La muerte del Libertador
El 16 de mayo de 1830, Simón Bolívar se embarcó en Honda y al arrancar el champan de la playa, pasó a la popa de la nave. Con su sombrero, hizo un ademán de adiós a todos quienes se habían reunido para presenciar su partida.
Las embarcaciones descendieron lentamente por el río Magdalena en dirección a Mompox. Al pasar por las poblaciones de Barrancas, el Banco y Tenerife, revivió los momentos estelares de su vida. La simple vista de aquellos lugares, donde tan solo 17 años antes, apenas comenzaba su prodigiosa carrera como caudillo de la libertad, despertó recuerdos de un ayer distante y absurdo.
El tiempo en esta vida había terminado para él, de eso estaba seguro pues su cuerpo le fallaba. El desprecio e ingratitud de sus conciudadanos devastó el camino construido con tanto esfuerzo, además de mancillar la fama cosechada de gloria en gloria en los campos de batalla. El Libertador moría en vida mientras la barca navegaba tranquilamente aguas abajo por el Magdalena. En su mente revoloteaban recuerdos aflorando emociones. El proyecto por el cual dio su vida se desmoronaba; Colombia la grande no era más que una ilusión, un espejismo desaparecido ante su vista incrédula tras la Convención de Ocaña.
Durante aquellos días de reflexión, recibió una noticia demoledora. El 1 de julio, por correo de Bogotá se enteró que el Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, el más talentoso de los generales de Colombia y uno de sus más fieles amigos, fue asesinado en el estrecho de Berruecos mientras marchaba en dirección a los departamentos del sur. Al enterarse de la mala nueva exclamó consternado: -Dios excelso, se ha derramado la sangre del inocente Abel.-
Otro golpe que afligió su espíritu fue recibir, a los pocos días, la última carta escrita por el General Sucre. En ésta, con palabras de cariño y admiración, el Gran Mariscal se despedía de su jefe y amigo, pidiendo disculpas por no llegar a la capital antes de su partida.
-Cuando he ido a casa de usted para acompañarlo, ya se había marchado. Acaso es esto un bien, pues me ha evitado el dolor de la mas penosa despedida. Ahora mismo, comprimido mi corazón, no sé qué decir. Mas, no son las palabras las que puedan fácilmente explicar los sentimientos de mi alma respecto a usted; usted los conoce, pues me conoce mucho tiempo y sabe que no es su poder, sino su amistad, la que me ha inspirado el mas tierno afecto a su persona. Lo conservaré cualquiera que sea la suerte que nos quepa, y me lisonjeo que usted me conservará el aprecio que me ha dispensado. Sabré en todas circunstancias merecerlo.-
Se despidió Sucre de Bolívar, quizás intuyendo la muerte de alguno de los dos, diciendo: -Adiós mi general; reciba usted por gaje de mi amistad las lágrimas que en este momento me hace verter la ausencia de usted. Sea usted feliz y en todas partes cuente con los servicios y la gratitud de su más fiel amigo.-
El asesinato del Héroe de Ayacucho, así como leer sus palabras en aquella epístola, se convirtieron en el traumatismo moral que determinó el agravamiento de las dolencias y decadencia de su organismo. Por ello sus amigos rogaron encarecidamente que abandonara Cartagena buscando un mejor clima en beneficio de su maltrecha salud, que empeoraba con el paso de los días.
Antes de irse de Cartagena sentía intensos dolores en el bazo e hígado, al principio los pensaba efecto de la bilis, pero entendió que su malestar no era causado por el inclemente y caluroso clima del territorio sino por algo peor.
Su estadía en Soledad, y luego en Barranquilla, no hicieron más que agravar sus padecimientos. Por ello el enfermo, en un acto desesperado, solicitó al Gobierno de Bogotá emisión inmediata del pasaporte necesario para salir de Colombia con el fin de tratarse con médicos competentes.
-Ruego a usted- le decía al Presidente Rafael Urdaneta- que me mande un pasaporte, aunque puede suceder que llegue tarde; ya que estoy todo el día en cama por debilidad; el apetito se disminuye y la tos o la irritación del pecho va de mal en peor. Si sigo así no sé qué será de mí, y por consiguiente no puedo aguantar.-
Al mismo tiempo escribía también al general Mariano Montilla, personaje de su más estricta confianza, lo siguiente: -Necesito con mucha urgencia de un médico y ponerme en curación para no salir tan pronto de este mundo.-
Emprendió entonces Simón Bolívar el que sería el último de sus viajes. Se embarcó una vez más para llegar a las costas de Santa Marta la tarde del 1 de diciembre de aquel año, ese que no vería terminar.
En el muelle esperaban autoridades de la ciudad junto a don Joaquín de Mier, respetado hidalgo español que le serviría de anfitrión. El Libertador vio como en sus rostros se dibujó un gesto de profunda lastima al observar los vestigios del hombre que alguna vez fue. Verlo era enfrentar la muerte a la cara, un ser enflaquecido, casi raquítico, acabado y cuyos ojos, brillantes por los delirios de la fiebre, eran único signo de vida en aquel cuerpo descarnado y de rodillas temblorosas al que le era imposible tenerse en pie.
Esa noche se le instaló provisionalmente en la antigua casa del consulado español y por primera vez fue visitado por el médico francés que lo acompañaría hasta el último día de su existencia, el dr. Alejandro Próspero Reverend.
Deseoso de respirar aire de campo, la mañana del 6 y a pesar de las protestas del galeno, Bolívar solicitó un coche para ser trasladado a la quinta San Pedro Alejandrino.
Tres semanas después, en aquella casa, el 17 de diciembre de 1830 y hace hoy 188 años, el Libertador expiró su último aliento a la 1:03 de la tarde.
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