(o cosas sobre un dictador que un progre cool nunca contará)
Una guerra privada (2018)
Nos encontramos en el tercer acto. A estas alturas el espectro del padre ya se le ha aparecido al príncipe Hamlet para contarle que fue asesinado por Claudio, hermano suyo y tío del príncipe. Hamlet procede entonces a representar la traición a través de una obra teatral con el fin de verificar la culpabilidad del pérfido tío. Confía plenamente en la capacidad de la ficción para alumbrar un aspecto de la realidad. Seguiré al príncipe danés en este uso de la ficción con el propósito de establecer asociaciones que iluminen los atributos de un dictador que un progre cool siempre evadirá explicar en sus animadas tertulias de cafés. Me valdré específicamente del brillante biopic sobre la periodista Marie Colvin Una guerra privada, del director norteamericano Matthew Heineman.
I
Así y todo su título se asocie directamente con el compromiso ético y moral de la periodista Marie Colvin con el dolor ajeno, igual puede corresponder con la pregunta que no paran de hacerse las víctimas de las guerras que ella registra para dar testimonio al mundo: ¿por qué hemos sido abandonados? La enérgica escritura de Colvin penetra la guerra privada de los oprimidos al objeto de proyectarla extramuros, allá donde los progres cool se solidarizan con los genocidas. El áspero periplo de la periodista cubre el Irak de Sadam Husein, donde en medio del desierto se pueden descubrir osamentas de grupos masacrados por el tirano; la Libia en la que Muamar el Gadafi aplasta un descontento pacífico ordenándole a su ejército violar a las niñas de los manifestantes con garantía de impunidad, pues él encarna al mismísimo Alá; Siria, con poblaciones civiles desprotegidas bajo el fuego inmisericorde de Bashar al-Ásad y su aliado ruso Putin. Hace unos días, veía el documental Los últimos hombres en Alepo, de Firas Fayyad, y la pregunta fundamental allí era la misma: ¿por qué nos han abandonado?, incertidumbre que podemos reformular para atrapar en su sentido íntegro: ¿por qué el mundo victimiza al verdugo y legitima así que nos extermine?
La misma pregunta nos hemos hechos los venezolanos luego de la copiosa cantidad de respaldos de los progresistas del mundo a Nicolás Maduro en su usurpación de la presidencia de la república, teniendo en cuenta que básicamente hablamos del mismo sector que no se muestra tan empático y lúcido para expresarse sobre el hambre que azota y mata a venezolanos cada día, la falta de medicamentos que condena a enfermos crónicos a una muerte insoslayable, la conculcación de los derechos de los trabajadores de todos los gremios, el colapso de servicios públicos que en cualquier otro lugar separan a la humanidad de la bestialidad, el masivo éxodo que a diario se expone a los peligros de la carretera y a la ola xenófoba contra nuestro gentilicio, la censura y el cierre de los medios de comunicación nada complacientes al régimen, el asesinato con absoluta impunidad en 2017 de más de cien manifestantes por parte de las fuerzas de seguridad, el encarcelamiento masivo de quienes se manifiesten en contra de las políticas de la nomenclatura y, por supuesto, de quienes forman parte de la oposición política. Está a la vista que el progre cool ni siquiera hizo el amago de interesarse por averiguar que mientras el 23 de enero degustaba sus manjares en algún país democrático del primer mundo, los grupos de exterminio del régimen perpetraban sus razzias en las barriadas humildes de Caracas, esos mismos sectores que Maduro se ufana de defender.
“Mi condena a los regímenes comunistas crecía, pero tenía que expresarla solo en la compañía de quienes podían entender”, anotó con perplejidad y amargura Tzvetan Todorov en su ensayo La experiencia totalitaria al recordar su contacto con otros estudiantes durante sus años universitarios en París. La experiencia totalitaria también puede ser este mutismo ante la imposibilidad de que el dogmatismo ideológico y las abstracciones conceptuales de un progre cool entienda de una buena vez la realidad concreta y experiencial de un cuerpo expuesto a la precariedad de un régimen empecinado en borrar cualquier vestigio de humanidad. Tengo noticias de venezolanos en el extranjero que se han visto en la absurdísima situación de ser aleccionados y recibir la prédica de quienes nunca han sentido en carne propia esta asfixia constante y, para colmo, nunca se atreverán a vivirla, ya que cuando mucho pasarán de manera fugaz por Venezuela para tomarse una foto en un supermercado o en un centro comercial con el perverso propósito de probar que aquí se vive en completa normalidad y hasta en opulencia.
