Doble matanza

La mañana del 15 de diciembre de 1935, hervía como una paila del infierno la audiencia en el estadio San Agustín. Ambas novenas saltaron al diamante para disputar un encuentro de Béisbol que prometía verdadero espectáculo, el equipo Royal Criollos de Caracas enfrentaba a los Gavilanes de Maracaibo. El Umpire cantó el ansiado grito de “Playball” y se produjo el primer lanzamiento dando inicio al juego decisivo del Campeonato Nacional.

En la tribuna se apretujaban los espectadores, exaltados por la fiesta de la pelota. Trajes, corbatas y sombreros de pajilla brindaban colorido a la grada del coliseo caraqueño, un coro de voces, bombos y trompetas aportaba melodía al ambiente. Todos los espectadores estaban seguros de una cosa, en el instante que el juez principal cantara el out número 27 se alborotaría el avispero. El aforo entero abandonaría el recinto para, entre llantos y sonrisas, celebrar la victoria de su escuadra o compartir el duelo de la derrota junto a los suyos engullendo cerveza.

A las once y media, cuando el partido alcanzó las alturas de la séptima entrada, el “Lucky Seven”, como bautizó a la séptima entrada el afamado locutor Esteban Ballesté, de la estación de radio “Broadcasting Caracas”, que el cotejo empezó a ponerse interesante.

En ese acto los Gavilanes se imponían una carrera por cero, frente a unos Royal Criollos, que volvían al plato intentando acabar con el blanqueo. Al abridor Jesús “Chucho” Hernández aún tenía fuerza en el brazo para cerrar el juego, pero había corredor en primera y le tocaba enfrentar al cuarto bate del equipo caraqueño, Mariano Bordón, -quien tiene más fuerza que el nuevo Ford V-8, producido por la Ford Motor Company, importado al país por la Corporación Venezolana del Motor.- Así lo anunciaba la voz de Ballesté al micrófono, mientras narraba el desarrollo del juego a los radioescuchas.

El lanzador lucía fatigado, no daba más, estaba listo para ser sustituido por el manager. El receptor, al igual que el resto del cuadro, se aproximó al montículo con el objetivo de averiguar si podía enfrentar al próximo bateador. Chucho dispersó la reunión luego de un breve diálogo y la defensa volvió a sus respectivas posiciones.

El cátcher hizo seña demandando curva elevada contra el cuerpo del bateador, mediante un gesto con los dedos en el entrepierna y arrimándose en una de las esquinas del plato. Desde el montículo, Hernández meneó la cabeza negando la petición. Sacando la energía, sabrá Dios de donde, lanzó una recta violenta directo al centro del plato. El sonido de la bola impactando contra el cuero de la mascota se asemejó -al disparo de un fusil Winchester-, otra de las célebres analogías de Ballesté.

Mientras todos aplaudían la decisión, una confidencia empezó a circular de manera tímida entre la fanaticada. Fueron los jóvenes quienes se ocuparon de esparcir el rumor dentro del recinto. Sabiéndose dueños del preciado secreto de las noticias frescas, miraban en todas direcciones, antes de compartirlo. De manera disimulada, mostrando ingeniosa actitud con el propósito de evitar delatarse ante las diligentes autoridades del régimen, comenzaron a esparcir entre el público del estadio la primicia que toda Venezuela esperaba.

-El Bagre ya está frito.- decían.

Gómez finalmente moría, después de un cuarto de siglo entronado como dictador, y casi un mes de agonía, delirios en el catre e incógnitas sobre lo que sucedería el día después de mañana en Venezuela.

El cátcher devolvió inmediatamente la bola al pitcher. Éste acarició el cuero dentro del guante, buscando las costuras, acomodándose la pelota entre los dedos para decidirse por lanzar la curva que antes le solicitó el receptor. 

Una hora antes que Chucho se sonara las vertebras con un movimiento de hombros, alistándose para ejecutar el segundo lanzamiento de la parte baja del “Lucky Seven”, la salud del Benemérito sufrió un súbito colapso, uno que terminó de encaminarlo por el último y más triste de los senderos que lo condujo al reposo eterno en el mausoleo familiar, a la cripta que dejó entre sus dos hijos, Vicentico y Alí.

El pulso y la respiración se redujeron al mínimo, la tez de su piel se tornó pálida, tenía parpados a medio cerrar, solo se le podía ver lo blanco de los ojos. Llevaba días sin pronunciar palabra, babeando, alucinando, sin reconocer a nadie. Mientras la espuma de saliva empapaba la almohada de su lecho en Maracay, otras mejor perfumadas eran derramadas por la audiencia, al son del chocar las botellas de cerveza en la final que se jugaba en San Agustín.

En los jardines de la mansión más grande, bella y ostentosa ubicada en la carrera de las Delicias, una multitud integrada por médicos, familiares, abogados, guardaespaldas y ministros del caudillo tachirense lucían traje de levita negro, adornados de caras largas, en respetuoso silencio. A todos les llegó la hora de redactar cartas, enviar telegramas y terminar de afinar los detalles en los preparativos para afrontar circunstancias inimaginables, lo peor estaba por venir. El General Juan Vicente Gómez agonizaba, desvariando, ninguno de ellos sabía cuando exhalaría el último aliento, pero estaban claros que sucedería muy pronto.

El batazo de Bordón salió con fuerza, una línea violenta que picó en la tierra y parecía colarse hasta el jardín izquierdo. Por un segundo ilusionó la posibilidad de producir un sencillo, capaz de colocar un par de corredores en posición anotadora. La fanaticada de los Royals saltó de sus asientos, celebrando de manera anticipada la posibilidad de empatar o remontar el juego. El campocorto Luis Aparicio “El grande”, realizó una atrapada impresionante, de manera casi acrobática se lanzó de cabeza a su derecha, logró ponerse de rodillas, lanzar a segunda almohadilla, luego el segunda al primera y los Gavilanes concretaron una doble matanza de antología, fulminando las esperanzas de los Royals de empatar o irse adelante en el “Lucky Seven”.

Con el cierre de la séptima entrada, se acabaron las esperanzas de la novena de casa y el animo de la grada en el estadio de San Agustín. Al mismo tiempo, se extinguía también el consuelo de quienes pensaban eterno al caudillo. En Las Delicias rezaban rosarios en público, pidiendo a la Santísima Trinidad y la Coromoto que la muerte no cobrara el alma del General Gómez.

Jimeno Hernández
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