Cinco claves para acercarse al filme Mi querido dictador (2018)

Hay un segmento del filme Juegos de guerra, de John Bodham, en el que unos agentes del FBI concluyen que David (Mathew Broderick) tiene el perfil para ser reclutado como espía por los rusos, pues es inteligente, pero es un estudiante holgazán, que, además, no se lleva bien ni con sus profesores y, para colmo, ni siquiera con sus padres.  Nadie, desde luego, cree que David penetró los programas de misiles norteamericanos por error mientras creía jugar videojuegos.

La sátira Mi querido dictador, de Lisa Addario y Joe Syracuse, participa de la misma idea: la rebelde Tatiana (Odeya Rush) siente vergüenza de su mamá por tener un romance con un hombre casado que, además, la menosprecia. En el peor de los casos, Tatiana tampoco se siente a gusto en clases, pues es vista como un bicho raro por las muchachas populares de la secundaria y por sus profesores, sobre todo a causa de la admiración que profesa por los Jemeres Rojos camboyanos y, antes que nada, por el cruel dictador comunista Anton Vincent (Michael Caine), con quien mantiene contacto a través de cartas, y a quien dará refugio después de ser derrocado. Toda vez instalado en este hogar de mujeres solas, Vincent explotará las frustraciones de ambas mujeres para su provecho.

Por lo que toca al resentimiento como motor de la política venezolana, posiblemente nunca habrá un caso tan sincero y esclarecedor como el  que protagonizó la vicepresidenta Delcy Rodríguez, cuando dejó entender, en el programa de entrevistas de José Vicente Rangel, que la revolución es una venganza personal por el asesinato de su padre a manos de agentes de seguridad del Estado en 1976.  Las palabras, sin embargo, evocan tanto un significado como una historia de su uso y, que se sepa, toda venganza es programada, metódica, y se dispone a destruir.

Un dato conceptual revelador: reza el adagio popular que la venganza se sirve en un plato frío. Como se ve, acostumbramos a metaforizar la venganza como comida que nutre y da placer a quien la ejecuta.

La astucia y la vocación totalitaria del cerdo Napoleón de la clásica sátira de George Orwell Rebelión en la granja, a mi modo de ver, tiene su coronación en el momento cuando adopta los cachorritos. Orwell sabía bien la importancia que cumplían las juventudes dentro del Estalinismo. Ellas eran la renovación sin memoria, el reseteo necesario contra quienes recordarían los ideales iniciales de la revolución. Esta docilidad es entrevista por Vincent en la pueril Tatiana. De allí que, a la luz de Maquiavelo, la instruya sobre cómo llevar a cabo un golpe de Estado en la secundaria: a) ejecuta una acción que transgreda el estado quo, b) divide en facciones, c) haz que reine la confusión, y, finalmente, d) restablece el orden con tu autoridad. Tatiana es el sujeto acrítico ideal para convertirse en su mejor aliado. Un parangón de esto perfilándose en el horizonte del espacio político venezolano es, a no dudarlo, la Misión Chamba Juvenil, cuya rebeldía responde a los cálculos del gobierno, de manera similar a la Cuba revolucionaria que retrata Canek Sánchez Guevara, el mordaz nieto del Che Guevara,  en su novela póstuma 33 revoluciones: “por primera vez asiste al bello espectáculo de la manifestación espontánea, no al disco rayado del evento programado”.  

Es harto conocida la fábula del escorpión que aguijona a la rana luego de que lo había ayudado a cruzar el río. La moraleja se debe pronunciar con rotundidad: el escorpión nunca cambiará su naturaleza. Al inicio de Mi querido dictador, se alternan momentos de Tatiana en clases con segmentos en los que se pone ante nuestros ojos el terror que impone Vincent en la república bananera que gobierna: la corrupción, la hambruna a la que somete a su pueblo, las adulaciones de quienes lo acompañan, y los fusilamientos exhibidos como práctica intimidatoria, en semejanza al suplicio examinado por Michel Foucault en los primeros capítulos de Vigilar y castigar. Vincent tiene esa capacidad única de los dictadores de trastocar la realidad hasta convertirla en un baño de sangre, al tiempo que se victimizan ante el mundo.

