Gravísima amenaza a la paz social
Un contrato social y político vigente desde 1983 fue destruido por un desquiciado tuit de pocas palabras. Ese pacto implícito señalaba un nunca más a la violencia política, después de que la Argentina sufriera en los años 70 los criminales desbordes de la guerrilla y de la represión. El proceso de ruptura lo inició Graciana Peñafort, directora de Asuntos Jurídicos del Senado, quien escribió, en una clara y pública presión a la Corte Suprema, que el tribunal «debe decidir ahora si vamos a escribir la historia con sangre o con razones, porque la escribiremos igual».
Se refería a la presentación de su jefa, Cristina Kirchner, ante la Corte para que esta le informara si es constitucional una reunión telemática del Senado en la que se tratará el proyecto de su hijo, Máximo, sobre un impuesto a las grandes fortunas. Si el tuit de Peñafort, alta funcionaria del Senado, ya era una amenaza a la paz social, el mensaje escaló hacia una fase mucho más grave cuando la propia Cristina retuiteó aquella frase de Peñafort. «Imperdible», la calificó, y la hizo suya. Cristina ya no está sentada en su casa ni dedicada a la tramoya política en el Instituto Patria; es la vicepresidenta de la Nación. ¿Existe la amenaza de una guerra civil? ¿De una resucitación de la lucha de clases? ¿De un regreso a la violencia política en alguna de sus formas? Ninguna historia se escribe con sangre si no hay violencia en el medio. Cualquier alternativa es posible.
A Cristina Kirchner le costó siempre (y mucho más a sus seguidores) entender que las palabras violentas son el precedente necesario de los hechos violentos. El kirchnerismo frenó en su momento el proceso en el que los grupos insurgentes de los años 70 admitían que la vía armada había sido un error. Lo hizo cuando convirtió la acción de la guerrilla setentista en una hazaña épica. Ni Néstor ni Cristina Kirchner tuvieron participación alguna en la defensa de los derechos humanos durante la dictadura ni habían participado antes de la sublevación armada. Se construyeron como héroes tardíos de una revolución que no fue. En rigor, ni siquiera conocían profundamente el proceso de revisión del pasado que ocurrió desde 1983 con el juicio a las juntas militares. Tampoco sabían que la democracia promovió contratos implícitos para restablecer la paz social. Uno de esos contratos, tal vez el más importante de todos, es el que acaba de romper Cristina Kirchner haciendo suya una frase desgraciada de su abogada predilecta. Era el que impedía la restauración de la violencia política o la incitación a ella. Llama la atención que ni el Gobierno ni gran parte de la dirigencia política hayan tomado distancia de semejante desvarío.
Tampoco la vicepresidenta tiene en cuenta que cuando presiona bruscamente a la Corte lo está haciendo una imputada en muchas causas por supuesta corrupción que planteó apelaciones ante ese tribunal, que este no resolvió aún. Una de esas apelaciones, la más inconcebible de todas, es la que reclama una auditoría de toda la obra pública desde 2003 hasta 2015. La estrategia es perfecta: nunca llegaremos a conocer los resultados de esa auditoría, si es que la Corte la autoriza. Solo el paso del tiempo declararía inocente a Cristina. Entonces, ¿la presión la ejerce la vicepresidenta de la Nación o la imputada que tiene expedientes en trámite en la Corte? Pasa algo parecido con Peñafort, que es abogada de Amado Boudou. Cuando ella recurre a los jueces para defender al exvicepresidente, ¿lo hace la directora de Asuntos Jurídicos del Senado o una abogada particular? Aunque no lo diga, el simple hecho de tener el cargo que tiene puede amedrentar a algunos jueces. Por eso, la ley y la reglamentación le prohíben hacer las dos cosas al mismo tiempo. Un reglamento firmado hace casi 20 años por Juan Carlos Maqueda, entonces presidente del Senado, y por Eduardo Camaño, entonces presidente de Diputados, les prohíbe a los abogados del Poder Legislativo litigar contra los intereses del Estado. Boudou está condenado por cohecho (cobrar coimas, para decirlo sin disimulos) y por negociaciones incompatibles con la función pública. Son delitos contra la administración pública; es decir, contra el Estado.
