Se corrió el telón y quedó claro que manda la reina
Entre las infinitas leyendas de la historia del ajedrez acaso la más intrigante se refiera a Isabel la Católica. Narran antiguos expertos que al estudiar las reglas de ese juego, que provenía de Oriente, la esposa de Fernando de Aragón se indignó con las limitaciones que mostraba la dama sobre el tablero. Luego el monarca le pidió a su consorte que se presentara en el campo de batalla para alentar a los soldados durante el largo asedio de Baza, y ese paseo tuvo un impacto mítico. Al final de todos estos episodios, el ajedrez cambió sus reglas para siempre y la pieza que representaba a la reina se transformó en la más poderosa, lo que no dejó de despertar una serie de escándalos entre los «machirulos» de la nobleza europea.
Fue precisamente Isabel de Castilla quien, como se sabe, creyó en Cristóbal Colón y lo comisionó para su extenuante aventura. Si en el Puerto de Palos se hubiera sometido a una conferencia de prensa, Colón habría jurado que Isabel no influyó jamás en su tripulación ni en la cantidad de sus pertrechos ni en su carta esférica, y la verdad es que no hubiera mentido. A la reina no le importaban esas menudencias; para eso había contratado a un almirante genovés. Para que hiciera el trabajo duro, se hundiera con sus carabelas si algo salía mal, fuera devorado por los caníbales si el destino le era adverso o retornara al reino con buenas noticias y las manos llenas de riquezas. Sería entonces recompensado, aunque ni remotamente el almirante podría aspirar a confundir su rol ni a soñar alguna vez con que su descubrimiento podría sentarlo en el trono. El kirchnerismo, como el progresista clan Zamora de la comarca santiagueña, siempre fue un proyecto familiar: la idea original consistía en que el rey y la reina se alternaran para siempre en la poltrona. Hoy, que el rey ha muerto, solo quedan la reina, su príncipe Máximo y su favorito, el gran duque de Axel. En esa corte de los milagros (kirchneristas), el presidente electo es por ahora un almirante conchabado para una riesgosa expedición de ultramar. Se ha especulado mucho acerca del enorme suspenso que genera la revelación del próximo gabinete. Pero, en realidad, el telón principal ya se abrió el 18 de noviembre, cuando el departamento de la calle Juncal demostró no ser Puerta de Hierro, sino directamente el Palacio Real de Madrid: allí la reina, a su regreso de Cuba, dueña absoluta de casa y ya libre de disimulos proselitistas, impartió órdenes, vetó personajes, impuso leales y dejó en claro que vamos a lo que Daniel Sabsay denominó, con ingenio y pavor, un inédito régimen vicepresidencial. Otra experta en liderazgos, la cientista política María Matilde Ollier, lo explica a su modo: aquí no habrá un poder bifronte; ella tiene los votos y tendrá el poder verdadero. La lapicera no hace magia.
Desde la celada de la calle Juncal no han dejado de suceder acontecimientos de alto valor simbólico que confirman esa impresión y derriban ciertas supercherías. Como, como ejemplo, que Cristina está cansada, que el nuevo oficialismo intentará cerrar la grieta, que de aquí en adelante mandará exclusivamente Alberto, que él será el macho alfa del peronismo, y también que el massismo tendrá porciones fundamentales en la repartija de los cargos. La Pasionaria del Calafate, en alianza con lo más rancio de la derecha feudal y con su propio ejército de neocamporistas, acaba de apoderarse del Congreso de la Nación y de imponer al Rasputín de la grieta: Carlos Zannini. Otro rey, Federico el Grande, sostenía: «He llegado a un acuerdo con mis súbditos: ellos dicen lo que quieren y yo hago lo que me da la gana».
Muchos dirigentes peronistas y determinados amigos de Alberto Fernández andan llorando ahora por los rincones; algunos votantes de la clase media y del establishment que apostaron por el Frente de Todos, y que lo hicieron bajo la creencia de que no estaban votando la restauración del régimen autoritario cancelado en 2015, comienzan a ponerse nerviosos. Que la inocencia les valga. ¿Fue un acto de autosugestión? Los dirigentes no kirchneristas que lograron la vuelta de la arquitecta egipcia ¿creyeron de verdad que a la hora de los bifes el cristinismo se dejaría conducir por un vicario? ¿Alguien pensó por un momento que Cristina, ese enorme animal político, se retiraría de las lides con un 35 por ciento del electorado y ungiéndose a sí misma jefa total del Parlamento?
