Sin dramas y con ganas
“Los divorcios se elaboran en el cielo”. Una de las cosas que más anhelé desde niña fue poder caminar por el pasillo central de la iglesia tomando la mano de mi papá, luciendo un hermoso vestido blanco y que en el primer pedestal del altar estuviese esperándome al que yo llamaría “el amor de mi vida”. A esto luego se le sumaría la casa, los hijos, el perro y los éxitos profesionales, nada que la sociedad no me vendiera como el pack ideal para vida de una joven del Siglo XXI.
Me adapté al plan: conocí a un hombre, me enamoré, hice planes, me casé, quedé embarazada y me divorcié -hablo solo en primera persona porque dada las pruebas fueron procesos bastante solitarios- todo en un tiempo exagerado de tres años.
Cuando conocí a mi exesposo, venía de una relación que me había dejado débil y un tanto resignada a vivir sobre la marcha, ya que me había parado frente al hombre que más había querido y en un acto de valentía racional le aseguré que no podíamos continuar juntos.
¡Vaya proeza! Lloré los siguientes ocho meses, pero la verdad no lograba imaginarme al lado de una persona sin ambiciones y con muchos temas familiares por resolver, situaciones que conocía de cerca y que me asustaban. Lo irónico fue caer en una relación con alguien con antecedentes peores.
Cada día que pasa me convenzo más de que en Venezuela debemos dejar de satanizar el libre pensamiento de las mujeres, no debemos ser castigadas por querer algo diferente a lo que la sociedad vilmente nos impone. Mi lucha no es feminista, pero sí creo que somos un país hipócrita que enaltece a las mujeres “con güáramos” mientras que, de forma paralela, buscan silenciar -muchas veces hasta justificar- las vejaciones y maltratos hacia nuestro género y peor, una vez roto el silencio nos cambian el rol de víctimas a victimarias. Al final o nos lo merecemos o somos malas.
Tenía 21 años cuando recibí el primer insulto; casi 22 cuando me golpeó por primera vez; 23 cuando me casé; 24 cuando tuvimos nuestro primer hijo; 25 cuando me divorcié; cumplí 26 años teniendo dos meses viviendo en Santiago de Chile.
Muchas personas pueden llegar a creer que todos los venezolanos que migran tienen como razón principal la situación país -no voy a negar que sin duda es un gran impulso para escapar en busca de paz, llámese estabilidad, calidad de vida, dinero, crecimiento profesional o caminar por la calle en tranquilidad- pero no fue mi caso.
Lidiar con los episodios de violencia que aún se mantenían pese a la separación (el maltrato no es solo físico sino también psicológico), con la mantención de mis dos hijos, la culpa de haber permitido que sucediera todo lo que pasó, trabajar mi estúpida creencia en que debemos vivir un cuento de Disney, mi familia, un divorcio y mis ganas de no rendirme ante mis propósitos personales a pesar de todo el drama que estaba enfrentando, fue lo que me hizo ver a Chile como el puente para alcanzar la sanación, la calma y la fuerza para luchar por mis sueños.
Empaqué mi vida y la de mis dos hijos -el mayor tenía un 1,6 años y la menor 5 meses-, me despedí de todo lo que había construido hasta ese momento y tomé un avión directo a la libertad. Mi hermana nos esperaba en Santiago, pero al mes me notificó que se devolvía a Venezuela ya que no se había logrado adaptar, de nuevo la sensación de miedo me atacaba, el desconcierto de no saber si estaba haciendo lo correcto y las ganas de huir y volver en 20 años se apoderaban de mí.
Era una Mamá Sin Drama de dos pequeños, migrante, divorciada que se había quedado sola en una ciudad que se encontraba a 4.707 kilómetros de distancia de su casa. No había opción, tocaba construir un hogar desde cero en el país más austral del mundo.
Fue ahí cuando comenzó la verdadera aventura, esa misma que te invito a seguir para que descubramos juntos/as que no está mal creer en que los amores “dulces y bonitos” existen, que divorciarse no es sinónimo de fracaso, que por ninguna razón nos “merecemos esos golpes”, que podemos convertirnos en un monstruo peor de aquel que tememos si no escapamos a tiempo, que lo ideal es criar en pareja pero que si nos toca hacerlo solas vamos a poder y que sea lo que sea que vivas en este momento ¡va a pasar! Porque todo en la vida pasa.
Hoy mi mayor experiencia es en ser una mamá migrante que entendió que debía ser la número uno de su top, porque si ella no estaba bien, no podría brindarle bienestar ni a sus hijos ni a nadie.
Limpié mi forma de ver la maternidad -y el matrimonio- de todos los prejuicios y carencias que la sociedad nos impone y es lo que busco compartir desde una mirada respetuosa que acepta y disfruta el debate con otros pensares.
Después de cuatro años he confirmado lo que Oscar Wilde escribió para su personaje Algernon en la obra “La importancia de llamarse Ernesto”, definitivamente el divorcio es cosa celestial, es la oportunidad que tenemos los hombres y mujeres para comenzar de nuevo, para abandonar causas perdidas y ganar la mitad de los bienes. En mi caso, fue la salvación y el impulso de tomar nuevos caminos. Sin duda, debe de haber algo de Dios en eso.
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