Complicaciones de una vida destruida

Es complicado. Desde cualquier punto de vista, es complicado. Salir de tu casa, dejar a tu gente, despedirte de tus cosas, decirle adiós a ese araguaney que estaba entrando a la urbanización y que florecía cada año, escoger solo dos pares de zapatos, dejar a tu perrita, saber que ahora el mango dejará de ser “la fruta de los pobres” para convertirse en una exótica. Es complicado.

Crecí en la primera ciudad planificada de latinoamérica -ese es nuestro dato, el orgullo de todo aquel que nació en esa localidad tan joven- Puerto Ordaz es ejemplo de la coexistencia de las culturas en Venezuela. En 1961 nadie era de ahí, habían carcavas, cerros, sabana y el terreno idóneo para que la corporación industrial y minera más grande del país se presentara como la opción de crecimiento económico, esa que nos salvaría cuando el precio del barril del petróleo cayera. Así proyectaron en el futuro a la Corporación Venezolana de Guayana (CVG), el día que Orinoco Mining Company dijo: ven, hagamos crecer al país.

Es complicado ver que eso que tanto se ideó, planificó y soñó, no fue más. La que un día fue una ciudad planificada, en crecimiento, limpia y hermosa, se convirtió en el reflejo de una sociedad en decadencia, víctima de un Gobierno que logró quebrar todas las empresas básicas. No importó si teníamos hierro, bauxita, aluminio, carbón, oro, diamante… o el río Caroní. Hoy es complicado ver que nada de eso con lo que creciste está.

  • No entiendo por qué no te gusta el calor, ¿de qué ciudad de Venezuela eres?, pregunta cualquier chileno que cree que todos los caribeños amamos las altas temperaturas
  • Soy de Puerto Ordaz y allá el calor no es como el de aquí, es diferente, respondo siempre.

¿Cómo explicar que nuestro calor es húmedo? Que sí, te hace sudar pero al combinarse con los vientos del Caroní, te refresca. El sol se impone por encima de los cerros, pero los abundantes robles, ceibas, josefinas y apamates brindan la sombra suficiente como para que te provoque guindar una hamaca en cada esquina. Es complicado.

Eso tampoco me entró en la maleta, lo intenté pero no lo logré. Una de las mayores culpas que enfrenté con mis dos hijos cuando decidí venirme a Santiago fue esa, la de sentir que les estaba negando la posibilidad de conocer ese calor, esa energía, esa brisa, esa ciudad que una vez fue hermosa. Pero eso también, en ese momento, era complicado de explicar.

Para mi Puerto Ordaz había dejado de ser la ciudad bonita en la que crecí, no solo por haber sido socavada por la ambición de unos pocos, sino porque se había vuelto un detonante permanente de mi dolor, de mis naufragios como mujer, de mi ira. Yo también había dejado de ser.

Mi casa, mi colegio, mi universidad, los lugares en los que trabajé y aquellos en los que alguna vez quise entretenerme, todos habían sido testigo de mi dolor, era inevitable no quebrarme cuando volvía a ellos. Me cuestionaba la coherencia de todos los que hablaban de “recuperar el país” cuando las cifras de mujeres víctimas de violencia de género aumentaban sin control, sin plan de ataque, sin que nadie se preocupara por ellas… por nosotras.

Reconocerme como parte de las cifras también fue complicado. Era un dolor que me quemaba el pecho, me dejaba sin aire, me hacía sentir que en algún momento mi cabeza explotaría como una de esas bombas con las que la Guardia Nacional Bolivariana de Venezuela (GNB) ataca a esos miles de estudiantes que solo quieren respirar en un país renacido en libertad.

Debía ser fuerte, mantenerme de pie como un roble, ser sombra, protección, templanza, pero estaba rota por dentro. Obviamente, era complicado.

A mi vida le había pasado lo mismo que a Puerto Ordaz. Había sido una niña y una joven con un futuro prometedor que soñaba con documentar las historias de sobrevivientes en la frontera de Gaza; con un carisma cautivador que le permitía poder elegir al mejor postor; y con el respaldo de una familia que solo quería su bienestar, verla alcanzado su sueño. Yo también fui la apuesta de muchos, también me divisaron en la cima. Pero mis ojos también perdieron su luz y brillo.

En algún punto de mi vida llegó una figura que prometió cambios, grandezas, una alfombra mágica directa a esa meta. Comencé a quererlo confundiendo todo, amor con dependencia, maltratos con “es por tu bien”, “te perdono” con los “tengo miedo”. Él -aunque fuimos los dos, solo yo alimenté ese poder- de a poco comenzó a destruir ese lugar bonito, ese templo de alegría que era mi vida… comenzó a acabar conmigo.

La temperatura de mi cuerpo había cambiado, ya no sentía ese calor sabroso que me hacía bailar calipso en la avenida Gumilla cada febrero. Había peligro, miedos, desdén, abandono. Mi vida era el reflejo esa ciudad destruida.

Complicado, salir de ahí era complicado y más porque todo estaba en mí. Creí que dejando la ciudad que me vio nacer todo se me haría más fácil, no comprendía que era un detalle pero no la razón de mi dolor. No empaqué esa realidad en mi maleta, solo se coló.

Cada verano en Santiago recuerdo esos vientos vividos en el Caroní, pero ahora no siento miedo. Lavé mis culpas, perdoné mis errores, quité responsabilidad y despedí al opresor. Levanté mi voz para que esas mujeres que, como yo en su momento, sienten temor y se atrevan a decir “¡basta!,”, convirtiéndose así en las líderes del cambio de esa ciudad, de ese país, de esa libertad que sus mismas vidas representan.  No quise ser como Puerto Ordaz y a diferencia de mi ciudad, dependía solo de mi no serlo.

Puede que sí, que sea complicado ver la basura cuando se está sumergida en ella, anhelar el pasado cuando el presente te absorbe y el futuro se vuelve intermitente. Quizás sea complicado no culpar a los demás por no querer aceptar que siempre tenemos la opción de no callar. Es probable que no siempre se caiga en la trampa cuando se está desesperado. Puede que no queramos ser como Puerto Ordaz, símbolo de los abusos, los golpes, las mentiras, el odio; quizás los pasajes para escapar sean muy caros, pero muchas veces es la única opción que tenemos: huir para encontrarnos, de lo contrario podemos no llegar a despertar. Puede ser complicado volverse a amar, pero nunca será imposible.

Seamos esa ciudad bonita que queremos volver a ver y donde queremos volver a estar.

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