La escritora que se creyó su propia novela

Recién caído Perón, en el número 237 de la revista Sur, Borges se propone desmenuzar aquellos diez «años de oprobio y bobería» con los instrumentos de la crítica literaria. Denuncia allí manejos políticos atados a un carácter escénico («hecho de necedades y fábulas para consumo de patanes»), pero también a trucos de la propaganda comercial y el melodrama barato. El punto más interesante y menos rencoroso se vincula, no obstante, con la peculiar ambigüedad de las ficciones inventadas por el justicialismo. Acerca de cómo el Movimiento, con su infinita caja de sofismas y relatos sentimentales, lograba la voluntaria suspensión de la incredulidad, y la asombrosa manera en que sus mentiras «no eran creídas o descreídas; pertenecían a un plano intermedio y su propósito era encubrir o justificar sórdidas o atroces realidades». Una maquinaria desde el Estado había suplantado a la literatura argentina, y Borges observaba que «con el tiempo fue creciendo el desdén por los prosaicos escrúpulos del realismo».

Aquel punzante análisis permite una aproximación posible a  Sinceramente (Sudamericana, 594 páginas), la novela que dictó Cristina Kirchner y que sus simpatizantes leen ahora mismo como lo que es: los santos evangelios de la nueva militancia. El dictado no le quita virtud a la autora, que es acaso la mejor escritora de conciencias que tuvo el peronismo desde Perón. Cristina ha escrito durante años los principales discursos del kirchnerismo, los soliloquios de Néstor y los borradores de las cadenas propias e interminables, las consignas de sus trolls («militando el ajuste»), los ataques personales y las ironías, los zócalos del cable, los argumentos exculpatorios y las demonizaciones que los principales dirigentes y periodistas del palo modulan en público. Escribió los parlamentos del poder y también los cuentos de la resistencia. Y este volumen de autoficción asimila y procesa todos esos conceptos y narrativas sueltas, y los pone al servicio de una versión de la historia reciente que aspira a la fe poética: otra voluntaria suspensión de la incredulidad, con una antología de falsedades y sustracciones de lo real ubicada en ese raro plano intermedio descubierto por Borges, y con un idéntico desdén por los escrúpulos del realismo.

Los libros sagrados no precisan pruebas palpables, sino una mitología coherente a la que adherir, una retórica para tener razón, un catecismo para defenderse de las dudas, un servicio de consolación existencial. Y el uso de grandes verdades para legalizar grandes mentiras es siempre un procedimiento eficaz en el difícil arte de la verosimilitud. Es así que refutar tantas cuestiones resultaría una tarea vana, tal vez imposible; baste explicar esto: la herencia económica que la Pasionaria del Calafate nos legó a los argentinos era magnífica. Sobre esa piedra se edifica su iglesia, y a partir de esa espectacular falacia se construye su religión.

Néstor Kirchner, en un episodio borrado de la crónica histórica, ordenó un sábado a su custodia que lo llevara hasta Parque Lezama. Varios intelectuales realizaban allí una asamblea pública y el expresidente llegó sin corbata, escuchó diatribas setentistas y arengó a todos. Un asistente que lo acompañaba recuerda que al subir de nuevo al coche blindado, Kirchner suspiró y dijo: «¡Qué delirantes!» Resulta razonable pensar que Cristina, en su lugar, hubiera subido pletórica de ideas inspiradoras y de órdenes a punto de impartir. Se trata de una diferencia radical entre los dos. Las cenas con Zannini, el aliento de Chávez, los consejos de Fidel, los susurros de Putin y las ocurrencias disparatadas que le formulan sus intelectuales más trasnochados hicieron que la escritora se creyera su novela. Es muy significativo que el lanzamiento de su obra haya dinamitado la táctica nestorista del Instituto Patria, la Operación Somos Buenos, según la cual no habría venganza ni chavismo. Y que esa detonación haya ocurrido la misma semana en que el kirchnerismo apoyó el desastroso régimen de Maduro, prometió el derribo de la Constitución argentina y sugirió desactivar el Poder Judicial, al que intenta cambiar por un «servicio de justicia». Que estará, por supuesto, a las órdenes del «pueblo», es de decir, de la doctora.

Sinceramente no deja dudas acerca de su radicalización. La arquitecta egipcia se muestra allí como dueña absoluta de la grieta, y a quienes dicen estar afuera de ella los toma de la solapa y los empuja adentro. Al periodismo lo alude a lo largo de todas sus páginas, y le destina el último capítulo a modo de colofón: es el gran culpable de todos sus pesares, y el enemigo más insidioso de la patria. El periodismo investigó su patrimonio y disputó su sentido, y ella lo ofrece como blanco móvil; es peor que los jueces federales. El error periodístico, que nunca deberíamos perdonar, es confundido aquí con la operación aviesa, y como el azar no existe, todo es una gran conjura. Les achaca a los medios nefastos epítetos de las redes o de la calle, como «yegua» o «chorra», palabras que no fueron redactadas en letra de molde ni pronunciadas por periodistas profesionales. Asevera incluso que la «corporación mediática» intentó demoler su gran emprendimiento y comenzó a denominarlo «Negrópolis». Ningún reportero o columnista cabal cometió jamás, que se sepa, semejante acto de racismo. Inventar insultos que no han sido verbalizados, destacar solo los yerros y ocultar las revelaciones de la prensa (Cabot acaba de recibir el Premio Rey de España por su pesquisa de los cuadernos), hace pensar al lector pasivo que asiste a la perversa cacería de una pobre mujer inocente. Cristina se presenta así como una heroína de Netflix, y promete regresar como el conde de Montecristo; sus acólitos, en tanto, amasan odio frente a esos escribas y hablantes malvados que merecen el infierno.

La construcción del enemigo social (quienes no votan al kirchnerismo figuran como estúpidos, racistas, egoístas o vendepatrias) tiene raíces con su propia familia. De hecho, cuando intenta explicar la «aversión al peronismo» no puede concebir sino un viejo prejuicio «gorila», y no el actual y muy genuino hartazgo ciudadano frente a la pésima prestación de un partido que gobernó 36 años 27 sin interrupciones en el calamitoso conurbano bonaerense, confraternizó con la mafia, institucionalizó la miseria, se cerró al mundo, construyó una hegemonía cultural y es en gran parte responsable de nuestra decadencia. Prefiere entonces cargarle la cuenta al «medio pelo», en especial a la inmigración europea, encarnada en su abuela asturiana Amparo, con quien discutió ardorosamente como yo discutía con mi padre, que nació en un pueblo muy cercano. Cristina no digiere la épica inmigrante ni aquella fogosa cultura del trabajo; se siente incluso extrañamente ofendida por ella, y le adjudica el gen del individualismo. Es que aquellos gladiadores del laburo prescindían del asistencialismo estatal, un insumo fundamental con el que medraban los peronistas. Ese asunto íntimo, mal cocinado, y otros que se relatan, muestran los complejos y resentimientos del matrimonio Kirchner: el Teatro Colón, por ejemplo, no debe ser pisado porque es un altar de la oligarquía, siendo que asiste un público policlasista y que en estos días, por 250 pesos, se puede ver Rigoletto. Esa repugnancia no les impidió a los Kirchner volverse multimillonarios, vivir en Recoleta y solazarse en Manhattan. Necedades y fábulas. Boberías, diría Borges. Pero de una seriedad alarmante.

Crédito: La Nación

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