Periodista preso se necesita

Conocí al Sérpico patagónico gracias a una infidencia: se había disfrazado de mujer y había capturado a un violador serial que atacaba parejas a orillas del río Limay. Un detective audaz pero riguroso, que entendía muy bien el lado de la sombra; yo tenía 26 años, había emigrado a Neuquén, y era redactor de policiales y escritor de novela negra. Le pedí que me llevara una noche en su recorrida y me permitiera tomar apuntes. Fueron varias noches, y durante una de ellas me presentó a una rubia de metro ochenta que se prostituía en la ruta 22. Los travestis, como se los denominaba entonces, no eran tan habituales como ahora, y este parecía realmente una dama perfecta y deslumbrante: una estrella de cine. Le pedí permiso para contar su historia, y ella accedió; era inteligente y cultivada, y ejercía el oficio más viejo del mundo únicamente por fatalidad. A dos días de publicar aquel retrato, el detective me llamó para anunciarme que sus compañeras y cafishios de la ruta 22, en represalia y por envidia, le habían propinado una tremenda paliza y la habían mandado al hospital. Estuvo allí treinta días, toda rota, y al salir vino a verme al diario. Yo me deshacía en disculpas; estaba cruzado por los remordimientos y por el insomnio. Pero ella no tenía nada que reprocharme, al contrario: me agradecía el artículo y que la hubiera tratado como a una persona (sic), y me anunciaba melancólicamente que se marchaba a España a buscar una nueva vida. Nunca más la vi. Yo ya era un veterano cronista de las calles duras, pero aquel caso me demostró por primera vez el carácter letal que puede tener accidentalmente el periodismo. Luego el detective en cuestión denunció una mafia policial y fue degradado, y murió de un tiro en extrañas circunstancias. Por esa misma época, también conocí a un comisario carismático que me mintió durante seis meses acerca de un crimen: fue la primera vez que descubrí lo taimado de las fuentes de información y el enorme peligro que implica lidiar con sus manipulaciones. Se aprende muchas cosas en el terreno, y principalmente de los dolorosos errores del inicio. Luego dirigí equipos que pesquisaban el poder, y tuve que volverme un experto y un obsesivo en cuestionar datos y dudar de sus proveedores. Nada que no haya experimentado cualquier editor de la sección política a partir de los años noventa, cuando copiamos el manual de The Washington Post y nos dedicamos a tomar café con el diablo y a cazar corruptos. El periodismo ha cometido desde entonces daños colaterales, equivocaciones y excesos, y asordina usualmente sus esperadas autocríticas, pero también ha sabido ser el arma más eficaz de la democracia para luchar contra la venalidad y la prepotencia, y revelar los chanchullos de los invulnerables jerarcas de Estado. El «movimiento nacional y popular» eligió hace rato a la prensa independiente como el gran enemigo a derrotar y le declaró en consecuencia la guerra; juró en campaña Alberto Fernández que ese dislate no rebrotaría. Pero aquí están los primeros brotes verdes. Y en este triste revival, signado por un venenoso revanchismo, el Instituto Patria no dudará en usar fiscales y jueces oportunistas o amigos. Porque el objetivo es doble y directo: quiere criminalizar el periodismo de investigación y también a la opinión disidente en la Argentina. Para tan ígnea faena, aspira a meter preso a algún comunicador emblemático -a modo de escarmiento-, y procesar en algún momento a intelectuales, científicos o artistas por el delito de opinión: esta semana estuvieron a cinco minutos de conseguirlo; lo seguirán intentando en otros juzgados y con otros ciberpatrullajes.

