Evita, el oráculo que prende y apaga

Los murales en acero, alternativamente penumbrosos o iluminados, de Eva Perón que ilustran las caras norte y sur del edificio de Obras Públicas, que hoy ocupan los ministerios de Desarrollo Social y de Salud, encierran alegorías contradictorias de la historia del peronismo que persisten hasta hoy.

Al pie de esa mole -que otro presidente peronista, Carlos Menem, estuvo a punto de demoler en los años 90- tuvo lugar el Cabildo Abierto del Justicialismo, el 22 de agosto de 1951, quizás el acto más fascinante, en 75 años, del principal movimiento de masas de la Argentina.

Ciertos hechos del peronismo remoto se enlazan de manera invisible y fortuita con la historia presente del partido que hoy gobierna bajo el seudónimo de Frente de Todos. Tal vez fue en aquel mitín en que emergieron por primera vez públicamente y de manera sutil espasmos del «doble comando», un tema que desde la extravagante nominación de Alberto Fernández por parte de su actual vice, Cristina Kirchner, recobró actualidad. Aunque ese choque hasta ahora, que se sepa, no se ha expresado en forma directa, los temas de los «presos políticos» y del «negacionismo» prenuncian posibles tormentas más intensas cuando la coyuntura se ponga más brava. El esmerilamiento presidencial viene por interpósitas personas hasta el momento. De la fórmula en el poder, solo Alberto Fernández es el que por ahora recibe frecuente fuego amigo. ¿Cómo respondería Cristina Kirchner si le destinaran similar artillería verbal?

Para su novela Santa Evita, el escritor y periodista Tomás Eloy Martínez analizó minuciosamente los noticieros de la época en busca de señales «bajo el agua» que permitieran resignificar aquel acto más allá de las formalidades del poder, que, cualquiera sea, siempre intenta esconder prolijamente sus más mínimas disidencias internas.

Sin embargo, hay un par de situaciones muy ostensibles que, por mucho que intentaran disimularlas, quedaron explícitas y a la vista. La primera anomalía fue aprovechada décadas más tarde por Andrew Lloyd Webber y Tim Rice para su exitosísima ópera rock de impacto mundial, precisamente intitulada Evita. Como introito al tema principal de aquella obra -«No llores por mí, Argentina»-, el coro, que representa a la multitud de aquel acto, hace sonar más fuerte el nombre de la «abanderada de los humildes» que el del mismísimo Juan Domingo Perón, tal como sucedió en la realidad. La segunda anomalía, verdaderamente asombrosa y conmovedora, que quedó en los registros documentales de aquellos tiempos, se advierte en la muchedumbre que, lejos de cumplir con su tradicional papel sumiso de avalar sin cuestionamientos el statu quo, interpela repetidas veces a Eva Perón para que acepte la candidatura a vicepresidenta acompañando a su marido en las elecciones presidenciales de 1952, en las que sería reelegido. La tercera anomalía, más notable para analistas que para observadores no advertidos, son los nervios, las marchas y contramarchas, las indecisiones y los gestos elocuentes de los protagonistas de aquella jornada sobre el escenario: el matrimonio presidencial y el secretario de la CGT, José Espejo, que alentaba el binomio Perón-Perón.

¿Qué se dirimía? Si la primera dama podía ser o no candidata a vicepresidenta. Terminaría declinando finalmente esa nominación días más tarde por cadena nacional y moriría de cáncer once meses después. Pero esa no sería la causa principal de su frustrada candidatura. De hecho, Hortensio Quijano, que fue nuevamente nominado vice, falleció incluso antes que ella. Otras versiones hablan de presiones militares -de cuya corporación el presidente era parte- y de cierta moralina pacata de la época, aún refractaria al protagonismo femenino.

Las transfiguraciones impuestas a Eva Perón a través del tiempo nunca se detuvieron: la desaparición de su cadáver durante 16 años la elevó a la categoría de mito, los Montoneros desafiaron a Perón y la tomaron como estandarte y Cristina Fernández inauguró en 2011 las gigantografías luminosas en dos paredes del edificio de la 9 de Julio, en cuya base exterior se llevó a cabo el acto del «renunciamiento» de Evita. A la viuda de Kirchner le gustaba pronunciar sus peroratas encadenadas al lado de una maqueta con esa obra, uniendo consciente o inconscientemente el hecho histórico y su homenaje posterior, toda una reivindicación de la disidencia al más alto nivel.

El gobierno macrista hizo algo peor que mantener esa instalación apagada: solo iluminó las guardas con los colores patrios que bordean esas ilustraciones. Consultadas al respecto autoridades del gobierno anterior y del actual, en algo, al menos, coinciden: el sistema de luz que alimenta a ambas Evitas está tan deteriorado que impide su normal funcionamiento. Los exfuncionarios dicen que lo recibieron así y que no se ocuparon porque la crisis energética demandaba ahorro de electricidad. Juran y perjuran que no hubo animosidad política alguna.

Mientras las actuales autoridades apuran el tranco para reponer las luces que iluminan de atrás ambas imágenes (la Evita plácida, hacia el sur, para los humildes; la Evita combativa, hacia el norte, para las clases más acomodadas), el Sindicato de Luz y Fuerza, a cien metros de allí, se las ingenió para iluminar la cara norte del edificio cuantas veces quiso durante la era macrista. La noche del triunfo de Alberto Fernández, trabajadores de UPCN la volvieron a iluminar con reflectores. «Fue como la batiseñal», dijo uno por ahí. Relato y ensueño, la Evita reencendida funciona como un oráculo vigente, por más que haya abandonado el mundo de los vivos hace 68 años.

Crédito: La Nación

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