Cuando la historia argentina se escribía con sangre

El general vestía de blanco. Bebía a sorbos lerdos un té tibio en la galería del palacio y disfrutaba la última claridad de la tarde rojiza. Se oían de cerca los grillos y las melodías empeñosas del piano: dos de sus hijas aprendían en el salón inmediato sus rudimentos, alumbradas por lámparas de querosén recién encendidas. Nadie imaginaba, en ese instante bucólico y crepuscular, que muy pocos minutos después el general sería alcanzado por un proyectil y por cinco puñaladas, y que ese crimen marcaría para siempre la historia argentina.

Hace 150 años, eran exactamente las siete y quince de aquel atardecer imborrable, cuando estaba a punto de ser borrado para siempre de la faz de la Tierra un hombre famoso. Los verdugos, refutando tantas profecías, no serían sus enemigos lógicos, sino sus amigos resentidos, sus antiguos partidarios, sus fieles compañeros de trinchera: todos ellos lo acusaban ahora de tirano y de traidor. Bruto y los idus de marzo estaban por repetirse en abril.

Don Justo fue ganadero, caudillo, político y militar; seductor serial de damas y varias veces gobernador de Entre Ríos. Lideró el Partido Federal, participó de las crueles guerras entre las provincias y la metrópolis, y al final condujo la gran batalla que derrocaría a su antiguo compadre Juan Manuel de Rosas, y lo encumbraría a él mismo por seis años en el máximo sillón. Fue animado y luego criticado ferozmente por Sarmiento, y se dejó vencer en la batalla de Pavón al darse cuenta de que no había, a esa altura de los acontecimientos, la menor chance de organizar una nación sin pacificar, y sin asociarse con los porteños. Se replegó entonces hacia su territorio y mandaba sobre él desde el imponente palacio San José, donde se encontraba en esos precisos momentos vaciando su deliciosa taza de té criollo.

Sarmiento, ahora a cargo de la Presidencia, lo acababa de abrazar en público, y sus viejos admiradores y subalternos, eternizados en la grieta, abominaban de ese gesto y de esa defección, malentendían la actitud colaborativa de Urquiza y su inteligencia táctica de estadista consumado; amasaban rencor, lo corroían con libelos y preparaban una conjura para sacarlo del poder. El líder elegido para esa faena era, como indica cierto destino circular, un leal discípulo llamado Ricardo López Jordán, que había servido a sus órdenes y a cuyo padre, don Justo alguna vez incluso había salvado de un fusilamiento. Durante un tiempo intentó refrenar sus impulsos y ambiciones personales, pero el fermento crecía y finalmente accedió a planificar una revolución. Hubo discusión airada entre los complotados, pero López Jordán se impuso y acalló las voces que preferían lisa y llanamente un magnicidio: solo asaltarían el palacio y tomarían prisionero a su mentor, en la idea de permitirle luego de su capitulación un retiro decoroso. La operación sincronizada tendría un jefe militar apellidado Luengo, tropa de caballería y dos malevos de frondosos antecedentes: Coronel y Luna, que habían sido guardaespaldas y mayordomos en estancias de Urquiza. Eran homicidas y conocían el terreno. A las seis de la tarde cincuenta hombres cruzaron el puente de Gualeguaychú y se dividieron en tres grupos. Uno se dirigiría a un edificio aledaño donde había una guardia de infantería, otro penetraría por la entrada trasera y el tercero ingresaría por la puerta principal.

