óptica

Nos preguntan sobre la renuncia de Earle Herrera a la tal constituyente (TC),  y su inmediata reincorporación a la Asamblea Nacional (AN).  Luce obvia la inquietud a sabiendas de la situación anómala generada por la dictadura, la misma que ceja por acabar con el parlamento.

Entendemos, Herrera renunció a la AN para integrarse a la TC, separándose apenas de la presidencia de una de sus numerosas comisiones. Que sepamos, los diputados oficialistas formalizaron la renuncia a aquélla, en una demostración de total confianza hacia Maduro Moros, como la exigió Chávez Frías a sus diputados y senadores en 1999, por lo que parece inútil disertar al respecto. No obstante, vale la hipótesis en el supuesto que haya quedado alguno agazapado, con deseos de guarecerse en la AN.

Abandono de cargo aparte, en el  supuesto de que algún miembro de la TC deseé volver a la AN, excepto se trate de un hecho político, no podrá hacerlo. Salvo mejor opinión,  el ejercicio de la diputación es a dedicación exclusiva y la sola postulación, proclamación o firma efectiva del control de asistencia a la primera sesión de la TC, acarrea la pérdida automática de la investidura parlamentaria.

Así las cosas, negado el doble ejercicio de funciones, habría que indagar en relación a los diputados del gobierno que no renunciaron a la AN y, aunque no asistieron más a sus sesiones, teóricamente siguen ocupando una curul que el cuerpo ya calificó, correspondiéndole un trámite riguroso y engorroso para declarar la vacante absoluta. Cierto, quedan muy pocos, siendo Cristóbal Jiménez el de mayor experiencia,  al tratarse – creemos – de su cuarto período legislativo consecutivo, porque buena parte de los sobrevivientes, en lugar de la TC, ya tienen responsabilidades de gobierno, perdiendo la investidura, una obviedad que no lo será de acuerdo al habitual e interesado criterio del actual Tribunal Supremo de Justicia (TSJ).

Escasa significación política tienen ya los restos de la bancada gubernamental en la AN, demolida por decisión de Maduro Moros que ni siquiera pensó en dejarla como una suerte de reserva o de garantía en el caso de fallar la TC, aunque los interesados puedan recurrir al TSJ y a su arbitraria jurisprudencia, para salvar el pellejo político. Por consiguiente, empecinado también en demoler a la AN, es una ingenuidad la de pensar que, por el propio instinto de supervivencia de la bancada oficialista, ella puede salvarse, más aún cuando los superviventes no encontraron cupo seguro para la TC: luego,  la fórmula para lograrlo no es otra que la de superar la dictadura, reivindicando al parlamento. No hay otra, lo demás es una ilusión óptica.

El asunto, presuntamente baladí, nos lleva a otra hipótesis: la del propio desinflamiento de la TC que, como cualquiera puede apreciar, afectada por un fraude evidente, muy poco o ningún impacto ha  logrado en la población. Ésta, no se siente en lo más mínimo representada por ella, así recurra a ese ya antiguo eufemismo – acaso, de mayor éxito por confuso – como es el tal poder popular.

Fácil de constatar, media una distancia astronómica entre Luis Miquilena y Delcy Rodríguez, por citar un ejemplo, siendo la experiencia de 1999 cualitativamente distinta a la de 2017. Las rivalidades internas del poder establecido, silenciosamente estridentes, favorecieron al equipo emergente de cuño enteramente madurista, relegados Diosdado Cabello, Francisco Ameliach o Pedro Carreño, a roles secundarios, mientras que Isaías Rodríguez sólo afianza con su experiencia el desempeño de la directiva.

Dinámica inútil la de la TC, justificada nada más como un ciego recurso de apoyo al régimen, ni siquiera los empresarios o los más jóvenes encuentran una ocupación política real, pues, más allá de la notoriedad cada vez más relativa, los unos apena reforzarán sus negocios directos o indirectos con el Estado, mientras los otros esperarán a que sean intervenidas las universidades públicas para alcanzar las posiciones que electoralmente ya no pueden. Además del respaldo operativo a las faenas gubernamentales, solo queda embellecer (Maduro Moros dixit – la carta constitucional que, demasiada presunción, justificó a la TC).

Más de quinientos integrantes, unos de origen funcional y, otros, territorial,  imposibilita el concurso independiente y creador del trabajo político, alineados preventivamente en un esquema de poder que, obvio, les es ajeno. Frecuentemente, demostrando la lejanía miope de sus habilidades políticas, la presidente de la TC dedica un tiempo precioso para fustigar a la AN por la precariedad o inexistencia del quórum, tildando a sus miembros de vagos, pero – abandono parlamentario aparte, en relación a los suyos – a nadie le consta la asistencia verdadera a las sesiones tal-constituyentistas, diciéndose que, por lo regular, no pasa de doscientas personas; por cierto, algo nada difícil de creer, pues, el aforo del hemiciclo protocolar – entendemos – es de apretadas 430 individualidades.

Nada curiosa la nota, probada la escasa rotación, Maduro Moros ha nombrado a la tal-constituyente Érika Farías, como ministro sustitutiva de la tal-constituyente Carmen Meléndez, destinada a alcanzar la gobernación del estado Lara, sin que ambas pierdan la condición concedida el 30 de julio del presente año. Superfluo sería discutir si ambas tienen o no suplentes, porque notable estriba en la propia naturaleza que va adquiriendo el modelo político post-bonapartista, improvisado e impredecible, que esboza la fusión del PSUV – al fin y al cabo, es su congreso permanente – con lo que queda del Estado, presumiendo – ciertamente – de un parlamento paralelo a la medida de sus conveniencias que ni siquiera alcanza determinadas formalidades de la herencia soviética, perfeccionada en Cuba.

La TC no tiene otra bomba de oxígeno que Miraflores, por lo que, nada representativa, sumadas las pocas destrezas políticas de quienes encabezan el amplísimo aparato, puede resultar prescindible en los amagos de Maduro Moros por sobrevivir a cualquier precio. El resto trata de un histrionismo reiterado y tedioso, acuñado por las frases acostumbradas, siendo una tarima más que una plataforma de presentación para el supuesto  liderazgo emergente de la tal revolución.

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