Habrá que pasar un buen rato hasta que demos con una vacuna que sea a la vez confiable y de acceso masivo.
Alegres ante el esqueleto
Es raro encontrar un artículo sobre las medidas contra el coronavirus en la que no aparezca en algún momento la frase “…hasta que llegue la vacuna”. La vacuna se ha convertido en la variante científica del Dios redentor, aquel que no solo acabará con las penas que sufrimos en vida, sino que vencerá a la muerte.
Como los seguidores de Juan Bautista en su día, estamos todos a la espera de que llegue la Gran Solución, en nuestro caso a los confinamientos, a la distancia social, a los barbijos, a las economías rotas y a los estadios vacíos. Si hay noticias de que la vacuna está a la vuelta de la esquina es portada en todo el mundo. Si hay un retroceso en los ensayos clínicos, también. Hay quién dice que la tendremos en un mes (Trump, que se presenta a elecciones en mes y medio); hay quien dice que el año que viene; hay quien opina, pensando en los intentos de descubrir una vacuna contra la malaria y el SIDA, que más tarde o nunca.
Lo sensato es pensar que habrá que pasar un buen rato hasta que demos con una vacuna que sea a la vez confiable y de acceso masivo. Y quién sabe si para entonces los murciélagos y los pangolines chinos no hayan vuelto a conspirar para inventarse otra plaga, igual o más letal, para afligir a la humanidad. Esperemos que lo impensable no ocurra.
De lo que no hay duda es que aquí en la mimada Europa occidental hemos tomado más conciencia de nuestra mortalidad que en cualquier momento desde la segunda guerra mundial. Lo que había sido un razonamiento intelectual (“la muerte es inevitable”) se ha convertido en una sensación de peligro inmediato (“¡Mierda, nos vamos a morir!”). De repente estamos alertas no solo al virus sino a las demás causas de muerte, lo que Shakespeare llamaba “los miles padecimientos de que son herederos nuestros míseros cuerpos”.
¿Qué hacer? Hay dos opciones. La primera, responder con miedo, lo que lógicamente supondría tomar todas las precauciones posibles para prolongar la vida. ¿Por dónde empezar?
Con la Santísima Trinidad, claro. Con los barbijos, la distancia y lavarse las manos. Y cuando nos dicen que nos tenemos que confinar, confinarnos. Pero esto solo sirve para combatir el coronavirus, una de las causas de muerte, pero no la más letal. Morirán alrededor de 60 millones de personas en todo el mundo este año; han muerto 950.000 del virus hasta la fecha. Pase lo que pase de aquí al 31 de diciembre, habrán muerto muchos más de cáncer o de enfermedades cardiovasculares.
El imperativo de prevenir la muerte de los otros 97,5 exigiría dejar de beber, fumar, comer carne, consumir azúcar o sal, y de fornicar, o, si el impulso biológico resultase incontrolable, no fornicar más de lo que ordenan los Diez Mandamientos y, por las dudas, siempre con condones, tanto para evitar contagios como nacimientos, ya que una vez que uno nace el problema es que corre el serio riesgo de morir. Sumaríamos la prohibición a viajar en avión, en barco, en coche, en moto, en bicicleta o en patinete eléctrico. Salir a la calle, aunque ya no exista la amenaza de morir atropellado, tampoco es recomendable porque siempre queda la posibilidad de que una teja nos caiga en la cabeza.
Lo ideal sería nunca salir de casa, aunque en los hogares también hay peligro. La prohibición del gas y la electricidad ofrecería otro seguro de vida más. Ya no habrá más deporte, claro. Ni fútbol, ni rugby, ni golf, ni tiro al arco, ni siquiera tenis: ya vieron como Novak Djokovic casi mató el otro día a una juez de línea de un pelotazo. En cuanto a la natación, no y no. Nadar, para los peces.
Supongo que hay muchas precauciones más que no se me han ocurrido pero con solo adoptar las pocas que me han venido a la mente se lograrán avances importantes. Seguro que se elevará la expectativa de vida promedio de los habitantes humanos de la tierra. Las limitadas medidas tomadas contra el coronavirus han sido un buen comienzo: nos habrán ganado unos días más.
Ahora, hay una segunda opción, hay otra manera de responder al reciente descubrimiento de que todos vamos a morir. No con miedo, sino como incentivo a vivir mejor. Lo entendí cuando tenía 20 años y aún leía libros serios. Tuve mi momento eureka al leer al escritor francés Michel de Montaigne del siglo XVI, época en la que sabían de plagas. “La muerte es inevitable” escribió Montaigne, “y por consiguiente si pone miedo en nuestro pecho, es una causa continua de tormento, que de ningún modo puede aliviarse”. La sabiduría, argumenta Montaigne, reside en hacer todo lo contrario. Ser siempre conscientes de que en cualquier momento nos podemos morir debe servir como impulso para aprovechar cada momento que la vida nos regala. Montaigne cita el ejemplo de los antiguos egipcios “que en medio de sus festines y en lo mejor de sus banquetes contemplaban un esqueleto”. ¿Para qué? Obvio. Para agradecer los placeres de nuestra breve estancia planetaria y disfrutarlos más intensamente.
Montaigne influyó mucho en el pensamiento de Shakespeare. Y posiblemente en el de Cervantes. ¿Cómo intentaría influir hoy? Recomendaría, creo, que la gente no suspendiera la vida a la espera de la vacuna redentora, que aprendiese a convivir con el virus, como con la muerte, sin miedo. Recomendaría a los gobernantes que propusieran precauciones racionales (Montaigne no era un suicida) pero que no tomasen el miedo como punto de partida, que no asfixiaran la vida para evitar la muerte. Algunos, quizá la mayoría, dirían que es un loco irresponsable, como la mayoría quizá opine que lo son los suecos. Pero no les haría ningún caso. Si viviese hoy se subiría a su caballo y se iría a vivir a Estocolmo, donde han seguido actuando, alegres ante el esqueleto, según la lección de vida que él nos dejó y a que a los locos nos guía. “La utilidad del vivir no reside en el tiempo” escribió Montaigne, “sino en el uso que se hace de la vida”.
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