En la presentación de Cristina ante la Corte, ella le advirtió al tribunal que quería una declaración de certeza porque en los últimos años, subrayó, hubo maniobras de la Justicia y los medios periodísticos para «proteger intereses económicos». Son los intereses, desliza, que están siendo zamarreados por el proyecto de su hijo. Ahora bien, ¿le reclamaba a la Corte que le adelantara si iba a seguir protegiendo intereses económicos? Sería el colmo de la hipérbole. En declaraciones posteriores de Cristina y de Peñafort, ambas señalaron que la Corte puede hacer cualquier cosa si quiere hacerla. No es así.
En primer lugar, un antojo de la vicepresidenta no es una cuestión originaria de la Corte. El máximo tribunal solo se ocupa directamente (sin que los expedientes hayan pasado por las instancias inferiores) de cuestiones relacionadas con las provincias y con asuntos que conciernen a diplomáticos extranjeros o a sedes diplomáticas. Tampoco la Corte puede emitir una opinión en el vacío. Desde 1865, en el primer tomo de fallos del tribunal ya existen sentencias que señalan que «los tribunales de la Nación no deben resolver cuestiones abstractas, sino casos judiciales». También hay fallos de aquella época en los que la Corte señala que no se le puede «pedir una opinión sobre una ley», sino «aplicándola en casos concretos y señalando al contradictor». Esto es: debe haber un agravio, que en este caso no existe. Cristina pretextó «gravedad institucional». ¿Será porque se trata de un proyecto de su hijo o porque siempre que ella interviene hay «gravedad institucional»? En las apelaciones ante la Corte sobre los casos de corrupción de los que se la acusa también alegó «gravedad institucional». Todo es grave cuando se trata de ella.
Cristina le pidió a la Corte, en síntesis, que resuelva problemas de otro poder del Estado. Es el Senado el que debe resolver sobre el Senado. La división de poderes no funcionaría de otra manera. Este fue el argumento unánime de la Corte para rechazar el pedido de Cristina. Argumento obvio. Cuando existan hechos consumados, la Corte decidirá si son constitucionales o no, como lo adelantó con razón en su voto el juez Horacio Rosatti.Y siempre y cuando haya un proceso judicial iniciado por alguien que se sintió agraviado y haya atravesado todas las instancias judiciales. Un voto solitario del presidente del cuerpo, Carlos Rosenkrantz, promovió el rechazo sin mayores argumentos del planteo de Cristina. Es improcedente. Punto y a otra cosa. La vicepresidenta arguyó que temía, si el cuerpo se reunía para cambiar el reglamento, por el contagio de los senadores y de sus empleados. Podría pedirle prestado a su aliado Sergio Massa el recinto de la Cámara de Diputados, que tiene capacidad para 257 legisladores. Los senadores son solo 72; podrían sentarse a más de tres metros de distancia, con barbijos y guantes de látex. Hay muchos servidores públicos que corren el riesgo del contagio y, sin embargo, están trabajando. Los médicos, paramédicos, enfermeros, fuerzas de seguridad y no pocos funcionarios y empleados de la administración pública. ¿Quién estableció que los senadores son una estirpe privilegiada que debe ser cuidada como una especie en peligro de extinción?
Otro pasaje del absurdo lo protagonizó de nuevo Peñafort cuando señaló que el procurador general, Eduardo Casal, es «el escudo de protección que dejó Macri». El procurador se pronunció en contra de que la Corte aceptara la presentación de Cristina (que es lo que la Corte hizo). Casal es un funcionario con una larga carrera en la Procuración General y era uno de los segundos de Alejandra Gils Carbó; quedó interinamente a cargo de la Procuración cuando esta se jubiló. Si vamos a ir de la deducción a la inferencia, podemos colegir entonces que Gils Carbó era también una infiltrada de Macri en la cima del Poder Judicial. Nada es peor, con todo, que convocar a la violencia entre efusiones tan extravagantes.
Crédito: La Nación
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