He aquí una variación de la fábula del escorpión: el dictador interviene en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas para presentarse como la víctima de un complot internacional. Ni siquiera ha terminado de desvestirse tras llegar al país cuando su policía política secuestra, en el mismo aeropuerto  al que él arribo, a un consejal opositor a su gobierno. Tan solo unos pocos días después, este consejal aparecerá muerto bajo la lábil sospecha de haberse suicidado al lanzarse del piso 10 de una de las sedes de la susodicha policía pretoriana.

En cualquier caso, conviene recordar que aunque el concepto ‘secuestro’ implique por si solo la noción de asesinato, por cuanto el secuestrador está determinado a borrar a la víctima de la faz de la tierra si no se satisfacen sus demandas, en lo que atañe a la política puede tener finales más abyectos, pues además de que no está mediado por la recompensa, el victimario pretende ostentar su poder de decidir quién vive y quién no. En estos términos pragmáticos,  el victimario pretende proyectar un caso ejemplarizante de lo que le puede pasar a quien lo desafíe. Para decirlo tomando como intertexto la novela de la escritora chilena Nona Fernández sobre la dictadura de Pinochet, el metamensaje del victimario es que a quien se le oponga nadie lo salvará de un viaje sin retorno a la dimensión desconocida.

Para mejorar su imagen ante el mundo, Vincent se hace acompañar de un fotógrafo que captura su imagen mientras besa niños en las calles y cuando, con machete en mano, se interna en los cultivos junto a los agricultores. Vincent es un gran escultor de su imagen. Sabe aquello de que una imagen vale más que mil palabras. Evidentemente, acá se abre un abismo entre el decir y el hacer, que a todas luces se ajusta a la formulación del lenguaje propuesta por Stalin al afirmar que la forma es flexible y está desprovista de un significado ulterior, lo que implica que, como Tzvetan Todorov lo recuerda en La experiencia totalitaria, la ideología no es sino una máscara.

Constantemente, circula la pregunta sobre si el gobierno venezolano tiene esta o aquella ideología. Algunos dicen que es comunista, otros dicen que es neoliberal. Al menos desde el ángulo sociocognitivo que estudio, sostendré sin ambages que no identifico ninguna definitoria. Como la entiendo, la ideología es un conjunto de ideas o conceptos, que se asocian a valores y que determinan la forma en la que el sujeto ideológico concibe la existencia y en la que se relaciona con los demás. La comprensión del mundo y el hacer en él están filtrados por la ideología del individuo. No hay fisura, ni zanja, que separen estas ideas de cómo esta persona asume la vida. Una mujer que es religiosa, por ejemplo, puede creer que su hija arderá en el infierno si ha perdido la virginidad antes de haberse casado. No bromea con eso, realmente se lo cree. De manera similar, una muchacha convencida de la lucha por los derechos de la mujer en una sociedad netamente patriarcal de seguro interpretará novelas, filmes, y lo que se le ponga por delante, como  espacios que tensan la lucha por la igualdad de género, mientras que cualquier otra persona interpretará algo distinto. Por lo demás, lo más seguro es que la muchacha se convierta en una activista por los derechos de la mujer.

