El joven de la gasolinera

Pasada la medianoche, me desvío de la autopista y detengo mi camioneta en una gasolinera porque uno de los neumáticos delanteros ha perdido aire.

Un joven en pantalón corto y zapatillas me ofrece su ayuda, se pone de rodillas, desliza unas monedas en la máquina de aire y consigue inflar la goma en pocos minutos.

Le agradezco efusivamente, le doy mi tarjeta, le digo que estoy a sus órdenes y le dejo una propina generosa.

Enseguida parto rumbo a mi casa en la isla. Pienso: no va a escribirme, por supuesto que no va a escribirme.

Dos semanas después, estando en las montañas nevadas, recibo un correo del joven de la gasolinera. Me dice sin rodeos que le gustaría trabajar conmigo. Se ofrece a trabajar como mi secretario o mi chofer. Halagado, le escribo de inmediato, le digo que estoy en la nieve y le sugiero que tomemos un café a mi regreso a la isla. Me responde sin demora y quedamos en tomarnos el café un domingo a media tarde en un hotel del centro de la ciudad.

Si bien no necesito un secretario ni un chofer, el joven de la gasolinera es guapo, simpático, servicial, y me tienta volver a verlo. Soy un hombre mayor, estoy gordo, no me encuentro bien de salud. Sin embargo, o precisamente por eso, me hace ilusión verlo.

Cuando regreso a la isla sin haberme lastimado esquiando en la nieve, le escribo y le digo que por mi parte seguimos en pie para vernos el domingo a media tarde en el hotel. Luego el joven de la gasolinera desaparece. No me escribe más. Lo echo de menos. Me pregunto por qué ha desaparecido.

Aunque soy un analfabeto en cuestiones digitales, descubro que alguien lo ha bloqueado en mi cuenta de Gmail. Sorprendido, desconcertado, elimino el bloqueo, le vuelvo a escribir, pero no sé nada de él.

De pronto angustiado por la idea de no volver a verlo, le escribo desde mi correo de AOL, pero tampoco obtengo respuesta.

Pienso: algo raro ha pasado. El joven de la gasolinera quería trabajar conmigo, quería verme y ahora ha desaparecido. Desde mis correos de Gmail y AOL, le envío el número de mi teléfono celular y le pido que me mande un mensaje de texto.

Inexplicablemente, me encuentro pensando todo el tiempo en él. No tengo ninguna razón para pensar que yo podría gustarle, la sola idea me parece absurda y disparatada, seguramente es heterosexual y tiene una novia, y si es homosexual jamás se tentaría de estar conmigo. Sin embargo, como ha desaparecido, como alguien lo ha bloqueado en mi Gmail, pienso en él y me imagino circunstancias íntimas con él.

Finalmente me manda un mensaje de texto a mi celular y me dice que puede verme el siguiente domingo a media tarde. Prefiere no encontrarme en la recepción de un hotel ni en la cafetería de un hotel. Sugiere que pase a buscarlo en la gasolinera donde nos conocimos. De nuevo entusiasmado, le digo que allí estaré.

Sin embargo, el sábado, en vísperas de nuestro encuentro, algo raro vuelve a ocurrir. Me escribe diciendo que no puede verme al día siguiente porque le ha salido un trabajo de tres de la tarde hasta la medianoche. Pienso: qué trabajo será ese un domingo por la tarde. Pienso: por lo visto no está sin trabajo, o no del todo.

Desilusionado, le digo que ya nos veremos más adelante, cuando las circunstancias sean propicias para él.

Unos días después, me manda otro mensaje diciendo que pronto se irá tres semanas a su país de origen. Le respondo que me encantaría verlo antes de su viaje. Le prometo un regalo, un buen regalo, a ver si la promesa de un buen regalo lo convence de verme.

Luego vuelve a desaparecer. No sé si está en la ciudad o si ha viajado. No tengo cuentas en las redes sociales donde la gente suele publicar sus fotos. No lo busco, no lo espío, no trato de averiguar quién es. Dejo todo en manos del destino.

Finalmente me manda un mensaje diciendo que le gustaría verme antes de irse. Ahora dice que regresa a vivir en su país de origen, a estudiar, a terminar su carrera. Ya no me dice que quiere ser mi secretario o mi chofer. No me pide trabajo, o no por ahora. No me pide nada. Parece estar dispuesto a verme, pero solo un momento, y en la gasolinera donde nos conocimos. Probablemente desea recibir el regalo y desearme suerte. Parece altamente improbable que tenga interés en ser mi amigo o que sepa que soy un escritor que sale en televisión.

Ahora me ha citado el domingo en la gasolinera a las cuatro de la tarde. Mi esposa piensa que no debo ir a la gasolinera. Por eso le he pedido al joven que venga a un café de la isla donde tendremos más comodidad y privacidad. No ha respondido.

Presiento que el domingo me escribirá diciendo que no puede verme, que le ha salido un trabajo, que debe viajar a su país de origen. Ya no me hago ilusiones. Ya no pienso en circunstancias íntimas con él. Me resigno a pensar que el joven de la gasolinera me ve como un viejo gordo, aburrido, mal peinado, con aires de intelectual y no quiere perder su tiempo conmigo.

Si no me escribe, si no acepta venir al café de la isla, por las dudas pasaré el domingo a las cuatro de la tarde por la gasolinera. Sospecho que no estará esperándome.

Fuente: La Nación

Jaime Bayly
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