(ARGENTINA) Héroes familiares: ellos tienen la vacuna

Hace unos años el mozo de un restaurante de la calle Cerviño me avisó que su patrón quería saludarme y acercarse unos minutos a nuestra mesa. Levanté la vista y lo alenté a que viniera de inmediato: era un veterano español de rasgos afables. Me contó que había sido presidente del Centro Asturiano de Buenos Aires, que había conocido a mi padre y que le había dado una misión secreta: recuperar a los viejos socios que con la terrible crisis económica se habían borrado. Marcial era un soldado de ese club, y se tomó muy en serio aquel cometido. Como el médico le había aconsejado que hiciera mucho ejercicio, el antiguo camarero del bar ABC (Canning y Córdoba), ya jubilado, se propuso ir caminando a todos los domicilios de la nómica, visitar a los «desertores» y convencerlos de regresar a ese patio de dicha, hórreo, gaita, fabada, brisca y ritos nostálgicos. Atravesó decenas de veces la ciudad, estuvo en barrios remotos y entró en los hogares de sus viejos camaradas. Uno de ellos, el año pasado, me contó que Marcial se tomaba el trabajo de escuchar sus historias y calamidades, y que lograba persuadirlos de volver al redil. Mi padre nunca nos contó esa peripecia clandestina: llegaba a casa alrededor de las ocho de la noche y se ponía a ver fútbol o alguna de las películas de la era dorada de Hollywood: seguía siendo un hombre discreto, un amante del balompié europeo y un fanático de Gary Cooper. Se consideraba a sí mismo «un millonario sin plata». Mi madre daba por descontado que venía del club, y de jugar un tute cabrero: no preguntaba demasiado; ya por entonces se hablaban poco.

Su paisano me narró algunas penurias y vicisitudes que los camaradas le referían a Marcial en aquellos largos encuentros. Combatientes de la Guerra Civil Española, gente salvada por un pelo de un fusilamiento, sobrevivientes de la cárcel o de la infamia o de la hambruna posterior; hombres y mujeres de aldeas perdidas que habían cruzado el océano y vivido zozobras en el Hotel de los Inmigrantes, y luego en estas ciudades hostiles y extrañas. Comerciantes y empleados que habían dejado la piel en los salones, en los mostradores, en los talleres, en las carpinterías. Gladiadores de la vida. Que luego habían sido azotados por las múltiples plagas argentinas: las hiperinflaciones, las devaluaciones y las depresiones económicas; la violencia de los setenta, la inseguridad de un país caníbal. Un asturiano había perdido a su hijo en la llamada «guerra sucia»; otro era padre de un combatiente de Malvinas que había muerto cerca de Puerto Argentino; una asturiana había sido destrozada a golpes por dos malandras que le robaron los magros ahorros escondidos en una lata de galletitas. La mayoría conservaba, sin embargo, el temple y la gracia: se reían de sí mismos y mostraban orgullosos las fotos de la prole y su notable progreso.

Sentí asombro y tristeza al comprobar que me había perdido aquella aventura de mi padre y aquellas biografías íntimas. No se me ocurre novela más espectacular ni más épica que esa, y sé que ya no podré recuperar aquellos testimonios que Marcial escuchó, porque muchos de esos gladiadores han muerto, y también porque ninguna ficción será capaz de recrear con justicia vidas tan sorprendentes: la realidad, en estos casos, siempre es más fuerte que cualquier invención.

Pienso mucho en aquel itinerario secreto de Marcial y en aquella galería de inefables personajes durante estas Pascuas de cuarentena. Quizá el gran culpable de esta autorreferencia sea el psicólogo Miguel Espeche, que hace unas noches recordó en público la odisea de mis padres asturianos y les recomendó a los argentinos que apelaran en estos difíciles momentos a la valentía de los inmigrantes. Aquellos abuelos o bisabuelos que vinieron sin nada y que con la brega y la tenacidad y el coraje a prueba de balas se abrieron camino. Sugiere Espeche que esa fuerte seña de identidad se encuentra agazapada en nuestro genoma y que el confort de la vida moderna la ha adormecido. Los argentinos deberíamos despertarla para repechar la incertidumbre y el encierro, y este drama global de proporciones.

Hace una semana, un amigo me contó que su hija veinteañera llamaba día por medio a su abuelo italiano, un hombre muy mayor que padeció de niño los últimos tiempos de Mussolini. De manera condescendiente, aunque con las mejores intenciones, la joven lo trataba como a un niño frágil y ejercía sobre él una especie de maternidad cariñosa. Hasta que el abuelito comenzó a narrarle los sufrimientos y persecuciones a sus padres y tíos, las situaciones tremendamente peligrosas y desgraciadas en las que todos habían estado enredados, y luego el calvario que significó dejar la patria y aventurarse a un mundo nuevo. El único empleo que consiguió, con trece años, era como ayudante en una ferretería de Barrio Norte, y al finalizar la jornada, el patrón le abría una trampa del sótano y lo encerraba hasta el día siguiente: allí pasó dos años enteros, durmiendo sobre un colchón apolillado y sin ver la calle. A Ramón «Palito» Ortega le sucedió algo similar en un bar del microcentro cuando vino sin un peso desde Tucumán y desde la pobreza más dura. Luego al tano le salió otro laburo, y fue nadando contra la corriente y levantó cabeza, y construyó los cimientos de esta familia próspera en la que su nieta ahora vive con comodidad, pendiente de cada novedad tecnológica y enfurruñada por la mínima frustración. La chica llamaba para prestar un servicio, pero estaba recibiendo otro, y mucho más trascendente. El abuelo le dictaba detalladamente una crónica que ponía en contexto las cosas y que recordaba algunas obviedades que sin embargo habíamos negado: el mundo es habitualmente cruel, a la civilización como al Titanic siempre la espera su iceberg (Pérez-Reverte dixit), estamos infinitamente mejor que antes, y nada es ni será gratis: ni la liberad, ni la prosperidad, ni la paz, ni la salud, ni la ecología. Tendremos que seguir luchando a brazo partido por ellas hasta el final. Y no deberemos ser cobardes, ni mequetrefes, ni histéricos, ni frívolos. Tampoco vivir entre algodones. Los algodones ya se han quemado. Lo mejor que se puede hacer en estas Pascuas de pandemia es escuchar a nuestros héroes familiares o evocar la fuerza, el empeño y la serena lucidez que siempre han demostrado en la mala. Esa es su gran lección. Ellos tienen la vacuna.

Crédito: La Nación

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