Política y coraje físico

Ilustración: Wilmer Herrison.

Los consabidos sucesos de los últimos años, le ponen un distinto acento al quehacer político. Tratándose de una dictadura, la regla ha sido la de una confrontación personal, física y directa con ella y sus partidarios, lamentablemente elevado el saldo de una brutal represión, algo que no suele ocurrir bajo los regímenes democráticos o de reconocidas libertades públicas.

Pasamos del conflicto agonal al despedir el XX, a otro de cuño existencial en el presente siglo. Más allá de las acostumbradas habilidades del oficio, forzado el aprendizaje de ciertas destrezas que lo reivindicaron como todo un arte, la política y lo político pisan el terreno de todos los peligros para la propia integridad personal de quien ejerce o aspira a ejercer la ciudadanía.

Cierto, hubo hechos de violencia en las luchas emprendidas en la centuria anterior, aún bajo la democracia representativa, incluso, severamente amenazada por la consabida insurrección armada, pero – superada – se hicieron convincentemente cívicas y pacíficas, constituyendo la agresión física una excepción. Ésta, por lo general, convengámoslo, se expresaban más en el medio estudiantil, sobrevivientes determinados sectores de la ultraizquierda que tenían a la universidad pública y autónoma por hábitat, generando quizá la suerte de una escuela de entrenamiento para forjar a la dirigencia propia y extraña, aunque la pauta principal fue la de dirimir las diferencias a través de las instituciones disponibles.

Probablemente, la guerra y la política remiten a las frecuentemente inadvertidas características de una evolución que hoy compromete más el coraje moral que el físico de sus dirigentes.  Vale decir, el desarrollo de una estrategia y  táctica determinadas, no dan necesariamente alcance personal a quienes las lideran.

En un sentido, puede decirse que el perfeccionamiento de la industria armamentística alejó  cada vez más la posibilidad de una refriega cuerpo a cuerpo en el campo de batalla y, desde la pelea con armas blancas, pasando por la catapulta de piedras y concluyendo con la artillería pesada, añadido el empleo de los misiles intercontinentales, fue ampliándose cada vez más un impersonal teatro de operaciones. Esta convicción, surgida de la revisión de obras como la de Léo Hamon (“Estrategia contra la guerra” (Ediciones Guadarrama, Madrid, 1969), por ejemplo, excepto se trate de la infantería, aminora significativamente el hecho bélico, por lo menos, como una radical experiencia individual y, aunque teóricamente ha de disminuir las bajas civiles, privilegiados los objetivos estrictamente militares, más aún con la disuasión nuclear, no significa un riesgo  inmediato para los comandantes que muy antes debían encabezar a los suyos, como solo ahora ocurre con el ejército israelí, sufriendo las penalidades y escenas semejantes a las descritas por John Dos Passos en sus viejas novelas.

En otro, el perfeccionamiento – esta vez – de la industria política impidió que los contendores dirimieran sus diferencias a través del uso de la fuerza física, manifestándose fundamentalmente a través del parlamento, los medios de comunicación y las movilizaciones de masas asociadas al desarrollo urbano. Norberto Bobbio, por cierto, propulsor del socialismo liberal, incomprensible para el suscrito, versó en torno a la ampliación de las bases del poder que manifiesta la multiplicación de las instituciones, por lo que, en lugar de liarse a puño limpio, los actores zanjan sus posiciones mediante el sufragio universal, los partidos políticos, la prensa o, ahora, casi definitivamente las redes sociales (“¿Qué socialismo? Decisión de una alternativa”, Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1977); acotemos, novelas como la de Phillip Roth, sobre Lindberg y Roosevelt, resuelven un drama de política-ficción gracias a  las instituciones liberales antes que por el uso concluyente y sangriento de las bayonetas.

Muy antes,  dejada aún atrás la era de las guerras y escaramuzas civiles, la política venezolana requería del esencial coraje físico para realizarse y, en una cita que al fin reencontramos, luego de varios meses, deseándola más extendida, Manuel Caballero exalta el aporte de la llamada generación de 1928 en relación a la despersonalización de la política y del poder. Y es que, amén de la fluidez oratoria y capacidad de liderazgo, en un país de predominante cultura machista, exhibieron algo de mayor poderío que una revelación divina: “tenían mucho coraje físico” (“Las crisis de la Venezuela contemporánea (1903-1992)”, Monte Ávila Editores Latinoamericana – Contraloría General de la República de Venezuela, Caracas, 1998: 52).

Respecto a los días que corren,  las generaciones intermedias aún recuerdan lo distante que se hizo la lidia política de la exposición directa y personal a la violencia,  la que acaecía como una rareza tras  los pequeños o grandes debates en una cámara parlamentaria o edilicia, en las asambleas gremiales o vecinales, en la prensa o en el estrado judicial, pero las más recientes únicamente conocen la resistencia callejera frente a la dictadura y también, en la misma acera opositora, los combates que tienen por hábito la descalificación personal o las trompadas. Al fin y al cabo, tratamos de todo un régimen que convirtió  la agresión y el cinismo en normas prácticamente inalterables.

Vivimos tiempos que exigen de mucho coraje moral, pero – sobre todo – físico.  La transición será la oportunidad deseada o deseable para reindustrializarnos políticamente y, más allá de la consigna, encarar civilizadamente los desafíos, reparando el inmenso dañoy sus infinitos traumas, ocasionado por la actual dictadura socialista que tendió sus redes para arrastrarnos al lodazal..

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