El republicanismo popular y las zonceras peronistas
Arturo Jauretche giró en la íntima y fría madrugada, y disparó a matar. La única munición era esférica y del mismo tamaño de un calibre 45. Su contendiente, el general retirado Oscar Colombo, hizo lo propio a cuarenta pasos de distancia. El duelo estaba, como ahora, prohibido por ley, pero había sido organizado con gran discreción a pedido del militar, puesto que este se sentía ofendido por aquel articulista genial del nacionalismo criollo, tan afecto a sostener con el puñal lo que escribía con la pluma. Jauretche, que provenía del yrigoyenismo y que brillaba como un polémico «sociólogo del estaño», tenía ya 69 años en junio de 1971 y había afirmado en las páginas de La Opinión que Colombo llegaba al Estado para «entorpecer la política nacional» en YPF. El general exigió de inmediato una reparación; pretendía resolver el lance con espadas. Don Arturo, amparado por el código de honor y por su edad, eligió pistolas; uno de sus padrinos era Oscar Alende. Un joven reportero, a la manera de un detective de novela negra, siguió sigilosamente en coche al armero hasta un criadero avícola ubicado a 50 kilómetros de la Capital, se escondió en un gallinero y presenció el ritual del combate. Luego escribió una de las crónicas más formidables de la historia del periodismo; se llamaba Horacio Verbitsky: «Eran las 7.24 y comenzaba a clarear», apuntó. Y describió los callados trámites y el silencio suspendido del amanecer. Los duelistas se dieron finalmente la espalda, y alguien les entregó las pistolas. Los dos avisaron: «Estoy listo», y a las 8.23 el director de la ceremonia impartió la orden de fuego. Los dos proyectiles pasaron cerca pero no llegaron a herir a ninguno de los rivales, que se colocaron de nuevo los abrigos y se acercaron a la mesa para devolver las armas. Allí les preguntaron si deseaban reconciliarse; ninguno de los dos quiso hacerlo. Todos los presentes se quitaron el sombrero en un saludo colectivo y caballeresco, y cada uno regresó por donde había venido.
Este episodio legendario aunque cierto permite un acercamiento a uno de nuestros pensadores más influyentes. Jauretche fue poeta y correligionario de otro cultor del coraje: Borges. Que elogió su poesía y luego renegó de ella; el peronismo los separó para siempre. Don Arturo, quien castigó al autor de El Aleph, formó parte de una pléyade de grandes prosistas políticos que reescribieron a Perón desde los diversos nacionalismos y desde las izquierdas. Las neurociencias revelan que no recordamos la anécdota original, sino la última versión evocativa de ella. Con más fuerza incluso que las ideas del viudo de Eva, muchas veces zigzagueantes, se han cristalizado los tópicos de aquellos magníficos escribidores, por quienes Perón solía profesar afecto y escepticismo a partes iguales. Jauretche, por su didáctica magistral, es tal vez quien más arraigo ha conseguido entre la militancia kirchnerista. Repasarlo hoy es un placer literario, pero también una lección perturbadora acerca de los riesgos que implica dar por vigente un anacronismo.
Su gran propósito fue denunciar los andamiajes culturales creados por la «oligarquía y el imperialismo» para lesionar la «conciencia nacional» y, en consecuencia, el desarrollo del país. Ese tejido de símbolos, que nos hundía en una «cultura semicolonial», se encontraba en los periódicos, la radio y la televisión, las escuelas y las facultades. Y hacía mella en un sector aspiracional de la clase media: el famoso «medio pelo». Don Arturo se indignaba con la enseñanza hegemónica de aquellos tiempos, donde el modelo sarmientino y la historia liberal campeaban en los manuales y en la verba docente. Desde 1987 hasta la fecha, las escuelas y universidades del conurbano bonaerense y de la mayoría de las provincias adoptaron el modelo exactamente contrario: en un juego de espejos, donde antes se repudiaba a Rosas, hoy se insulta a Sarmiento. La enseñanza hegemónica de la actualidad es revisionista y binaria. Y de esas usinas, como sucedía antes en dirección contraria, surgen generaciones llenas de prejuicios. Si existía una colonización liberal, hoy existe una colonización nacionalista. Se combatió una injusticia implantando otra.
Luego, por supuesto, don Arturo razonaba en un mundo que ya no existe. Ahora no es bipolar, sino multipolar y cambiante; la globalización perjudicó a las viejas potencias imperiales y mejoró a muchos emergentes. La lógica de la colonia es una antigualla. Y el eurocentrismo, que Jauretche desdeñaba, no había experimentado la prueba de la Unión Europea, que aun con los actuales conflictos demostró ser -como afirma Ominami- «la construcción más importante intelectual, filosófica y política de la humanidad». Esa democracia ejemplar trajo un esplendor económico al que no podríamos renunciar, sin traicionar (perdón) el destino de la patria.
Tampoco la clase media de hoy se corresponde con sus apuntes de los 60: las culturas del consumo y de la ultratecnología han modificado su sentido común. Y la idea crítica de que la Argentina estaba resignada a ser un mero país agroexportador tiene serias dificultades: el sector se ha convertido en una industria portentosa, y el peronismo de la soja a 650 no fue capaz de industrializar la nación. La idea de que capitales foráneos no deberían invertir en el petróleo nacional (táctica «entreguista») es impracticable: hasta el propio kirchnerismo la sepultó. Si Jauretche viviera, tal vez incluso se dedicaría a puntualizar las «zonceras peronistas», dado que se divertía rebelándose contra el poder permanente, que hoy no se encuentra donde se hallaba cuando escribió «Prosa de hacha y tiza».
La frase de Alberto Fernández -«el gobierno volvió a los argentinos»- tiene ecos jauretcheanos. El articulista tendía a defender un criollismo político que suplantara la importación ideológica. Alberto aludía al FMI -simple prestamista de última instancia-, y se supone que hará de esa relación toda una novela antiimperialista. La ficción da leche entre los lectores autómatas de don Arturo. El asunto, no obstante, plantea también la difícil relación del justicialismo con la otredad: si alguien fustiga al liberalismo político, es un «emancipador»; pero si alguien osa criticar al peronismo es un odiador irredimible. Está lleno de trampas ese aparato discursivo, que no sabe cómo encuadrar a quienes no lo votan. Para algunos son «oligarcas», aunque una oligarquía de diez millones de personas suena a oxímoron; otros utilizan categorías racistas («una raza muy hija de puta», dijo Hebe). Y después están los que lo califican como «antipueblo». Esta palabra, también de Jauretche, pretende decir que doce millones son «el pueblo» y que los restantes no lo son. El colectivo movilizado y atento que se constituyó en los últimos meses está conformado por liberales, socialdemócratas, conservadores, radicales y hasta por peronistas, verdes y celestes, y también librepensadores. Son el republicanismo popular, un movimiento que no conduce nadie, pero que merecería la observación perspicaz de los intelectuales: Jauretche pescó en un instante la relevancia del 17 de octubre. Este nuevo movimiento plantea una disputa real, aunque no necesariamente las patologías de una grieta. Que alejó a nuestros dos genios. Una tarde de 1973 en la confitería Saint James, un mozo se le acerca a Borges y le comunica: «Dice el doctor Jauretche que tendría sumo interés en que usted fuera a sentarse a su mesa». Borges responde: «Dígale al doctor Jauretche que el interés no es mutuo».
Crédito: La Nación
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