(ARGENTINA) Emerge un movimiento republicano
Einstein se deslizaba no pocas veces de la física a la metafísica. Una máxima ilustra su modo irónico y paradojal: «La realidad -sostenía- no es otra cosa que la capacidad para engañarse que tienen nuestros sentidos». La borrascosa realidad argentina encaja en esa perturbadora corazonada: durante los últimos días flotan en el aire ciertas luciérnagas de falso sentido que despistan al más pintado y según las cuales Alberto no es Cristina . Ni siquiera Cristina es Cristina. Y juntos forman una tierna alianza de centroizquierda inspirada en el inofensivo Pepe Mujica, mientras Mauricio Macri se peroniza y derechiza bajo la inspiración de Bolsonaro.
Es propósito de este opúsculo refutar esas sandeces. El análisis de la fórmula presidencial del Frente de Todos -nominación cariñosamente totalitaria- podría conducirnos a las bodas arregladas de las antiguas familias. Oscar Wilde decía que «se llama matrimonio por conveniencia a un matrimonio de personas que no se convienen en absoluto». Pero el fenómeno no es tan sencillo ni tan justo; sintoniza mejor con la caracterización corporativa, puesto que el kirchnerismo es una empresa familiar: Cristina aspira a manejar el Senado de la Nación y su hijo Máximo, la Cámara de Diputados, entre otros emprendimientos a corta distancia, como la gobernación bonaerense, el gabinete nacional y la Corte Suprema. Esos dos únicos accionistas, amarretes de poder y con la religión del caudillo, consiguieron un manager que ejecute su voluntad y les reporte los resultados. La relación entre accionistas intrusivos y demandantes y gerentes de gran carácter no suele augurar sino gestiones tormentosas. Alberto no es, en efecto, el tibio motonauta de otrora, que sin embargo le susurraba su intención operativa al «círculo rojo»: voy a mandar yo, manejo la lapicera. Un influyente kirchnerista del conurbano, cuando Scioli perdió, se sinceró finalmente conmigo: «Menos mal que no ganamos, íbamos a una guerra intestina sin cuartel; hubiéramos implosionado, y luego el país entero volaba por el aire». Un manager solo conserva autonomía cuando los accionistas están desperdigados, pero estos dos permanecen bien juntitos, son madre e hijo, y actúan en tándem como una turbina de desconfianza. También es improbable que estén dispuestos a compartir el directorio, ni siquiera en el caso de que el hipotético presidente exigiera acciones de la compañía bajo el argumento de que es dueño de una porción de los votos conquistados. ¿Alguien puede imaginar verdaderamente que ella soltará el timón y no exigirá día y noche obediencia? ¿Creen de verdad que cederá el lugar de «hembra alfa» de la manada peronista para endosarle ese liderazgo a un subalterno? El solo anuncio de Alberto Fernández como candidato demuestra, con toda su elocuencia semántica, cómo será la cadena de mandos. Pensar lo contrario va contra toda lógica y experiencia histórica, y es pancito envenenado para ilusos.