Una ideología racista, digamos, no solo se sirve del lenguaje para metaforizar a los negros como animales inferiores (monos) o como agentes infecciosos (bacterias), sino que, en principio, se sirve de él para expresar de manera velada que se percibe a sí mismo como superior. En esta línea argumentativa, nada resultará más coherente que encontrar a un racista pensando que el mundo es un lugar decadente, debido a que un negro alcanzó la presidencia de la república, o encontrarlo instituyendo un sistema apartheid para mantener al negro tanto a distancia física como al margen de las esferas del poder. Advierto que, por lo pronto, el hecho de que algunas ideologías se funden en prejuicios o en sofismas se encuentra al margen de esta nota, por cuanto lo central acá es explicar la forma objetiva en que opera la ideología. Otro caso ejemplar de este funcionamiento lo encontramos en las páginas del ensayo Creer y destruir: los intelectuales en la máquina de guerra de las SS,  en el que el historiador francés Christian Ingrao pormenoriza el surgimiento de la ideología que sostuvo al nazismo y lo condujo a las prácticas genocidas contra judíos, gitanos, y otros grupos sociales.

Si, en cambio, un político vocifera a los cuatro puntos cardinales que Venezuela tiene el mejor sistema educativo del planeta, pero toda su familia se encuentra estudiando en las universidades más prestigiosas del extranjero, es claro que no cree en lo que dice, que miente cínicamente, que sus palabras son cascarones que emite por simple conveniencia de permanecer en el poder. Lo mismo vale si sentencia que es un defensor de los trabajadores, pero apenas parpadea elimina todas las convenciones y contratos colectivos. El sujeto ideológico, en cambio, actúa en conformidad con lo que piensa porque tiene la convicción de que actúa de manera correcta, es decir, piensa que adhiere los auténticos principios morales por los que se debe regir el mundo. Un aditivo que cabría considerar en política es el componente utópico, pues el sujeto ideológico conserva la fe de que ha encontrado la fórmula que garantizará el bienestar de la sociedad. En el caso de Maduro, por contra, parece tener vigencia aquello de que el poder en sí mismo es un afrodisiaco, a lo que, por supuesto, debemos añadir el dinero.

Un hecho no menos remarcable: mientras que los capitalistas no tienen empacho en admitir que existen países capitalistas, los comunistas, al contrario, mantienen con despecho que ni lo de Stalin, ni lo de Mao, ni lo de Fidel, ni lo de Chávez, ni lo de Maduro, puede ser aceptado de verdadero comunismo. Quizá debamos tomarle la palabra y complementarlas con la observación según la cual el comunismo entra en graves contradicciones, visto que solo es el camino más largo al capitalismo, claro está, no sin antes haber enriquecido a la nomenklatura en el poder de manera acelerada y sin haber sudado la frente.

En su compendio de ensayos Sobre literatura, el semiólogo italiano Umberto Eco echa en falta que Ludovico Silva solo dedicara unas pocas líneas al estudio del estilo literario de Marx en el Manifiesto comunista. A su juicio, la contundencia de este libro de escasas páginas estriba en su tono irónico, las explicaciones nítidas, los eslóganes certeros, y en una sobrecogedora grandilocuencia que empalmaba con la concepción romántica del mundo y el auge de la literatura gótica en Europa por 1848.

De regreso al filme Querido dictador, detengámonos en esta arenga de Anton Vincent a Tatiana: “tus compañeros son burgueses y tú eres el proletariado. ¡Levántate y conquista!” A no dudarlo ni un instante, un dictador sabe echar mano de recursos lingüísticos y conceptuales para imponer su voluntad de forma velada. Puede, pongamos, hacer que un ciudadano humillado y violentado por el propio dictador se conciba a sí mismo como un prócer, pues batalla a muerte en una “Guerra Económica” desatada por los enemigos de la nación (el imperialismo, el gobierno colombiano, la derecha internacional, o a quien le toque el turno).

El filólogo Victor Klemperer anotó en sus diarios un caso que nos puede resultar luminoso para el punto que discutimos: durante la fase final de la derrota de los nazis, aún había alemanes que creían que Hitler sacaría la nueva arma que pondría fin a todo el sufrimiento y a todos los reveses sufridos por Alemania hasta entonces. Así pues, si un sujeto ideológico conserva la fe aun cuando las bombas descienden sobre su cabeza, más ligero se hincha de narrativa épica alguien que enfrenta una guerra inexistente, apenas generada por el discurso gubernamental.

 

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