Hay una nube negra sobre este maldito lugar.
La ciudad que no sueña

El oficio del escritor posee una universalidad, un punto de partida del cual parte cada personaje que trata de invocar un mundo en la palabra: la experiencia. Cada historia se ve permeada por una memoria que es múltiple dentro de cada individuo: una parte es visible, es codificada y guardada bajo lineamientos mentales que son los que, indudablemente, construyen las relaciones sociales y culturales de dicha persona y la parte oscura, aquella que nadie recuerda conscientemente, que se enmascara bajo comportamientos, deseos o afecciones y se esconde en los sitios más recónditos de nuestra mente: el inconsciente. Todo escritor o individuo recurre a la memoria para narrar y relatar.

Hace un par de meses, casi un año si mal no recuerdo, salí de la universidad con unos amigos mientras caía la noche en Caracas. Era viernes y el deseo de partir a un sitio distinto que no fuera el resguardo de las cuatro paredes de un hogar cálido, en el cual cada uno recae diariamente para encerrarse y sentir una sensación de seguridad, era imperante. Una amiga propone visitar el Callejón de la Puñalada en Sabana Grande. Todos aceptamos y nos montamos en el desolado tren de Antímano. La oscuridad inyecta un miedo voraz en el corazón de cada habitante de una ciudad que ha perdido los rincones luminosos donde en épocas anteriores la población podía refugiarse. Esta ciudad ya no es ciudad; no se vive, se padece; lloramos por dentro al caminar, sentimos miedo al montarnos en un vagón repleto de animales que esperan verte desfallecer para comerse tus entrañas; miramos con un padecimiento perpetuo el reloj cuando nos encontramos en sitios públicos. No existimos como individuos en esta ciudad, solo como animales. Bestias que se defienden a dientazos y rasguños, que corren como salvajes, que gritan y vociferan aullidos. Y aunque tratemos de recuperar nuestra humanidad, el entorno te empuja y hace relucir el interior animal que posee cada ser humano.

Al llegar a Sabana Grande logramos ver un boulevard desierto, iluminado con el yesquero que quema la piedra y la marihuana y los fósforos que encienden los cigarrillos. Una oscuridad latente que se irrumpe con el reloj de la Previsora y las luces de los vendedores de perros calientes y hamburguesas. En ese momento, quizá, la situación no se había agravado tanto, el hambre apenas era una enfermedad que empezaba a mostrar sus síntomas. Había peligro en la calle y el aire era pesado pero seguimos caminando, en grupo, con un cigarro en la mano y riendo. La juventud transforma el miedo en adrenalina y te lleva a olvidar la cercanía de la muerte. Con cada paso que realizamos la ciudad se presentaba en una mesa de disección, nos mostraba sus entrañas, su sexo enfermo y su mente esquizofrénica.

Llegamos al callejón y pasamos bajo un marco de multiplicidad sorprendente. Dejabas una ciudad en decadencia y entrabas al cúmulo, al sitio donde los residuos de dicha ciudad se escondían para pasar la noche. Caracas se reflejaba en su más grotesca presentación. No en forma peyorativa, sino en forma caótica. Un piedrero habla con una prostituta que no podía guardar su falo bajo sus pantaletas, lo movía, lo arreglaba, trataba de ocultarlo en sus nalgas pero igual quedaba visible y prensado a sus shorts color plata. El piedrero dice, “mami, ¿vas a poder?” y ella responde “en un ratico, papi, que tengo otro trabajito más arriba”. Así nos recibía el callejón.

Mientras bajábamos al local podíamos notar, acostados en las paredes, hablando, riendo, fumando, a una ciudad que en el día no se ve. Muchas veces al mencionar esta anécdota ante otro grupo de conocidos o familiares existía una reacción constante en cada uno de ellos: una mirada extrañada que venía acompañada de comentarios peyorativos, de preguntas sobre el porqué de mi ida, de exclamaciones que guardaban cierto recelo. Los individuos poseen un miedo incontrolable a lo desconocido, porque esto puede ser cualquier cosa y no se encuentra anclado a un concepto, a una categoría, que permita conocer y encerrar en un espacio seguro eso que no se conoce. Todos han escuchado de las prostitutas y travestis que apuñalan clientes en la Av. Libertador, de los drogadictos que roban a punta de navaja zapatos, carteras y teléfonos, de los habitantes de la calle que huelen a un sudor añejado. Todos han visto a estos seres de día con el rostro apaciguado, triste y melancólico; con expresiones animales que producen miedo en sus espectadores que buscan una ruta segura entre su trabajo y el hogar, pero nadie los ha visto reírse, ni disfrutar de un momento, ni, aunque extraño, pactar un encuentro sexual e, indudablemente, sentimental. Esas prostitutas son el hogar cálido de hombres que han sido despojados de su humanidad.

El alcohol permite una desestructuración de la realidad. Ya no hay miedo, solo adrenalina. Un par de cervezas y la ciudad que hace poco se te presentaba diseccionada sobre una mesa de la morgue se transforma en otro ser lleno de cosas múltiples, que posee piernas negras y brazos albinos, labios inmensos y ojos achinados. No es un cuerpo uniforme, es la reunión de restos, de intentos, es una ciudad monstruosa que produce terror ante los que no la conocen y ante sus creadores. Salíamos del local frecuentemente a fumar. Cigarrillos y humo bajo el ruido de las conversaciones y del concierto de una Drag Queen que se presentaba en el callejón aledaño. Un amigo quiso adentrarse en el espectáculo: visitó las discotecas “de ambiente” que se encuentran entre los callejones de Sabana Grande, bailó y bebió, mientras nosotros seguíamos conversando en la puerta del local.