Es interesante examinar, en ese sentido, el disparatado derrotero del massismo, donde además del Camaleón del Tigre militaban Fernández y Solá. Juntos le quebraron el espinazo a Cristina, luego la denunciaron (Stolbizer de por medio) y más tarde afilaron la hoja para decapitar a Macri. El Frente Renovador no logró renovar al peronismo; solo consiguió renovarle la vida política a la viuda de Néstor. Que ahora lo acotará, lo vigilará y lo usará, en el mejor de los casos, como barreminas. Se impone aquí un homenaje a la inteligencia ajedrecística de la reina. Cometió múltiples errores tácticos hasta que perdió frente al pobre Esteban Bullrich en una madrugada risible y aciaga. Pero, como decía Capablanca, «de pocas partidas he aprendido tanto como de la mayoría de mis derrotas». Otro excampeón del mundo, Alexander Alekhine, explicaba que para competir en ajedrez es preciso, ante todo, «conocer la naturaleza humana y comprender la psicología del contrario». Cristina no podía ganar ni gobernar sola: tenía que meter al justicialismo y al massismo en su nave, dejar que se creyeran los dueños del timón, se felicitaran por haberse sacado la lotería e imaginaran incluso que en algún momento la arrojarían por la borda. Para eso debían decirse a sí mismos: está agotada, se la ve muy distinta, ha hecho una autocrítica, solo quiere la unidad; el poder será para los gobernadores peronistas, los radicalizados quedarán al margen, y unas cuantas sandeces por el estilo. Después de haber sido desastrosa varias veces en materia de estrategia comicial, ella fue brillante una vez, y eso bastó para instaurar el cuarto gobierno kirchnerista. En su campamento se sorprendían hace una semana de cómo ciertos cronistas, veteranos y bisoños, se negaban a comprender que ella era el único centro de este sistema solar. La respuesta es sencilla: el peronismo clásico y los massistas llegaron a creerse el montaje, y a transmitirlo off the record con triunfal y persistente elocuencia. La perfección del timo.
Pero la exitosa abogada de Tolosa no solo ha demostrado gran destreza en las aperturas agresivas, las combinaciones, los enroques y los gambitos. Pervive porque fue la última líder que tuvo una idea concreta sobre lo que era el peronismo; la otra ocurrencia la había tenido Carlos Menem, que se hundió en el desprestigio y quedó demodé. El resto del planeta justicialista -incluyendo a sus detractores y a sus intelectuales- no logró nunca superar la única idea vigente (sin ello resulta imposible dentro del Movimiento una revocación de ciclo), y entonces el cristinismo es hoy, por default y más que nunca, el peronismo del siglo XXI. Para desgracia de la Argentina, puesto que ese proyecto cruel, voraz y divisionista no contempla la convivencia y sí la extinción de la democracia republicana. Por su formación y evolución, Alberto Fernández no comparte ese conjunto de doctrinas extremas. Es solo un almirante profesional; no un ideólogo ni un apóstol ni un heredero de Su Graciosa Majestad, pero es precisamente por todo eso que no puede contradecir a la reina: su cabeza rodaría. Así resulta factible pensar incluso que, más allá de algunas escaramuzas de momento (se reparten los porotos), no habrá tampoco una guerra intestina de proporciones en los próximos meses: nadie tiene suficiente potencia ni coraje como para resistir a la soberana y nadie está tan chiflado como para jugarse la parcela contra sus fuerzas irreductibles, su mando a distancia y sus venganzas dolorosas. También puede pasar que dentro de dos o tres años el almirante, envuelto en un sonado éxito, arribe al Puerto de Palos con sus carabelas repletas de oro y un discurso hipnótico y superador, y ponga por fin en jaque a la dama. El ajedrez peronista es tan imprevisible que Bobby Fischer abandonaría por jaqueca.
Crédito: La Nación
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