Los encapuchados

La noche del asesinato del general Juan Crisóstomo Gómez, un automóvil se detuvo frente al barranco de Caño Amarillo con cuatro personas a bordo. El capitán Isidro Barrientos bajó del puesto del copiloto y abrió la puerta trasera. Tendió la mano al jefe para ayudarlo a bajar, luego sacó dos cuchillos bien afilados y tres capuchas negras que repartió entre ellos. Dio instrucciones al chófer de quedarse dentro del carro y dejar el motor encendido, de esa manera estaría listo para el momento de la huida. Le dijo a los otros dos que mantuvieran silencio, mientras comenzaban el ascenso por el empinado trillo hasta una puerta poco conocida del Palacio de Miraflores. 

Eran exactamente las dos y media de la madrugada cuando tocó la puerta. No pasaron más de un par de segundos antes que sonara el cerrojo. Empezaron a ponerse apresuradamente las capuchas, para no ser reconocidos. El centinela fue más rápido que ellos, apenas abrió la puerta pudo reconocer sus rostros. -Buenas noches Jefe… pase usted adelante… todo está tranquilo… – dijo apenas al verlos. 

Un sombrío presentimiento invadió a Barrientos, asomando la posibilidad que lamentaría, en un futuro no muy lejano, el hecho de no haberse puesto la capucha mientras trepaban el barranco y antes de tocar la puerta, que si la cosa salía mal por ahí quedaba un rastro. Sin embargo, no les quedó otra opción sino seguir adelante con el plan. Ya estaban adentro del palacio, a partir de ese instante no había vuelta atrás. Entonces, ordenó al tercer hombre que se mantuviera cuidando la puerta para, junto al jefe, seguir al centinela hasta el cuarto donde pernoctaba Juancho.

El guardia se quedó parado en el pasillo, mientras ambos se internaron en la recámara. Cerraron la puerta tras ellos, Barrientos pasó el seguro. Los asesinos permanecieron inmóviles durante algunos segundos, dándole tiempo a sus ojos de acostumbrarse a la oscuridad. El primer ronquido de la víctima reveló su posición.

Requirió silencio llevándose el dedo índice sobre los labios, guardó las llaves en el bolsillo, le tocó el hombro al acompañante, ambos avanzaron, lentamente, en dirección a la cama.

Juan Crisóstomo dormía profundamente, tal como esperaban, sabían que un cómplice entre los sirvientes de Miraflores le había administrado un soporífero antes de acostarse. Barrientos se aproximó al lecho del General para darle la primera puñalada, pero el otro tomó la delantera. Éste ya estaba apostado cerca la cabecera del lecho, se había quitado la capa, entregándosela y ordenando que se pusiera del otro lado. Con Barrientos parado del lado izquierdo, el asesino removió el mosquitero, levantó su arma, calculó el golpe y le atestó una dura puñalada en la mitad del pecho.

El Capitán inmediatamente puso el trapo sobre la cara de Juancho, empujando con fuerza. Más que ahogarlo, intentaba silenciar sus quejidos y que la sangre que brotaba por su boca no los empapara. Mientras tanto, la otra persona hundía, una y otra vez, la hoja de su cuchillo en el cuerpo del Gobernador. 

Como tenía ambas manos ocupadas y la víctima, en un intento de voltearse, logró atestarle un fuerte manotón en la cara y luego agarrarlo por la nuca arañándolo, se vio forzado a soltar la capa para meterle el cuchillo por el costado.    

Barrientos no fue quien mató a Juancho Gómez, solo sostuvo una capa contra la cara para evitar que alguien en el palacio escuchara el quejido. Al momento de hundirle el cuchillo, la primera puñalada del compañero había hecho el trabajo. Cuando ya el hombre estaba más que muerto le cortó la garganta y las venas de los brazos al cadáver por orden del superior.

Después de cometer el crimen, cerraron el mosquitero y se tomaron el tiempo para quitarse las botas, los guantes y los camisones, envolvieron todo en las capas, para no dejar rastros de sangre en la manilla o los pasillos.

No tenían idea de cuánto tiempo pasaron en la habitación. Salieron para encontrarse con Andara, quien los había esperado afuera, en el mismo sitio que lo dejaron. Barrientos cerró la puerta, le pasó la llave al cilindro, la guardó y los tres apuraron el paso a través de  los corredores, para escapar por el mismo lugar donde habían entrado. 

Lograron huir del palacio sin ser detectados. En la puerta el vigía les informó que no se había escuchado otro movimiento, sin novedad alguna. El guardia trancó y volvió sigilosamente a su puesto. 

Mientras descendía por el barranco, Barrientos no pudo evitar pensar, al momento de botar la llave en el arroyo, que acababan de cometer un error. Terminarían los tres en la cárcel, por no tomar la precaución de esconder sus identidades antes que les abrieran la puerta.

Tenía razón. Tan solo 24 horas después del asesinato, era uno de los tantos arrestados en La Rotunda, esperando por su turno para pasar a la sala de interrogatorios. Estaba preso mientras el verdadero culpable, la persona que hundió la daga en el corazón del Primer Vicepresidente de la República y Gobernador de Caracas, seguía disfrutando de su libertad.

Jimeno Hernández
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