El segundo punto se vincula con la astuta ocurrencia proferida por el propio manager: Cristina morigeró sus odios y posiciones; ahora es moderada. El hecho de que Alberto lo diga no prueba sino su reconocida inteligencia; otra cosa es que cientistas políticos y periodistas de probada madurez acepten semejante embuste. La Pasionaria del Calafate ha actuado «sinceramente» durante los últimos seis meses, y no ha dejado de anticiparnos con sus tuits, audios, videos, gestos y libros el ánimo que la guía y la ideología que anida en su regreso. Los colaboradores más íntimos de la arquitecta egipcia han replicado, económica y políticamente, sus filias y fobias personales. Sus alusiones a la Constitución Nacional (hay que hacer una nueva), al desmembramiento del Poder Judicial (a cambio de un servicio de justicia), la revisión de las causas juzgadas por corrupción (un indulto indirecto), la liberación de «los presos políticos» (una promesa segura) y el desprecio por el capitalismo, el progreso y las reglas del país confiable son legión. Pretender que no existen o que finalmente Alberto la convencerá de dar marcha atrás con esos disparates extremos resulta una tontería funcional a la Operación Somos Buenos. Que se completa con la fantasía de que ahora el kirchnerismo se armará a imagen y semejanza del Frente Amplio, un partido progresista con austeridad y caballerosidad uruguayas, siendo que al Frente de Todos lo integran, entre otros, corruptos intelectuales, multimillonarios de fortunas sospechosas, humanistas de débiles convicciones, señores feudales sin apego por las instituciones y reconocidos «socialdemócratas» como Hugo Moyano, Gildo Insfrán y Juan Manzur. La izquierda ya no es lo que era, pero la mayor diferencia se cifra precisamente en que la fuerza de Mujica no intenta, como los Kirchner, constituirse en una facción antisistema. Pichetto, que los conoce muy bien, lo dice en términos rotundos: al revés que en Uruguay, aquí hay una dramática pulseada entre democracia y autoritarismo. Entre quienes siguen el «consenso del 83» (Luis Tonelli dixit) y quieren una democracia representativa, y quienes pretenden vulnerarla y generar un nuevo régimen: una «democracia hegemónica» (Natalio Botana dixit). O dicho en cristiano: un chavismo al uso nostro.
El hábil gambito de Cristina y la rápida cosecha de Alberto permitieron que el campo populista barriera para casa y reunificara a casi todo el peronismo. Se desmoronaba así uno de los tres pilares necesarios para una reelección; los otros dos eran que la economía no empeorara (y no está empeorando) y que la coalición no se desbandara (y en Parque Norte no se desbandó). Cristina sola perdía; Macri solo, también. La inclusión de Pichetto responde a esa última certeza. Nadie podría acusar a este articulista de no presentar una batalla cultural con suficiente denuedo contra la triunfante y omnipresente cultura peronista, ni de haber mantenido a su vez la fe en el «peronismo republicano», que a algunos puristas les resultaba un oxímoron. El flamante candidato a vicepresidente de la Nación es el único dirigente justicialista de primer orden que realizó una autocrítica integral del justicialismo; los funcionarios del palo que ya tenía Cambiemos en su seno comparten esos mismos reproches: el PJ debe girar hacia el centro, ser una fuerza del sistema, ayudar a la gobernabilidad y renunciar de una vez por todas a la idea de «partido único» y a la emocionalidad violenta.
El agresivo movimiento que comanda la gran devota de Hugo Chávez posee la plasticidad suficiente como para amnistiar traiciones, absorber contradicciones y sumar desde el desprejuicio. Y tiene una enorme ventaja: se enfrenta con un campo republicano plagado de rigideces e intolerancias internas, temas y asuntos que resultan menores si se los compara con la contradicción fundamental, que es la desesperada supervivencia de las instituciones democráticas o su reemplazo por un orden de poder concentrado y absoluto. In extremis, para esta disputa crucial, el republicanismo debería adoptar coyunturalmente un mecanismo movimientista que actúe de manera especular. Porque a los republicanos, hoy y aquí, no les sobra nada ni nadie: deberían admitir en sus filas a verdes y celestes, ortodoxos y heterodoxos, monetaristas y desarrollistas, radicales e independientes, socialdemócratas y peronistas republicanos. Y las quisquillosas opciones testimoniales, que hacen el juego a la empresa familiar kirchnerista, no parecen proyectos virtuosos en esta hora en que no se discuten izquierdas ni derechas, sino directamente sistemas de vida. Más tarde, si los argentinos volvemos a la tranquilidad de una democracia consensual en que ningún sector someta al otro -más o menos como la que ayudó a construir el Frente Amplio en Uruguay-, cada quien podrá hacer lo que quisiera con cada cual, y fundar los partidos normales de un país normalizado. Pero ahora estamos en emergencia y bajo amenaza de más radicalización y de una nueva entronización de deidades populistas. Recordemos a Einstein: «Mi ideal político es el democrático -decía-. Todo el mundo debe ser respetado como persona y nadie debe ser divinizado».
Crédito: La Nación
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