Melchor, Gaspar y Baltasar, desde mi ventana

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Nunca olvido que de niña, año tras año, recibía yo con gran ilusión la visita de los Tres Reyes Magos. Después del ajetreo de las fiestas decembrinas, abundantes en arreglos del hogar, compras, reuniones de familiares y amigos, hechuras de hallacas, perniles, ensaladas y postres, el seis de enero venía a ser como el bálsamo que nos llegaba envuelto en tardes translúcidas de bellísimos colores y un airecito más frío de lo acostumbrado que invitaba a la cobija y al recogimiento. El día previo a Reyes comenzaba yo a sentir un especial alborozo.

Imaginaba a estos magos venidos de oriente montados en sus grandes camellos sorteando los rigores del desierto tras la estrella de Belén ¿Qué cómo llegaban de tan lejos hasta mi ventana? Eso era lo de menos, yo vivía esto con alma de niño. Los había visto en películas y desplazarse lentamente por algunas de las trochas llenas de almácigos y montañas sembradas de musgo en el pesebre de mi abuela. En cierta oportunidad a la mañana siguiente de aquella mágica noche encontré uno de los regalos más bellos del mundo: Un zorro de peluche que al verme pareció animarse y desde una caja de cartón de color azul turquesa saltó entre mis brazos batiendo su gran cola como un abanico, con un hocico muy puntiagudo.

Tenía un pelaje muy suave, matizado de colores que se asemejaban a las mandarinas, las naranjas y los ladrillos terracota de la pared del jardín. Jamás podré olvidarlo. A los tres reyes nunca les escribí cartas con peticiones tal y como acostumbraba hacerlas con el Niño Jesús o San Nicolás. Aquello lo dejaba, sin chistar y con mucha humildad, a criterio de Melchor, Gaspar y Baltasar. A los que consideraba unos seres muy sabios capaces de traerme entre sus alforjas unas veces libros de cuentos, otras cuadernos para dibujar o escribir, cajas de creyones, golosinas, y en ocasiones algún billetico o moneda con lo que podría adquirir lo que yo quisiera.

Cierta vez le pregunté a mi papá porque a veces dejaban unas cosas y en otras solo dinero. A lo que él me respondió que esto último lo hacían cuando iban de apuro. Yo no entendía porque algunos de mis amigos no participaban igual que yo de la llegada de los Reyes que segurito pasaban por sus casas sin ser vistos, como dice el dicho, por debajo de la mesa.

Unos cuantos de ellos insistían en arrebatarme aquella ilusión que defendí a capa y espada hasta entrada mi adolescencia. Pues dejé de creer en el Niño Jesús y San Nicolás llevada por las circunstancias pero en Los tres Reyes Magos, no. De tal manera, hoy no acabo de entender porqué hay muchos padres que se devanan los sesos pensando si deben mantener en sus hijos la creencia del Niño Jesús o de San Nicolás.

Y pienso entonces que en un mundo tan materialista como en el que vivimos parece que no importaran los sueños y las ilusiones que se forjan en el maravilloso mundo sensible e imaginativo de nuestros niños. Gran parte de las festividades que tienen lugar en muchos países se debe a que buen número de sus comunidades preservan tradiciones en torno a las cuales fortalecen los vínculos afectivos, el sentido de la pertenencia y la amorosa protección de la memoria contra el avance indetenible del consumismo y la fría racionalidad. Mi esposo y yo fomentamos en nuestra hija cuando era niña la creencia en Los Reyes.

Incluso enriquecimos juntos el menú que se le les dejaba la noche del cinco para el seis con frutas y agua abundante para los camellos que seguramente recalaban a nuestro balcón exhaustos de tanto cabalgar. Por lo tanto hoy digo, gracias papá que te preocupaste por darme alegría preservando la tradición y sembrando en mí la ilusión de las cosas y el regusto por el misterio.

Él se encargó de que los Tres Reyes no se olvidaran de dejarme en el zapato que religiosamente solía dejar en la ventana de mi cuarto, algún obsequio. Porque Gaspar, Melchor y Baltasar al igual que muchos personajes de cuentos – pongamos por caso, onza, tigre y León, Panchito Mandefuá, Pinocho, o los personajes de Las mil y una noches – pertenecen principalmente, más allá de las referencias históricas, al territorio de las ilusiones, la imaginación, las emociones y los sentimientos tan necesarios para poder vivir. Así pues, no puedo dejar de asomarme por la ventana las Noches de Reyes de cada año con la aspiración de verlos pasar.

Oteo entre el cielo estrellado para ver si encuentro la Estrella de Belén. Y me acuesto con el sentimiento de que al día siguiente voy a encontrar un pequeño obsequio de regalo en mi ventana.

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