Un legado de Morales: la grieta étnica
Tras los restos humeantes de un gobierno que marcó nuestras vidas durante casi tres lustros comienza a tomar forma la metáfora del urin y el anan, el mundo de abajo y el mundo de arriba. “Morales puso arriba a los que estaban abajo. Tras su salida, otra vez los de abajo han vuelto a estar abajo”. Más allá de ésta caricaturesca definición de la interpretación de la concepción espacio-tiempo del mundo andino, la idea apunta a evidenciar la profunda grieta étnica que hoy parece dividir al país.
Cuando Morales llegó al gobierno, el 22 de enero de 2006, dijo: “Bolivia parece Sudáfrica. Amenazados, condenados al exterminio estamos acá, estamos presentes (…). De la resistencia de 500 años a la toma del poder para 500 años (…). Yo me siento orgulloso de… nuestra clase media, intelectual, profesional, hasta empresarial, pero también les invito a ustedes a que se sientan orgullosos de los pueblos indígenas, que son la reserva moral de la humanidad”.
El 24 de octubre de 2019 afirmó: “Dijeron ya somos perdedores y yo dije, todavía no está llegando el voto del movimiento indígena (…), pero llega el voto del movimiento indígena y llegamos a más del 10%, eso no se está reconociendo, esos grupos inspiran al odio, al desprecio, nuevamente viene la discriminación”. Tras su renuncia a la Presidencia dijo también: “(…) discriminadores y conspiradores pasarán a la historia como racistas y golpistas”.
Es moneda corriente suscribir que el mayor mérito de su gobierno fue cerrar la página histórica abierta en 1952 de la lucha contra la discriminación y el racismo, y además acelerar la movilidad social gracias a la excepcional bonanza económica de la que disfrutó, gracias a los espectaculares precios internacionales de nuestras materias primas.
Ese paso, importante, sin duda, no completó la tarea, como se ha podido probar en la crisis provocada por el fraude electoral. Si bien es cierto que la estructura del voto evidenció una adhesión mayoritaria del área rural e indígena por Morales, no lo es menos que el gobierno y sus grupos más radicales impidieron, por la vía de la amenaza, que los candidatos de oposición pudiéramos siquiera entrar en esos cotos rurales cerrados por el masismo.
Pero lo determinante fue que, tanto durante la campaña como en las arengas del expresidente, el discurso racista era dominante e incitó a la violencia por razón de diferencia cuando no de odio étnico. El 20 de noviembre de 2019, en la ya célebre conversación con uno de sus acólitos, Morales fue claro: “Que no entre comida a las ciudades (…), cerco de verdad (…), va a ser combate, combate, combate (…), vamos a dar dura batalla a los fascistas, a los racistas”.
Años de este discurso a través de los medios gubernamentales, especialmente en su programación en aymara, quechua y guaraní, dejaron un sedimento del que recién nos percatamos en los duros días de octubre y noviembre, la grieta que no se había sellado totalmente se volvió a abrir y parece haberse profundizado.
Morales tiene en esto la mayor cuota de responsabilidad y la tiene no sólo por sus brazadas desesperadas para no ahogarse en los días de su renuncia, sino por la construcción argumental pergeñada por García Linera y diseminada en innumerables discursos, y reuniones de ambos mandatarios con su base indígena durante su gobierno.
No es que la explosión de violencia generada a partir del 12 de noviembre fuera la causa, es que fue el efecto de un adoctrinamiento sistemático con un doble objetivo: el político, con la cohesión de sus fuerzas, y el social, con la lectura “revolucionaria” de una contradicción irresoluble en clave culturalista.
La idea era que junto, o incluso frente, al viejo discurso de la lucha de clases, se debía resolver la antinomia étnica sobre la premisa de que la riqueza y poder están en manos de la élite blanco-mestiza y la pobreza está encarnada por la mayoría indígena.
Esa premisa fue, irónicamente, desmantelada por la movilidad social y la bonanza económica generada en el pasado gobierno. La composición del poder político emergente (que pervive en la Asamblea Legislativa), la creación de una nueva burguesía indígena, sobre todo aymara y quechua, son hoy una realidad. Las nuevas élites de ese origen son parte central de la dinámica del nuevo poder económico del país, especialmente en áreas como los mercados de abasto, el transporte, el comercio, la importación informal de bienes y otras varias.
Proponer en este contexto la misma lectura política, social y económica que se hacía hace 30 años carece de sentido y falsea los hechos, aunque no deje de ser cierto que la mayor pobreza del país está afincada todavía en áreas rurales e indígenas.
Morales destruyó buena parte de lo que construyó en la primera fase de su larga administración, convirtiéndose en el abanderado de la confrontación racial y cavando más la grieta que el país trata de superar desde que se generó como la peor de nuestras herencias coloniales.
Crédito: Página Siete
- Un legado de Morales: la grieta étnica - 2 diciembre, 2019
- ¿Renuncia o golpe?, ¿existe la verdad en política? - 25 noviembre, 2019
- Sobre la crisis del capitalismo - 15 enero, 2017