19 de abril de 1810
Las noticias llegan al Puerto de la Guaira a bordo de un bergantín francés llamado “Le Serpent” a mediados del año 1808. El Príncipe de Asturias se ha revelado contra la regencia de sus padres, Carlos IV y María Luisa de Parma, en el motín de Aranjuez. Todos saben que la reina se acuesta con Manuel Godoy, un individuo sin linaje que ha trepado cargos públicos gracias a las bendiciones de su amante y maneja las voluntades del Rey cual titiritero, mediante los hilos que tira entre las sabanas de la cama real cuando el soberano no cumple con sus deberes conyugales. El Emperador Napoleón ha decidido poner orden en el desorden y mantiene captiva a la familia real en Bayona. Allí ha obligado a abdicar a Carlos IV de Borbón y a su heredero Fernando VII. Al pequeño corso le parece que la corona española luce más bonita adornando la cabeza de su hermano, José Bonaparte.
Así lo cuenta en una taberna porteña el capitán del barco, lieutenant Paul de Lamanon, entre largos sorbos de su jarra de vino tinto. Todos en la fonda escuchan sus palabras con indignación y, antes que este pueda decir que es emisario del nuevo régimen y su deber es entregar una notificación oficial en manos del Gobernador y Capitán General de Venezuela, lo corren a patadas del botiquín.
La ocupación de Madrid por las tropas del Mariscal Joaquín Murat a causa de la firma del tratado de Fountainebleau es un acto pacífico que los españoles observan con indiferencia, pero esta dura poco tiempo. Aunque los únicos amores de Fernando VII son la comida y el vino y al hombre le importa un bledo el bienestar de sus súbditos, estos salen a las calles para defender sus derechos bautizándolo como el “Bienamado”. La reacción en contra del usurpador es liderada por el populacho. Un pastor llamado Mica, el campesino Jáuregui y el militar Juan Martín Díez que apodan “El Empecinado”, son los principales cabecillas de una manifestación multitudinaria que transforma la capital del reino en una inmensa hoguera.
Don Vicente Emparan y Obre, máxima autoridad del territorio nombrada por la Junta Suprema Central que defiende los derechos de Fernando VII, rey al cual a jurado fidelidad, parece haberse doblegado ante la voluntad del nuevo orden francés y el plato más apetitoso de los almuerzos dominicales es la sobremesa. Allí se habla de formar una Junta Suprema con el consentimiento del pueblo, pues reconocer otro poder extranjero, uno impuesto por armas, sería un acto infame y cobarde.
En la Gaceta de Caracas publicada el 14 de Abril de 1809 aparece un texto que revela la gravedad del caos reinante en la península. Éste invita a los súbditos de las Indias a participar en el gobierno español y declara que los territorios ultramarinos no son colonias ni factorías, afirma que son parte esencial de la monarquía e incita a las autoridades de estos territorios a enviar a sus representantes para que contribuyan en la administración de esta crisis hasta que se concrete el retorno al trono del verdadero Rey de España.
Las pretensiones independentistas no son cosa nueva en Venezuela y eso lo demuestran la historia. La rebelión del comerciante canario Juan Francisco de León en Panaquire contra el monopolio de la Guipuzcoana y la prohibición al libre comercio en 1748; el alzamiento de los comuneros andinos contra los impuestos de la corona en 1781; la insurrección del zambo José Leonardo Chirino en la sierra coriana a favor de la abolición de la esclavitud en 1795 y la conspiración republicana de Gual y España en 1797. Dice un antiguo refrán que cuando el rio suena es porque piedras trae. La oportunidad de oro ha llegado servida en bandeja de plata y el caos que reina en Europa paraliza los brazos del reloj para marcar el corolario de la era colonial. Mientras los filósofos se enredan en discusiones que buscan identificar la fuente primaria del poder, los borrachines brindan por la libertad en las tabernas y el rumor que circula en las calles es que aquí vendrán nuevos tiempos.
El primer paso se produce el 19 de Abril de 1810 con los sucesos del Cabildo de Caracas. Desde tempranas horas de la mañana Don Vicente Emparan, Gobernador y Capitán General de Venezuela, se encuentra reunido en su despacho junto a sus consejeros y uno de ellos le dice exasperado:
-Su excelencia, no se puede creer en un hijo de la revolución que un día grita República y al siguiente se hace coronar emperador por su santidad el Papa Pío VII.-
El Capitán General de Venezuela se levanta inmediatamente de la mesa y responde tranquilamente al comentario: -Señores, ustedes quieren pascua y hoy es Jueves Santo. Estamos aquí reunidos para asistir a las ceremonias religiosas y no para hablar de política.- Suspende la sesión del Cabildo en el acto y abandona el salón con paso presuroso en dirección a la catedral para asistir a la Santa Misa. Es durante el camino que el Capitán General se percata del gentío que se ha reunido en la Plaza Mayor y que los ánimos en la ciudad están más que caldeados. -Aquí se va a prender la de Dios y Jesucristo nuestro señor- piensa mientras cruza los umbrales del templo y tomó asiento frente al altar.
