El sucesor
Delegaciones extranjeras, la corte de ministros y una parte de la ciudadanía atendieron a las festividades organizadas, en julio de 1883, por el general Antonio Guzmán Blanco para celebrar el centenario del nacimiento del Libertador Simón Bolívar. En aquella ocasión el Presidente de la República se mostró cordial, sonriente, complacido e irradiando felicidad.
Luchó contra la falta de recursos para cuidar los detalles de las obras que construyó, magnificas edificaciones como el Capitolio; el Panteón Nacional; el Teatro Municipal; el Ferrocarril; el Templo Masónico; la Plaza “El Venezolano”; la Basílica de Santa Teresa; y la estatua ecuestre del Libertador; fueron proyectos que desafiaron los tiempos por venir y aún se pueden ver en pie. Roca sobre roca, garantizó la presencia de su legado y plasmó su nombre para la eternidad en la historia de Venezuela. Ya nadie recordaría a sus enemigos sino al caudillo de la “Revolución de abril”.
En abril de 1884 terminó el quinquenio. Su recompensa luego de su segundo gobierno fue una vida plagada de lujos en Paris y el deleite con los encantos de la “ciudad de la luz”. Allí descubrió una nueva fórmula para gobernar. Desde la distancia vio como los caudillos regionales, sus enemigos y los viejos compañeros de combate en la Guerra Federal, fueron perdiendo sus ánimos conspirativos. Éstos se vigilaban los unos a los otros para informarle al “Ilustre Americano” sobre los pasos y pensamientos ajenos. Para ellos resultaba mejor sumarse al coro de alabanzas que perder su influencia, puestos o sumirse en la pobreza para morir de hambre.
Antes de abandonar el país rumbo a Europa, Guzmán Blanco tenía un problema que le quitaba el sueño en medio de tanta gloria. En aquella ocasión debía escoger cuidadosamente a su sucesor; ya no podía confiar en los vínculos del compadrazgo o muestras de zalamería, no después de la traición del general Francisco Linares Alcántara. En ese instante debía escoger sabiamente a un hombre de su estricta confianza, tarea sumamente difícil en aquellos tiempos.
Desde principios de 1884, la prensa planteó el problema de las aspiraciones presidenciales que brotaban en el seno del Partido Liberal Amarillo. Ya para el mes de abril se perfilaban seis candidatos para la sucesión presidencial entre los cuales se encontraban los generales Vicente Amengual, Jacinto Lara, Venancio Pulgar y Joaquín Crespo; y los doctores Juan Pablo Rojas Paúl y Francisco González Guinán, quienes eran considerados como -los verdaderos guzmancistas puros.- ya que el “Ilustre Americano” no aceptaba guzmancistas a medias.
De todos estos personajes fue el general Crespo quien se pronunció de primero, mediante una hábil declaración supuestamente redactada por el dr. José Ramón Núñez. La mencionada comunicación dice lo siguiente:
-Si siempre he considerado la Magistratura de Venezuela como un escollo peligroso para la inexperiencia gubernativa, como carga onerosa para hombres de probada resistencia, tratándose del caso presente de sustituir el Poder al hombre extraordinario que parece haber recibido del destino el secreto de enfrentar la anarquía, de crear el progreso, de resucitar el crédito y disipar, a fuerza de luz propia, las tinieblas de la ignorancia, pienso que tan elevado cargo habrá de ser tan atormentadora pesadilla, que no habrá en la República quien tenga tanta ambición que no se aperciba de lo trascendental del empeño para cifrar su felicidad en el potro de tormento del futuro Presidente de la República. Para mi propia satisfacción, bástame la lealtad con que he servido a los intereses permanentes de mi patria, como teniente de mi jefe y amigo el señor general Guzmán Blanco.
La lucha clandestina entre los aspirantes a la Presidencia se redujo a dos personajes que se consideraban como los verdaderos herederos del trono: el general Crespo y el dr. Rojas Paúl.
Fue el dr. González Guinán quien determinó el resultado de la elección del próximo Ejecutivo Nacional. Éste relata en sus memorias, publicadas en el año 1964, que ante la pregunta de Guzmán Blanco acerca de que cualidades debía reunir el sucesor en la presidencia, le respondió que éste debía ser: -un hombre de espada y no de toga.-
Aunque ya sabían quienes eran los dos candidatos principales y estaban al tanto del consejo de González Guinán al presidente, los representantes del Congreso Nacional se encontraban confundidos pues el general Guzmán Blanco mantuvo silencio en cuanto a quien debía ser su sustituto. El panorama parecía aclararse cuando el Presidente le regaló un precioso y extraño venado blanco al dr. Rojas Paúl, pero volvió enturbiarse a los pocos días cuando también le hizo un obsequio a Crespo, un lujoso bastón con mango de oro.
Los días pasaron y en vísperas de las elecciones decidieron los electores pagar una visita al general Guzmán Blanco. Todos deseaban averiguar su opinión de quien debería ser el nuevo Presidente de Venezuela.
Cuenta el historiador Ramón J. Velásquez, en su libro “Joaquín Crespo: El último caudillo militar del Liberalismo Amarillo”, sobre este episodio lo siguiente:
-Vecina la hora de la votación decidieron visitar al “Gran Elector” y la reunión transcurrió en el mismo clima de incertidumbre y tímidas preguntas, pero al final, a la hora de despedirse, Guzmán Blanco, ceremonioso, inescrutable, distante, fue dando la mano a cada uno de los consejeros, pero cuando llegó el turno a Joaquín Crespo, lo estrechó entre sus brazos y junto al fuerte abrazo manifestó en voz alta la deuda de gratitud para con el joven general, por su ejemplar conducta en horas muy difíciles para los guzmancistas. La luz se había hecho y los consejeros se sintieron livianos de angustias, el voto era para el general Joaquín Crespo.-
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