Nos estábamos convirtiendo en imbéciles

Nicholas Van Orton es un exitoso experto en inversiones, con una existencia acomodada y hasta lujosa aunque algo maniática, soberbia y vacía, desprovista de vitalidad y alejada ya del sentido común. En otro extremo, su hermano Conrad (nombre literariamente significativo) es un hombre modesto, desprendido y espontáneo, y en su cumpleaños número 48 le regala un cupón de una compañía llamada Consumer Recreation Service (CRS): un juego caro y exótico diseñado para millonarios aburridos. Nicholas hace averiguaciones entre otros banqueros y luego resignadamente firma unos papeles y acepta la propuesta. Comienzan entonces a acontecerle episodios extraños, cada vez más peligrosos, que él encaja con templanza en la certeza de que se trata de un simple juego de roles. Hasta que el asunto pasa a mayores, toma el cariz de una pesadilla kafkiana, y al final entiende que todo fue una conspiración y una gran estafa: por el camino le han hecho perder su reputación y toda su fortuna; también su casa: se ha quedado sin nada y en la calle. Agobiado por la situación, intenta suicidarse, pero se lo impiden: se descorre enseguida el telón y resulta que efectivamente era un juego existencial. Lo agasajan con una gran fiesta llena de parientes y amigos; todavía perturbado por el drama, Nicholas abraza a su hermano, y Conrad le susurra con ojos brillantes: «Tenía que hacer algo, te estabas convirtiendo en un imbécil».

The Game es un thriller fantástico que bordea lo surrealista, y que David Fincher filmó inmediatamente después de Seven. Poe, Bradbury, King o incluso Silvina, Borges y Bioy no hubieran desdeñado su argumento alegórico, aunque cada uno lo habría escrito a su manera.

La pandemia es ese juego macabro que irrumpe de improviso, devasta nuestro mundo y sus creencias automáticas, y amenaza con despojarnos de todo y modificar nuestras conciencias para siempre. La pregunta no es por qué nos está pasando todo esto, sino por qué no habría de pasarnos. Los países ricos y los sectores sobrealimentados de las naciones pobres habíamos desarrollado una especie de frivolidad negadora acerca de las seguridades cartesianas de nuestro modo de vida. Los europeos, anestesiados por una prosperidad sostenida y no del todo reconocida por ellos mismos (la bonanza también idiotiza), se habían entregado a la superstición de la invulnerabilidad, a las quejas histéricas, al liviano boicot de la democracia y a batallitas menores de sector: ficticias, inocuas y autocomplacientes. Habían perdido su propia memoria escrita. Creían que el confort era gratuito y que no había que luchar por el progreso; olvidaron rápidamente el modo en que debieron guerrear y sufrir para conseguir lo que poseían, y les gustaba pensar que todas sus conquistas se habían logrado y se mantendrían con el espíritu pacifista y virtuoso de una ONG. «Toda historia no es otra cosa que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible», decía Ítalo Calvino. Y Arturo Pérez-Reverte, luego de veinte terribles años como corresponsal de guerra, lo advertía a cada rato: creamos eufemismos y cortinas de humo para negar las leyes de la naturaleza y la infame condición de los seres humanos. La guerra puede explicarse perfectamente por la razón; lo que resulta inexplicable es la paz, porque no es el estado natural del hombre. La vida occidental, con sus comodidades, es un fascinante engaño. La gente no quiere saber: comodidad, seguridad, besos en la boca, ecología, buenismo. La realidad es que el cosmos mata sin moral. Y que vivimos en una nube y de vez en cuando nos despierta a bofetadas un abismo: un tsunami, un conflicto armado, un atentado, una peste. Quizá por eso «de vez en cuando el género humano necesita irse un rato al carajo», dice Arturo. Desde el carajo (aquella canastita de vigía en el palo mayor) se ve mejor y más lejos. La crisis del Covid-19, si Bill Gates vuelve a tener razón, acabará en septiembre y dejará un tendal de muertos, una economía hundida y muchas lecciones por aprender. Pero quizá aporte la lucidez de un nuevo comienzo; Dios o el destino podría entonces susurrarle al ser humano, con ojos brillantes, aquella frase de Conrad: «Tenía que hacer algo, te estabas convirtiendo en un imbécil».

Ya lo dice el proverbio árabe: «El hombre hace planes y Dios se ríe». Y los pacientes que atraviesan enfermedades graves y se curan suelen dividirse en dos grupos: aquellos que rearman sus prioridades de nuevo y discriminan lo importante de lo superfluo, y aquellos que regresan aceleradamente a sus errores usuales como si nada hubiera ocurrido. Los que aprenden la lección y los que reinciden. Así como la satisfacción estafa, el fracaso sostenido también lo hace, porque crea religiones políticas que lo justifican, atrincheramientos en convicciones irreductibles, relatos falsarios y ensañamientos terapéuticos que no permiten escapar del círculo vicioso. Tal vez el coronavirus cambie el carácter humano, pero ¿modificará también la personalidad del ser argentino? Para una sociedad como la nuestra, cuyo talón de Aquiles ha sido un recurrente y patológico desapego a las reglas, el desafío resulta mayúsculo. Porque precisamente del acatamiento de las reglas trata esta cuestión de vida o muerte. Pero ese clásico pecado nacional no es el único que nos ha traído hasta esta impresionante decadencia: la insistencia en sabotear una y otra vez un sistema político de coexistencia que permita acuerdos de base y también unificar esfuerzos se combina con nuestra transgresión genética. El espanto de los días ha hecho más por la cohesión que toda la retórica del siglo XX: la grieta se derrite como vela en el infierno, y los proyectos antisistema quedaron más fríos e inútiles que los hierros del Titanic. La antigrieta está de moda: la angustia colectiva no da para divisionismos de Palermo Fashion, y los libros de Gramsci y de Laclau sirven, provisoriamente, como leña simbólica para la hoguera de la noche más oscura. «¿No es triste considerar que solo la desgracia hace a los hombres hermanos?», se preguntaba Galdós. Nadie sabe, no obstante, si en el futuro el miedo universal no se intentará conjurar con el autoritarismo, porque puestos a elegir entre la salud y la libertad muchos pueblos pueden inclinarse por el despotismo: el pánico engendra monstruos. Pero nadie sabe nada. Lo único que puede advertirse a ciencia cierta es que para matar al virus hay que liquidar a la economía, como si para terminar con el delincuente hubiera que cargarse al rehén. Una decisión dura pero fuera de toda discusión, aunque el escritor mexicano Jorge Zepeda Patterson se pregunta si las acciones de los países ricos pueden ser imitadas por los pobres, donde no hay semejantes recursos en el Estado ni una economía mayoritariamente formal (en México, el 57% de la población trabaja en negro): «¿Qué pasaría si nos aplicamos el coma inducido al que ellos (Europa) se han entregado, sabedores de tener los recursos para revivirse?», se interroga. Y no hay respuesta. Es por eso que el presidente argentino debería crear un comité económico de crisis con los mejores de todas las ideologías y especialidades: esa foto también traería tranquilidad a quienes creen que van a sufrir más la mishiadura que la pandemia. Dejamos para el final (siempre que llovió paró) a Gauguin, que pinta con palabras el fin de un ciclón. «El sol vuelve. Los cocoteros altos levantan sus plumas de nuevo y el hombre los imita… La alegría ha vuelto y el mar sonríe como un niño».

Crédito: La Nación

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