Un ejemplo prototípico de esta banalidad del mal es la politóloga Arantxa Tirado, quien ha colgado en su Twitter unos micros bajo el altilocuente título “Desmontando la ‘crisis humanitaria’”. Allí la vemos en uno de ellos con una sonrisa rebosante de triunfo, pues muestra la fachada de un McDonalds como una prueba incontestable de que no hay una crisis humanitaria en Venezuela. Justo así como se lee: contra la cifra de la ONU de más de dos millones de personas desplazadas a causa de la crisis económica, la refutación de Tirado es la entrada de un McDonalds. Me siento tentado a señalar que sus esbozos de pseudodocumentales debieron haber sido realizados en una farmacia, un hospital de Caracas, en la frontera Colombo-Venezolana, o en una barriada caraqueña, pero asumo que ya muchos habrán hecho tales observaciones. Me inclino entonces por preguntas aún más elementales: ¿Por qué no entró al local a preguntar por los precios a ver si existe una hiperinflación? ¿Por qué no les preguntó a los empleados cómo y en cuánto compra la tienda los ingredientes? ¿Por qué no les preguntó a estos cuánto ganan mensualmente y, a continuación, lo hubiese cotejado con su ingreso en euros? ¿Por qué no les preguntó a los clientes cómo costean esas compras? ¿Lo hacen en bolívares soberanos o en dólares? ¿De ser en dólares: se los envían familiares o amigos en la diáspora? ¿el padre, la madre, el esposo, el hijo? ¿Cuántas veces al mes pueden comer en un restaurante? De haber hecho esas preguntas de rigor, for dummies, ahí sí Tirado habría desmontado todas las mentiras que el usurpador vocifera sin ruborizarse. Pero no. A ella le basta con la fachada del McDonalds y un dizque humor corrosivo a la Jonathan Swift. Leo su currículo y aplaudo que entre sus metas alcanzadas cuente con dos doctorados. Vaya que puedo imaginar desde acá ese orgullo que se debe sentir por portarlos, pues me he gastado más de un lustro sin poder iniciar mis estudios doctorales, primero, porque la mayoría de los profesores especializados han tenido que emigrar con los bolsillos vacíos para poder vivir dignamente en el extranjero; segundo, porque al usurpador se le ocurrió que la gente trabaja si acaso para sobrevivir, que estudiar, leer un libro, ir al cine, viajar por el mundo, son nimiedades burguesas, salvo para la nomenclatura y sus familias. Al usurpador nunca le cabrá en la cabeza este aserto fulgurante del filósofo francés Michel Onfray: “En una familia donde falta el dinero para comer desde mediados de mes, el arte no existe”.
Hace poco, me vino a la mente la novela El hombre en el alto castillo, una de las obras maestras que nos dejó el escritor norteamericano Philip K. Dick. Esta pieza es un contrafactual sobre el mundo que habría surgido en caso de que los aliados no hubieran triunfado en la Segunda Guerra Mundial. El resultado actual sería un mundo dividido entre los nazis y el imperio japonés. Hitler, sin lugar a dudas, sería el amo absoluto de un totalitarismo planetario. Bajo este foco intertextual, cabría preguntarle a un progre cool si la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial constituyó una violación a la soberanía europea, o si la victoria contra Hitler contravenía la autodeterminación del pueblo alemán. O pongámoslo más fácil aún: ¿Fue la participación de Francisco de Miranda en la Revolución Francesa un asunto de injerencia extranjera en la soberanía de un pueblo? Escribe la española Sara Herrera Peralta en su novela Arroz Montevideo que la memoria es como la miopía, en la medida en que retenemos lo que está cerca, pero paulatinamente olvidamos lo que está lejos. Quisiera creer que es esta falla propia de la naturaleza humana lo que provoca el desdén de los progres cool hacia el respaldo que Estados Unidos le brinda a Venezuela, y no la que Colvin le señala a una aspirante a progre cool en uno de los segmentos del filme: “Este es el borrador de la historia. Tienes que hallar en él lo que hay de verdad, sino no ayudas a nadie. Solo limpias tu conciencia”. Evidentemente, mientras que el primer caso se puede resolver con un buen ejercicio de memoria, el sesgo del segundo ha probado ser una tara para la humanidad. No es muy cool tratar de superar los complejos de antiimperialista por encima del sufrimiento de toda una nación. La solución debe estar por otro lugar del orbe, pero definitivamente con nosotros los venezolanos no es más que un extravío.
Los progres cool adoradores de dictadores deben prestar oídos al segmento de Una guerra privada cuando tras perder el ojo en una emboscada en Sri Lanka Colvin es taxativa cuando rechaza colgar su chaleco antibalas. En una palabra, continuará arriesgando su vida en las guerras en las que toque hacerlo con tal de contar las historias del pueblo sufriente.
