¿Por qué pensar si no es obligatorio?

La pregunta sobre la obligatoriedad de pensar es muy pertinente, sobretodo en tiempos donde las “modas” imponen uniformidad a los gustos, pareceres y “realidades”; que, por cierto, cual veleta en altamar se mueven en la dirección del viento, que como sabemos es bien cambiante. Más aún, donde atreverse a disonar, “ser políticamente incorrecto”, al proponer una perspectiva o visión de la realidad diferente a lo que dicta “el progreso” -producto del estudio y reflexión de la historia, y de esas verdades eternas que siempre han estado ahí y que el hombre a escrutado a lo largo de los siglos- es exponerse a ser tildado de retrogrado, conservador o radical. Demostrando, además, que en nuestra época son pocos los argumentos en el debate de ideas; y sí abundantes las descalificaciones a la persona, al tratar de desautorizar o descalificar al interlocutor, y no preocuparse por entender sus ideas y planteamientos racionales (falacia ad hominen).

Por lo tanto, la respuesta a la pregunta sobre la obligatoriedad de pensar, es sí. Para el hombre sí es obligatorio, sobre todo si quiere madurar, ser adulto. Forma parte de su ser y de su esencia: ser racional, facultado de inteligencia y voluntad. Y es particularmente importante en esta época, donde el que no piense está expuesto a que otros lo hagan por él; o peor aún, a que sus instintos y pasiones tomen las riendas de su vida.

Claro está, para pensar, primero hay que estudiar: saber qué han dicho los demás, cómo lo han hecho, qué errores han cometido y qué verdades han alcanzado. Dado que, si se pretende empezar de cero, o partir de lugares comunes, se incurre en multitud de errores ya rechazados por la humanidad. Tal como ocurrió con la Ilustración, que quiso ser un nuevo comienzo: borró la “pizarra” de la historia y “empezó a pensar” sin prejuicios, y en muchos casos, también sin ideas. Donde, en todo caso, lo importante era “la razón” y “el progreso” por encima de todas las cosas.

Por lo tanto, repasar lo que se ha dicho sobre el ser humano, lo que puede tener valor perenne acerca de él, no es una tarea inútil. De hecho, hoy es muy necesaria. Ya que, al hacerlo, se “descubren” grandes novedades.

En este sentido, conviene recordar que la filosofía nació y se desarrolló en Occidente, y, la misma siempre ha tratado sobre el hombre; razón por la que siempre ha existido una idea dominante acerca del hombre y su dignidad, incluso cuando, como en el caso de Grecia y Roma, se distinguía entre el ciudadano y el bárbaro, al cual se le consideraba esclavo “por naturaleza”.

De la misma manera, conviene recordar que el cristianismo acabó con esta distinción: todos los hombres, como criaturas e hijos de Dios, son iguales y poseen la misma dignidad; todos están llamados a un destino trascendente. Imagen del hombre y de su dignidad que comienza a resquebrajarse en el Renacimiento y, sobre todo, con la Reforma protestante.

El Renacimiento defiende una idea del hombre tomada del naturalismo pagano, y los reformadores hablan del hombre como de un ser corrompido por el pecado al que Dios no puede salvar; de hecho, lo más que puede hacer Dios es no imputarle sus pecados. Surge así una concepción pesimista en la que la salvación no puede esperarse más que, si acaso, del propio hombre, pero no con vistas a la vida eterna -que depende de la predestinación divina-, sino solo para hacer la vida sobre la tierra más “humana”.

Retomando el comentario sobre la Ilustración, es importante destacar que sus grandes ideales eran: a) el dominio sobre la naturaleza (el progreso indefinido); b) la paz perpetua mediante un sistema de gobierno en el que todos sean ciudadanos, en el que, por tanto, nadie imponga nada a nadie porque las leyes serían “autoimpuestas”, y c) el establecimiento de una ética -ya sea pública o privada o ambas a la vez-, que permitiese a cada uno ser feliz a su manera.

Planteamientos, por cierto, que traen consigo un problema, y es que estos ideales, aparte de que se oponen a lo más propiamente humano que es su capacidad de autotrascendimiento, nunca han podido llevarse a la práctica más que por la fuerza. La razón es muy simple: hay tantas concepciones sobre el hombre como teorías, como ideologías, pues estas han sustituido a la filosofía.

Por lo que, para explicar mejor este punto, conviene dividir en dos la historia de la antropología: desde el inicio de la filosofía hasta la Ilustración y desde la Ilustración hasta hoy. ¿En qué se diferencian? Por un lado, se niega la existencia de la naturaleza humana y el destino trascendente del ser humano, y por el otro, se llega a la conclusión de que cada uno ha de hacerse a sí mismo; que, de entrada, el hombre no es nada, pero al final, al morir, ha de poder decir: “Soy así, porque así lo he querido”.

Este es el programa de algunas ideologías actuales de inspiración marxista, nietzscheana y freudiana, tales como la “ideología de género” y otras defensoras del hedonismo nihilista, agnóstico o ateo.

¿Qué enseñar, entonces, a los jóvenes, sobre sí mismos?, ¿qué criterios de conducta trasmitirles? Por más que se insista en que todos los valores y “verdades” son relativos, la realidad es que el relativismo se ha vuelto muy “dogmático” y no está dispuesto a que se transmitan más valores que los suyos propios.

Por tanto, hoy más que nunca en otras épocas, es necesario escribir sobre el hombre, recordar las verdades más elementales, volver a caer en la cuenta de las evidencias más básicas y al alcance de todos. Porque el hombre no es un ser fallido, un aborto surgido de la nada cuyo destino es volver a la nada. Vivir vale la pena. Ser hombre es ser persona, y la persona posee dignidad, valor absoluto.

Recordar es propio del hombre, por lo que el pasado debe ser asumido si se quiere progresar. Quien desconoce su pasado -sus orígenes- ignora quién es, y termina siendo como aquel enfermo que ha perdido la memoria; así como el que se niega a pensar, razonar, entender de dónde viene y hacia donde va. Termina siendo como un niño, hará lo que le “provoque”, lo que sea más “divertido”, sin saber discernir lo que es mejor para sí.

Hugo Bravo
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