La ejecución del encartonado
Aquella noche reinó un silencio sepulcral en Tinaquillo. El crepúsculo sofocó la brisa y con su último aliento se esfumó la vida del paisaje pues no se escucharon ni susurros, ranas o grillos. El samán de la plaza se mantuvo estático durante largas horas y sus ramas sin un vaivén parecieron suspender el tiempo hasta las horas de la madrugada.
Al asomarse el sol el 17 de Mayo de 1872, no cantaron los gallos y la gente en la calle no atrevió a darse los buenos días. El maleficio del mutismo se quebrantó al mediodía cuando alguien anunció frente a la Iglesia del pueblo que había llegado la hora de fusilar al General Matías Salazar.
“Matiítas” como se conocía al oriundo del Pao de San Juan Bautista en Cojedes durante sus años de torero, fue otro de esos individuos a los que la Guerra Federal cortó raíces e hizo despegar en la tolvanera para arrastrarlo por la inmensidad del territorio e instruirlo en las orgías de la muerte.
Era respetado entre sus hombres y ganó reputación de ser uno de esos a los que nadie quiere tener por enemigo. Su ferocidad era leyenda en los campamentos y a la luz de las fogatas nocturnas los soldados echaban cuentos. Las llamas de la pira iluminaban sus rostros mientras hablaban sobre la fama del General Salazar. Lo llamaban “el encarbonado” pues decían que acostumbraba pintarse el cuerpo de negro para esconderse entre las sombras, emboscar a sus enemigos ensartándolos con el sable, darles una estocada al igual que hacía con los toros en la arena y luego desaparecer como un espanto entre las tinieblas.
La sola mención de su nombre hacía temblar a cualquiera y por ello, al igual que los generales Francisco Linares Alcántara y Joaquín Crespo, se convirtió en uno de los principales caudillos de la región central y figura prominente del bando de los federales.
El 27 de Abril de 1870 entró el General Antonio Guzmán Blanco a Caracas en un desfile triunfal y Matías Salazar era el segundo al mando del ejército de aquella revolución. Cuando Guzmán Blanco fue nombrado Presidente, Salazar resultó nombrado como segundo designado a la Presidencia de la República y Presidente del Estado Carabobo. Por un efímero instante el futuro del encarbonado parecía cundirse de maravillas.
Esa noche hubo un gran baile para celebrar la victoria de la revolución con orquesta, exquisitos manjares y champaña. Guzmán Blanco pensó que el paladar frijolero de los generales campesinos era incapaz de valorar el delicado sabor del elixir francés y ordenó a los meseros llenar sus copas con cerveza. La maña pasó desapercibida hasta que Salazar se acercó a donde se encontraba el Jefe con intenciones de invitar a bailar a su esposa Ana Teresa Ibarra y la mujer rechazó la propuesta. El gesto lo ofendió y aún más la sonrisa de Presidente, pero algo más le llamó la atención al cojedeño, el contenido de su copa era distinto a la de Guzmán Blanco. Aquel enojoso episodio se convirtió en el principio del quiebre entre estos dos célebres personajes.
Poco a poco Salazar fue distanciando su relación con el General Guzmán Blanco, descuidando sus responsabilidades y su alma comenzó a alimentar resentimientos contra la figura del jefe. Empezó a relacionarse con todos aquellos que se sintieron desplazados por el nuevo régimen guzmancista y comenzó a fraguar en 1871 un plan de golpe de estado y el asesinato del Presidente.
Su campaña culminó en fracaso. Entonces fue llamado por Guzmán Blanco a Caracas y en la capital fue perdonado y se le dieron 20.000 pesos para que se marchara al destierro. Así lo hizo el General Salazar, pero no desistió de sus propósitos y con ese mismo dinero que le dieron puso manos a la obra para organizar una invasión a Venezuela en 1872.
El encarbonado y sus rebeldes se abrieron paso a caballo y bongo por la región del Arauca hasta que llegaron al centro del país. Esta acción bélica fracasó a finales de abril de aquel año cuando sus mesnadas fueron interceptadas por las fuerzas del gobierno cerca de la población de Tinaquillo y cayó preso en la refriega.
El castigo debía ser severo aunque la Constitución de 1864 prohibía la pena de muerte. Entonces 151 Generales firmaron una carta dirigida a Guzmán Blanco. En dicha misiva solicitaron al Jefe la degradación militar y el fusilamiento de Salazar por traición al Ejército y la causa liberal. El Presidente convocó a los Generales en Jefe en un Gran Tribunal de Consejo de Guerra y tan solo nueve horas le bastaron a éste para sustanciar y sentenciar el juicio del General Matías Salazar.
Guzmán Blanco validó la sentencia y si aquello fue un juicio formal o una simple venganza no importa. Lo que importa es que aquel mediodía le despojaron la casaca militar al reo, las carabinas dispararon y, en clara desobediencia a las disposiciones de la Constitución Nacional, el suelo patrio se manchó de sangre con el perverso cumplimiento de la ejecución de Matías Salazar.
-Ese muerto es mío- confesaría años más tarde el “Ilustre Americano” en una de sus tantas cartas escritas en París.
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