II
Las palabras cuentan. Siempre contarán. La última transmisión de Colvin antes de morir la hace desde la ciudad siria de Homs bajo el asedio de los bombarderos de al-Ásad y Putin. La periodista cambia acá el marco conceptual desde donde entender al colectivo siendo atacado: no son terroristas, sino civiles. Enmarcar como terroristas a quienes se manifiesten en su contra es uno de los mecanismos conceptuales predilectos de todos los tiranuelos, ya que al hacerlo legitiman cualquier salvajada y, más importante para sus intereses, trituran cualquier intento de organización social que propicie el establecimiento de un nuevo estado de cosas. Nosotros sabemos mucho de eso porque las fuerzas represivas del Estado venezolano y los colectivos armados por el régimen de Maduro acabaron con la vida de más de cien jóvenes en 2014 y 2017. Veíamos por entonces micros en el canal 8 en los que Maduro afirmaba que los estudiantes eran terroristas, como si en efecto se trataban de células de Hezbollah, Al Qaeda, o el Estado Islámico.
A no dudarlo, los medios de comunicación de los progres cool obran con malicia cuando se refieren a la juramentación del presidente interino Juan Guaidó en términos de ‘autoproclamación’. Ya el abogado constitucionalista José Ignacio Hernández ha explicado con claridad meridiana que hay proclamación cuando no existe un título jurídico legítimo, mientras que el presidente Guidó, en cambio, sí estaba habilitado para juramentarse por mandato del artículo 233 y el cargo de presidente de la Asamblea Nacional que ostentaba hasta entonces. Las claves para entender esto lo ofrece el filósofo del lenguaje John Austin en su obra seminal Cómo hacer cosas con las palabras. Para él, los actos de habla deben cumplir con lo que llamó ‘condiciones de felicidad’: sinceridad, pertinencia, jerarquía, reiteraciones, formas rituales, entre otras. Un paralelismo de la juramentación de Guaidó es la típica juramentación de un graduando en su ceremonia de graduación. En ella, el rector le pide que preste juramento toda vez se encuentre allí habiendo cumplido con unos requisitos. Por contra, si el estudiante dijese que es un profesional aun cuando no ha cumplido con los requisitos, sin lugar a dudas se estaría autoproclamando.
Siguiendo esta línea de argumentos, conviene detenerse en los chistecitos de los progres cool en el mundo que, como bien lo formuló laboriosamente Freud en su ensayo El chiste y su relación con el inconsciente, condensan una complejidad como la juramentación de Guaidó en unos pocos recursos visuales y retóricos. Según ellos, puesto que Guaidó se habría autoproclamado presidente de Venezuela, alguien, en semejanza, podría autoproclamarse ganador del Oscar, o campeón de una liga de fútbol, o rey de Alemania. Lo que el chiste deja convenientemente por fuera es que el presidente Guaidó está respaldado jurídicamente para hacerlo. En otros términos, la institucionalidad habla a través de él. Para que este tipo de actos de habla sean felices, efectivos, desde la perspectiva austiniana, quien emita el enunciado debe ser una voz autorizada dentro de una institución. Le propongo a los progres cool que intenten cuanto antes que un graduando se juramente ante ellos y que luego enuncien que le confieren el título de profesional a ver si este realmente tienen algún valor; o que se paren frente a unos novios y los declaren marido y mujer a ver si alguien queda convencido del nuevo estatus; o que le pidan a un compañero de trabajo que les presente la renuncia, pero no al jefe, a ver si la renuncia tiene algún efecto. Que quede claro: cualquiera de estos actos de habla fallaría porque no lo realiza las voz institucional.
Otras de las minimizaciones de los chistecitos de los progres cool es la narrativa que antecede a la juramentación del presidente Guaidó. Ni sospechan que desde 2017 un TSJ armado a dedo por Maduro en un madrugonazo fue despojando de sus funciones a una Asamblea Nacional electa por el voto popular y en elecciones libres. Meses después, Maduro se aseguraba mandar a sus anchas con una ilegítima ANC corporativa, que carece del reconocimiento de las democracias del mundo. Esta institución fallida además de funcionar solo para allanarle el camino a Maduro con cuanto se encapriche, no ha redactado la primera línea de la nueva constitución nacional. Esto, sin embargo, palidece ante el obsceno hecho de declararse a sí misma como supraconstitucional, esto es, se encuentra más allá de cualquier ley humana. Si a las almas progresillas no les parece que este Estado es lo suficientemente anómalo y desmembrado, tenga en cuenta que desde 2016 nos encontramos en un estado de excepción que no ha servido sino para que Maduro y su corte saqueen las riquezas de la nación con una opacidad legitimada por el TSJ. En mayo de 2018, tras encarcelar opositores, prohibir la participación de partidos políticos, chantajear a la gente a través de los CLAP, y controlar a los votantes con el Carnet de la Patria, Maduro fue a unas elecciones convocadas por su ANC, pero aun así debió engordar el número de la participación. Y si de condiciones de felicidad se trata, recalquemos la nula probidad de Maduro al juramentarse ante Maikel Moreno, un magistrado con un probado prontuario criminal.