Las argumentaciones para esta acción punitiva contra los medios dan vergüenza ajena: si sos periodista, tenés entre 18 y 70 años y hablaste alguna vez con un espía (horror) o un malviviente o un ángel del infierno, formás parte de una asociación ilícita. Y no te creo ni tus errores; fueron acciones malignas y deliberadas. Una vez más: aquí Bob Woodward y Carl Bernstein, que departían con Garganta Profunda durante el Watergate, ya estarían procesados, y Richard Nixon, rehabilitado por las urnas, manejaría el Congreso con una sonrisa de oreja a oreja. Si obtuviste unas escuchas legales, solicitadas por un juez en el contexto de un expediente abierto, y las difundís o glosás porque resultan de interés público, te convertís en un homicida múltiple y merecés una cama cucheta dentro de la celda que Robledo Puch habita en un pabellón del penal de Sierra Chica. Si conseguiste los cuadernos manuscritos de un arrepentido, chequeaste su veracidad, descubriste un plan de sobornos a gran escala y se los entregaste al Poder Judicial, sos un agente de la CIA, conducís un Grupo de Tareas y te espera el peor de los destinos: si es posible, no una simple declaración testimonial sino directamente una indagatoria. El acusado pone al acusador en el banquillo y trata de destrozar su reputación y su libertad. Con el mismo criterio, cualquier escriba militante -tan afectos ellos a industrializar «carpetazos» e informaciones filtradas por burócratas estatales- podría ser considerado en el futuro como un «un agente inorgánico» (Parrilli dixit), o un cómplice, si ha osado comentar ese material. Porque si te apoyaste en la investigación de colegas rigurosos y editorializaste sobre el escándalo, también sos un facilitador mediático del lawfare y, por lo tanto, un operador político. Quieren establecer una nueva y original doctrina periodística para Occidente, creada con trucos cocinados en las usinas de Inteligencia de Caracas y La Habana. La vara es tan pero tan alta que aquí podrían mandar a detener a Sarmiento y sería sospechoso hasta Rodolfo Walsh.

El asunto no resiste la mínima lógica, pero en verdad la tiene: contra la promesa del Presidente de la Nación, el kirchnerismo ha instaurado el Ministerio de la Venganza; apuesta a todo o nada al miedo, y a dejar por sentado para siempre que quien se mete con sus caciques cae en el más oscuro de los abismos. Y pone todas las fichas en una «impunidad de rebaño», consistente en salvar de las incontables pruebas y testimonios no solo a la reina madre sino a toda su corte. Hay que hacerlo rápido, mientras la gente hiberna en la «cuarentena eterna» y en tanto no lleguen los terribles efectos del tifón económico y social más grande de la historia argentina. Porque es cierto: aquí se están salvando vidas. Pero también se están arruinando vidas para siempre. Y entonces nadie sabe a ciencia cierta si el tsunami del desempleo y la miseria no golpeará irreparablemente la sacrosanta imagen de los abnegados estadistas de la hora, y los dejará en la indigencia electoral. En la mishiadura más cruel, las comunidades acostumbran olvidar las coartadas oficiales, por más sensibles y elaboradas que estas sean, y también suelen resucitar el imperativo de sancionar a los corruptos: si vamos a sufrir, que sufran todos, compañeros, y mucho. Esa fuerte demanda popular nunca cejó en nuestro país, y es por eso que una gran parte de la sociedad celebró las denuncias periodísticas y los severos fallos judiciales, y siente la más genuina y negra de las amarguras al ver que quienes le robaron groseramente al pueblo van zafando de su penitencia. El tema no alcanzó para ser decisivo el día de la votación, pero permanecía como un clamor en las multitudes que marcharon por todas las plazas y calles de la república. Los que marchaban formaban una inmensa minoría, pero representaban en esos actos extraordinarios y con esa consigna no solo al 41% de la población, sino a muchísimos más. También a quienes, aun sufragando por el «moderado Alberto» o el «equidistante Lavagna», les repugnaban los descuidistas en masa que el kirchnerismo supo alentar y proteger.

Los periodistas no son héroes ni santos, ni personas infalibles, ni argumentadores siempre lúcidos e irrefutables. Tengo mis serias reservas con muchos de mis colegas. Pero sin ellos, el fascismo se apoderaría de todo.

Fuente: La Nación

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