El tiempo también se desencaja: en el segundo que bebes un trago de cerveza y realizas una calada al cigarrillo puede ocurrir la muerte, el nacimiento o el éxtasis de cualquier otro. Los segundos son horas y las horas pueden a llegar a significar vidas enteras. En ese mismo momento que salimos a fumar, que mi amigo se encontraba bailando y la Drag Queen realizaba su espectáculo, ocurría en la esquina del callejón una situación inverosímil: se encontraban frente a frente dos hombres y una mujer que los acompañaba. Se podía ver en el movimiento de sus labios una discusión y en sus ojos exasperados y vidriosos la extraña lectura que podía tener cada uno sobre ese momento. Uno de ellos, con gotas de sudor que bajaban desde su cabello corto por los caminos de su sien, se quita la camisa mientras empuja al otro. La mujer asustada trata de calmarlo y es empujada al suelo con una mirada que exclamaba: “quítate, maldita”.  El otro sujeto se sobrepone del empujón mientras saca un puñal de su bolsillo. Lo enseña, lo raspa contra el suelo provocando incertidumbre con el sonido de la hoja metálica ante el asfalto y, consecuentemente, lo inserta en la costilla izquierda del sujeto sin camisa. Todo ocurrió en un segundo, en el tiempo que dura el humo en tus pulmones y la cebada en tu laringe, en el grito estático de la Drag Queen cantando alguna canción de Karina y nadie lo notó. La lógica cinética del callejón se mantenía y las conversaciones no se detuvieron ante el pecho sangrante de aquel hombre. El cigarrillo se acabó y antes de entrar nuevamente al local noté una extraña reacción en lo ocurrido: el hombre que sangraba por su costilla fue tratado por la mujer que segundos antes se encontraba en el suelo. Ella le presionaba la herida con un suéter. El que realizó la puñalada lo abrazó y le pidió disculpas ante de irse en la dirección contraria a aquella pareja que simulaba una caminata por las calles parisinas: abrazados, con ella presionando la herida y él, sonriente, agachaba su cabeza para besar su frente.  

Allen Ginsberg comienza su poema “Howl” recitando:

He visto las mejores mentes de mi generación

destruidas por la locura, histéricas, famélicas

desnudas, arrastrándose de madrugada por

las calles de los negros en busca de un colérico

pinchazo, cabezas de ángeles hípsters ardiendo

por la antigua y celestial conexión al estrellado

dinamo de la maquinaria nocturna.

No sabemos que mentes se esconden en ese callejón para pinchar sus sueños, no sabemos si los grandes artistas de esta ciudad se vieron empujados a la calle para vivir, no sabemos si los pensadores de una ciudad decadente están sentados en ese callejón, olvidados y despojados de toda humanidad y de la mayor de las libertades: la posibilidad. No todos serán eruditos, ni expresivos en las artes, habrán muchos que sólo son adictos a la noche pero queda, entre nosotros, la duda de quién, entre todos ellos, es el artista que no pudo ser y que se resguardó en esos mosaicos de cemento. En países como Venezuela los individuos se ven sumergidos en un lago negro de imposibilidades donde ellos no se dan cuenta que se ahogan y se dejan llevar, tenuemente, por la corriente. No hay espacio para los sueños. Nadie sueña en Venezuela, crean pesadillas que ven hechas realidad al momento de despertar. No es necesario adentrarse en las oscuras catacumbas de la ciudad para notar que el pensamiento se esfumó, que la mente no sueña, ni suspira por una posibilidad, que el cuerpo animal tomó fuerza para gritar por el estómago abombado de los niños hambrientos y que, viendo que con la palabra desaforada no obtiene respuesta, recurren al gesto de rasgar y comerse al otro. No hay lenguaje que pueda codificar el pesar del hambre, no hay letras ni palabras que logren representar el delirio del hombre que no sueña.

La escritura, como dije en un principio, parte de los elementos que funcionan vectorialmente y se complementan uno a otro: la experiencia y la memoria. Escribimos lo que logramos recordar de nuestras vivencias y esto no quiere decir que la escritura emule la realidad ocurrida, porque cuando esa realidad se codifica a través del pensamiento humano puede transformarse en millones de escenarios. No hay límites para la escritura, ni necesidades imperantes sobre la misma. Las fronteras creadas por la cultura se difuminan al momento de entrar en el texto literario; puede ser todo o, simplemente, nada. O transmitir en esa nada el signo de todo.

La palabra es un medio de transmisión que parte de la decodificación que hace el individuo, desde su interioridad, de una realidad que se presenta como inamovible. Todas las expresiones artísticas, como la escritura, son poseedoras de un constante e infinito proceso de semantización y codificación. Un texto obtiene una multiplicidad de lecturas que le brindan una semantización distinta cada vez. No es estático, ni es parte de un sólo significado, es parte de la lectura caótica que realiza la mente humana. Y, partiendo de esto, el oficio de la escritura en Venezuela no es crear soluciones a partir de un texto, ni desentrañar el pelaje musgoso de una sociedad, ni crear otro tipo de individuo. A mi parecer el oficio está en crear, desde el mundo literario, el retorno a los sueños.

Mi nombre es José Miguel Ferrer, tengo 20 años y aunque nací en San Cristóbal, tengo la mayoría de mi vida viviendo en Caracas. Soy estudiante de Letras en la UCAB y voy por el 7mo semestre. Siento cierta atracción por narrar lo que ocurre en Caracas, aquello que se ha vuelto tan común pero que a simple vista son situaciones extrañas que pocas personas, fuera de este caos, logran entender.

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Guayoyo en Letras