El general levantó la vista al escuchar un tropel, y al sentirlo tan cerca barruntó la verdad: «Son asesinos, cierren la puerta del pasillo». Tenía 69 años en 1870, y era un Napoleón de tierra adentro: su primer instinto no consistió en esconderse en una torre interior y luego entregarse, sino en correr hasta la sala de costura y buscar un rifle. También el coraje envicia, recitaba Borges. En un santiamén se había hecho la noche, y estaban llenos de vivas y mueras los patios. Mientras armaba el rifle, acudieron alarmadas sus hijas, y los primeros matones irrumpieron en las inmediaciones: Urquiza les disparó y una bala rozó la cara del más bravo. En una avalancha de pasos y detonaciones, el drama retrocedió en fracciones de segundo hasta el centro de la sala, y Luna lo acertó con un balazo en el labio superior. Aturdido, Urquiza arrastró a su esposa en la caída, sus hijas lo rodearon, y Coronel lo remató con su puñal. Durante un siglo se supuso que esas cuchilladas habían sido un mero ensañamiento, puesto que el plomo ya se había alojado en el cerebro. Pero el historiador Isidro J. Ruiz Moreno, en su impresionante libro Crímenes políticos y munido de nuevos documentos y testimonios, aclara el punto: cuando en 1951 se exhumaron los restos para reubicarlos, se descubrió que la bala había sido detenida por el puente de oro de una prótesis dental, y que fue entonces aquel cuchillero de mirada fría, aquel antiguo protegido de Urquiza, quien en realidad lo había ultimado. El propósito de la misión no era aquel desenlace, pero cuando se envía a chacales se corre el riesgo de que el cordero acabe sacrificado. Sobre todo, si el cordero se defiende como león.

Luengo parlamentó con la familia desesperada y llorosa, y al salir uno de sus lugartenientes le preguntó por el general que vestía de blanco. «Es muerto», respondió lacónicamente. En dos horas reinaba un silencio mortuorio en el palacio, y una hilarante algarabía en la ciudad.

Ese mismo día, dos hijos de Urquiza corrieron su misma suerte en Concordia. Justito era teniente coronel, y fue anoticiado en el hotel «La Provincia» de que había un golpe en ciernes y debía entregarse; también se rebeló: un puntazo lo mandó al otro barrio. Su hermano Waldino, de carácter violento, fue primero detenido por la policía: a medianoche, lo sacaron a caballo y lo lancearon frente el cementerio viejo.

Historiadores nacionalistas y liberales han pujado durante un siglo y medio para dilucidar los detalles y para imponer su interpretación acerca estos tres atentados. López Jordán es, según quien lo narre, inocente o culpable, héroe o canalla. Pero lo cierto es que su movimiento triunfó, él asumió como gobernador interino y Sarmiento declaró ilegal su gobierno y ordenó la guerra. Se sucedieron combates, muertes, destituciones, levamientos, escaramuzas, persecuciones, regresos y exilios. Y la derrota infligida a las fuerzas federales por parte del gobierno central fue dolorosa e inapelable; llenas de vilezas y altruismos, las idas y vueltas de aquellas reyertas encarnizadas a lo largo de tantos meses, habrían inspirado otra trilogía de caballería de John Ford. Las peripecias no excluyen una amable celada en la que López Jordán cae preso en Goya y es trasladado con grilletes hasta Rosario: ocho años después del asalto al palacio San José, el ideólogo de aquella rebelión se escapó de la prisión disfrazado de mujer, dejó en su lugar a su sufrida esposa y, según cuenta la leyenda, salió del brazo de uno de sus hijos por la puerta del frente. Dos camaradas lo recibieron en la clandestinidad y le consiguieron un bote. Evadió con habilidad la gigantesca cacería, cruzó los ríos Paraná y Uruguay, y se asiló en la Banda Oriental, donde cultivó el campo y la vejez.

Ya doblegado por la edad y por las amarguras, se acogió a una ley de amnistía y retornó a la patria. Se radicó en la ciudad de Buenos Aires y al parecer asistió, desde el anonimato del público, al paso del majestuoso cortejo fúnebre de su íntimo enemigo: Domingo Faustino Sarmiento. En la mañana del 22 de junio de 1889, mientras «el último caudillo federal» paseaba por la calle Esmeralda, un desconocido de bigote renegrido le dijo: «Usted hizo degollar a mi padre, y yo lo voy a matar». Extrajo una pistola Lafaucheaux de calibre 12 y le atravesó la cabeza de dos balazos. La historia entonces se escribía con sangre. Existen toda clase de conjeturas acerca de las motivaciones reales (la versión del homicida resultó dudosa) y varios sospechosos ocultos detrás de aquella venganza. Pero eran las 11.50, y todo había ocurrido -casualidad o no- frente a la casa de Diógenes Urquiza, otro hijo de aquel general que vestía de blanco.

Crédito: La Nación

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