De la memoria visual del régimen

Consabido, los venezolanos olvidamos pronto. Por ello, históricamente, solemos repetir experiencias muy amargas de baja o alta intensidad. Y, sin duda alguna, constituye una ventaja para cualesquiera propósitos autoritarios o, como hoy, francamente totalitarios, para el asalto ontológico.
Es tal nuestra debilidad que, a modo de ilustración, pocos recuerdan que hubo por varios años un sostenido mercadeo de videos ilegales en la Plaza Diego Ibarra, en Caracas, finalmente destrozada que, además, hizo muy jugoso el negocio de su remodelación, mas no de su restauración. Las autoridades participaron en la comercialización filibustera de cualesquiera grabaciones, porque no es otra la conclusión a la que podemos arribar al permitir el desarrollo de tan bulliciosas actividades que incluyó un variopinto y hasta lujoso diseño de los puestos que ofertaban la mercadería completamente abigarrados, a pesar de los  extensos metros cuadrados disponibles.
El fenómeno urbano, nos remite a otro decididamente masivo. La enfermiza muralización propagandística del régimen, y, por mucho que haya intimado soporíferamente con nuestra vida cotidiana, parece una  materia  lanzada al fondo del basurero, desterrado en el subconsciente, como si jamás pudiera emerger gracias a nuestra militante evasión.
Las fotografías de Rodney Castro, nos avisan de las paredes que estuvieron tupidas y aturdidas por el grafiterismo masivo de la dictadura que tan generosamente financió, como ahora no puede hacerlo al quebrar al país petrolero.  Harto convencional, colocaba un acento circunflejo en la urbe que rechazaba la pinacoteca que tenía más de vulgar y elemental publicidad cubana que de inspirado arrebato del joven pintor al que pagaban una miseria por garabatear las calles, gracias a una de las llamadas misiones, y que seguramente hoy está en la diáspora.
La intemperie o el reemplazo por otro motivo más conveniente, ha celebrado la desaparición de una iconografía que suscita rabia y desprecio, aunque la particular Plaza Lina Ron, otrora Andrés Eloy Blanco, exhibe todavía  el rostro de varios de los responsables de esta tragedia del siglo.  Siendo el mismo, la constante y también tímida metamorfosis visual del régimen, nos interpela: a pesar de la familiaridad e intimidad de las imágenes, insistimos en golpear la memoria, agrediéndola, despreciándola, soslayándola,  cobrando importancia la afición fotográfica de Castro.
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