En cuanto al lugar donde el presidente Guaidó debía juramentarse, conviene resaltar que a diferencia del artículo 231 que le exige al presidente de la república la comparecencia ante la Asamblea Nacional para juramentarse. No hay un mandato expreso de que la asunción de las funciones por parte del presidente de la Asamblea Nacional deba hacerla de esa manera. Austin podría darnos nuevamente la clave cuando nos habla de pertinencia en las condiciones de felicidad. Para decirlo de una vez, el peligro de que secuestraran nuevamente al presidente Guaidó, que su integridad física corriera peligro ante la agresión de colectivos o funcionarios de la Guardia Nacional, o que simplemente la sede estuviera bloqueada para sesionar, hacen impensables una juramentación en condiciones de normalidad. En cualquier caso, las instituciones son abstractas, no son la infraestructura concreta, así que, como en cualquier situación de guerra o de catástrofe en la que se deba sesionar en lugares no convencionales, la juramentación podía llevarse a cabo como se hizo.
Otra cosa agobiante: un buen progre cool no se cansa de repetir que Venezuela es víctima de una “Guerra Económica”. No. Acá no ha existido ninguna Guerra Económica. Su existencia es solo lingüística y conceptual al objeto simplificar una crisis generada por la corrupción, la fuga de divisas, el quiebre de las empresas del Estado, y la desprofesionalización de sus intuiciones en nombre de una malsana fidelidad a Nicolás Maduro. Con suma astucia, o maña, Maduro inventó este recurso a finales de 2013. Cual prestidigitador que saca conejos de un sombrero, lo sacó de la nada cuando la crisis económica ya empezaba a hacer mella en la vida nacional. La única prueba de que la “Guerra Económica” existía era que Maduro lo decía: su palabra se bastaba a sí misma. Después de eso, vino su repetición zombificada en boca de todos los personeros del gobierno y su instalación a través de los diferentes dispositivos jurídicos y comunicacionales. Hemos de suponer que algún Think Tank progre le debe haber sugerido a Maduro que lo usara, pues el cerebro humano entiende mejor con imágenes concretas y mucho mejor si se trata de personas. Resulta más fácil, en síntesis, pensar en que ya no consigo los productos en los anaqueles o que hay hiperinflación debido a que una persona muy vil quiere dañarme que pensar que se debe a un sistema que lleva a la economía al colapso. Sucede acá algo similar al filme Money monster, de George Clooney, en el que un hombre no logra entender cómo es que fue embaucado por un sistema sofisticado y automatizado. Los gobernantes saben que pueden escapar de esta complejidad con la simplificación de un enemigo muy malvado.
En este orden de cosas, Maduro enmarcó los factores de la crisis tomando prestado el dominio bélico. Es decir, la Guerra Económica es una metáfora conceptual que condensa y visibiliza lo que cualquier ciudadano común tendría dificultad de entender en razón de lo complejo y abstracto, al tiempo que cumple con otra característica de la metáfora: la asignación de roles. Para entender esto último, pensemos que un grupo social metaforiza al otro como animales salvajes. Lo que sucede por implicación es que el grupo que usa la metáfora se representa a sí mismo como un cazador cuya misión moral es aniquilar a la bestia que pone en peligro a la comunidad. Vista así, la Guerra Económica muestra a la población como una víctima, a la oposición (a EEUU, Colombia, y quien quepa en ese saco) como el villano, y al gobierno como el héroe salvador. El recurso le ha sido tan útil al gobierno que cada crisis que genera es una supuesta guerra: guerra eléctrica, guerra petrolera, guerra mediática, guerra psicológica, guerra de los panes, guerra de transporte, guerra memística (sí, tan bajo han caído). Si la semana que viene se intensificara la falta de suministro de agua, por ejemplo, es previsible que el gobierno se la endosaría a la guerra acuífera, el mismísimo Waterworld en nuestro país.
Los progres cool, con todo, insistirán inexplicablemente en que la crisis se debe a las sanciones del imperio, pese a que, sabemos hasta el hartazgo, las sanciones no existían cuando el encantador de serpientes sin ton ni son le atribuyó a la “Guerra Económica” la crisis que él y su gobierno provocaron.
III
La verdadera guerra es la que Maduro le ha declarado a la ciudadanía, una similar a esas en las que la periodista Marie Colvin se lo habría jugado todo, pero los progres cool nada.