Democracia y negación
A raíz de la crisis institucional en Venezuela, del empobrecimiento del ciudadano, de la transgresión del Estado en el ámbito privado, de la pretorianización de la Fuerza Armada, del debilitamiento de los gremios y los partidos políticos, valen unas preguntas legítimas: ¿Qué pasó con la democracia venezolana? ¿Cuáles pudieron haber sido las causales del socavamiento de la misma? ¿Qué fue, en esencia, lo que permitió que se estructurara una serie de relaciones que impuso una cultura antagonista al sistema democrático de partidos? Y, en esa obsesión que tenemos los entendidos de la historia, ¿Cuál fue el periodo de negación democrática?
En un recuento breve introductorio, hay dos instancias de la democracia venezolana. La primera es el intento de gestación y consolidación que pudiéramos ubicarlo entre la Generación del 28 y el gobierno de don Rómulo Gallegos. En este lapso encontramos la proliferación de organizaciones estudiantiles, obreras y políticas; la formación de un Estado moderno anclado en una institucionalidad efectiva donde el Ejército Nacional juega un rol importante porque liquida el sistema disgregante del ejercicio político caudillista que definió el decimonono desde 1830 hasta la primera década del siglo XX; por último, la dicotomía civiles-militares que trae como consecuencia, quizá porque el debilitamiento y la desaparición del caudillo tiene entre sus razones la efectividad de un cuerpo de armas profesional. Ese rol protagónico del Ejército pudo coadyuvar a una conciencia político militar pretoriana corporativista que adversó la conciencia civilista de una generación de jóvenes que entendían que el ejercicio del poder político en la modernidad era exclusivo de los civiles. La cuestión termina, con la diatriba civil-militar y la imposición de un gobierno bajo el mando de oficiales militares, de 1948-1958 tendremos un interludio que pone en receso la administración civil en manos del Estado.
La segunda etapa de la democracia Venezolana parte del 23 de enero de 1958, no dejando una fecha tope para su culminación. Inicialmente, la preocupación rondó en consolidar la democracia perdida, fundada en un claro temor del regreso de los militares al poder; ese tránsito fue realmente corto porque la dinámica política de la época contribuyó al nacimiento de un problema que no era patente en el anterior y fue la confrontación ideológica que terminó por traducirse en dos concepciones de la democracia, por un lado, la corriente instaurada de una democracia de partidos, de concepción liberal y representativa; por el otro, los promotores, luego de la derrota de la lucha armada, de una democracia protagónica que mantenía al margen a las organizaciones partidistas, con una fuerte presencia del Estado en los ámbitos de la economía.
La cuestión es que esa democracia que pareció triunfar, en definitiva, nunca pudo consolidarse. En sus inicios estuvo contenida de elementos antagonistas que pugnaron por desplazarla e implantar un modelo inicialmente prosoviético y posteriormente, con las contribuciones de diversos sectores de la izquierda reformada, una democracia participativa y protagónica.
Paradójicamente, en este periodo fue cuando más avanzó el discurso antidemocrático partidista. Las tribunas desde donde se cuestionó fueron muchas y privilegiadas para llevar a cabo la tarea de refundar una cultura política distinta al orden establecido, si hubo algo cierto de la democracia liberal venezolana fue lo tolerante y permisiva ante quienes la adversaban. La universidades fueron centros de adoctrinamiento de interpretación marxista, de culto a personajes como Fidel Castro y el Che Guevara, ni hablar del uso del manual de Harnecker. La historiografía venezolana del siglo XX estuvo en manos de los “vencidos”, Héctor Malavé Mata, Nuñez Tenorio, Teodoro Petkoff, Maza Zavala, entre otros y, donde hombres como Carlos Rangel eran exóticos en su interpretación de la historia. Acá la tesis de Walter Benjamin quedó en entredicho.
La iglesia también tuvo un rol cuestionador del modelo, desde el Concilio vaticano II, los Concilios de Puebla y Medellín en 1969 y 1979, respectivamente, en el sector eclesiástico un ala progresista inició un trabajo en las barriadas y urbanizaciones donde habitaban las clases bajas, eso que se conoció como las Comunidades Eclesiales de Base donde el discurso era tendenciosamente antidemocrático, antipoliclasista y donde el revestimiento ideológico se fundaba en la doctrina marxista con ribetes cristianos. Los mismos partidos que disfrutaron del poder político, ideológicamente encerraban contradicciones que terminaron con divisiones de agrupaciones adversarias, MIR-MEP, en el caso de Acción Democrática y con COPEI, aunque no hubo un cisma tan traumático, la convivencia con el socialcristianismo progresista terminó por ser un elemento conspirador bastante importante durante el II gobierno de Carlos Andrés Pérez. De igual manera, los medios de comunicación, terminaron por consolidar una cultura de desprecio al político y a los partidos, que son en esencia elementos fundamentales que soportan el andamiaje de la democracia venezolana, en palabras de don Rómulo Betancourt. En este caso, quizá la televisión fue piedra angular en generar un relato antipolítico que estuvo desplegado en espacios altamente populares como las telenovelas, los programas de comicidad y los noticieros.
Finalmente, esta caracterización pudiera servir para romper un poco con el canon interpretativo tradicional y explorar otras aristas que fueron determinantes en el derrumbamiento de la democracia venezolana y, por otro lado, tanto la república como la democracia están contenidas del principio de libertad individual, es decir, solo son posibles ambas si no niegan tal precepto. Ahora bien, ¿hasta qué punto el derecho a la libertad individual es permitido para atentar contra el principio que le permite ejercer su individualidad?
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