El sacerdote procede a leer las escrituras correspondientes al Jueves Santo, el relato de la última cena de Jesús de Nazaret junto a sus apóstoles en la que confesó que uno de ellos lo entregaría y otro lo negaría. Luego el inicio de su pasión en el huerto de olivos del monte Getsemaní, donde comenzó a llenarse de horror y angustia al saber que sería crucificado. Cayó de rodillas, pegó su rostro al suelo y rezó: -Padre mío, si es posible pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.- Cada palabra de las sagradas escrituras cae como una piedra sobre el lomo del Capitán General y el sacerdote lo ve directamente a los ojos mientras las pronuncia desde el púlpito. Cuando éste termina de leer, Emparan baja la cabeza para balbucear una plegaria casi inaudible: -Virgen de Aránzazu, protege a este hijo tuyo de Azpeitia.-
Una vez finalizada la misa, El Capitán General tiene que rodearse de una guarnición de granaderos y abrirse un piquete entre la multitud enardecida para salir de la Catedral. Es don Francisco Salas y Sanoja el primero en atravesar el cerco militar. Lo agarra fuertemente por el brazo y le dice de manera poco amable: -Debe usted regresar inmediatamente a la Casa del Cabildo Capitán.-
Así lo hace y, al llegar, Emparan se encuentra su despacho completamente abarrotado. Allí están los que ha dejado cuando abandonó la sesión y otros que han ido llegando mientras él estaba en la iglesia, todos los personajes más ilustres de la ciudad lo observan en silencio. En la sala no cabe un alma y en la Plaza Mayor tampoco. Afuera se arremolinan miles de personas que gritan hacia el balcón del Gobernador y Capitán General. Es el canónigo José Cortes de Madariaga quien toma la palabra y se dirige a él.
-Su excelencia, le ruego abra las puertas del balcón y vea usted mismo lo que está sucediendo allá afuera. En la Plaza Mayor está el común, gente humilde y de pueblo, ansiosa por escuchar noticias sobre la Junta de la que tanto se habla en las calles de Caracas. Ninguno de ellos apoya al usurpador que usted ha pensado en reconocer sin hacer oposición. Ellos son leales al verdadero Rey, Fernando VII-
En la sala suenan los aplausos para el cura y seguidamente empiezan a pronunciarse distintas voces, manifestando su descontento con la decisión de aceptar los términos del emperador francés. Todos tientan a Emparan que salga al balcón y sea testigo del descontento del pueblo. El Capitán General se dirige a la galería y al abrir las puertas el rugido de la multitud lo ensordece. Él levanta los brazos y con ese gesto solicita silencio a la masa, cosa que logra después de un par de minutos. Cuando finalmente se calla el gentío se dirige al pueblo congregado en la plaza, le pregunta si deseaban que él continuase mandando. Enardecida y guiada por los gestos de Madariaga a espaldas del Capitán General, la muchedumbre comienza a gritar que no lo desean más como máxima autoridad del territorio.
-Pues yo tampoco quiero mando.- exclama Emparan.
Luego de este episodio los notables caraqueños concibieron la constitución de una junta similar a las formadas en España, a fin de regir los destinos de la provincia mientras el reino de la península pelea su guerra de independencia contra el invasor francés. Queda establecida la que oficialmente recibe el nombre de la “Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII.”
La misma tarde del 19 de abril de 1810 se redacta el acta en la cual se consigna el establecimiento de un nuevo gobierno. En esta se precisa que el Gobernador y Capitán General, el intendente del Ejército y la Real Hacienda, el Subinspector de artillería, el auditor de guerra y asesor de guerra, así como la Real Audiencia, quedaban privados del mando que ejercían hasta esa fecha y a la vez suprime las mencionadas instituciones. La Junta presidida por dos alcaldes, José de Llamozas y Martín Tovar y Ponte, asume el poder, incorporando en su seno a los representantes del clero y el pueblo. El mando militar es confiado al coronel Nicolás de Castro y al capitán Juan Pablo Ayala. El Cabildo de Caracas procede a jurar lealtad al nuevo gobierno en la plaza mayor ante distintos cuerpos militares.
El acta es leída en diversos lugares de Caracas por los escribanos José Tomás Santana y Fausto Viaña. Estos, luego de pronunciar el contenido del documento, son testigos de cómo la población reacciona gritando: -¡Viva nuestro Rey Fernando VII!… ¡Nuevo Gobierno!-
El miércoles 25 de abril de 1810, tan solo seis días después de los hechos, se procede a designar la Junta Suprema de Gobierno, integrada por los personajes más destacados e influyentes de la sociedad caraqueña de principios del Siglo XIX.
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