Del sueño mundialista a la pesadilla iraní

El mundo está dividido en dos entre los países donde la gente vive con miedo y donde la gente vive sin miedo. O, por decirlo de otra manera, donde el instrumento de persuasión política es el terror y el instrumento de persuasión política es la palabra. En los primeros, los autoritarios, la gente se calla; en los segundos, la gente grita, a veces demasiado, pero esta Navidad demos gracias los que vivimos en democracia.

Digo esta Navidad porque, si se fijan, la gran mayoría de los países en los que la ley protege la libertad individual tienen raíces católicas o protestantes.

Existe una tercera categoría, frágil y pasajera. Es la de los países tiranos donde un buen día, como ocurrió en la Argentina a comienzos de 1982, la gente pierde el miedo y se pone a gritar. De repente el miedo es general. Los gobernantes temen que van a perder el poder y los gobernados temen las represalias que les caerán encima. A veces esta febril etapa no dura mucho. La gente se asusta ante los zarpazos del aparato estatal, la gente regresa a sus cuevas mentales y el país vuelve a la normalidad. Este sería el caso de la Rusia de Putin.

El caso de Irán es diferente. Pese a una ola creciente de represión, incluyendo miles de detenciones y torturas y dos ejecuciones públicas hasta la fecha, las protestas contra el régimen clerical han durado más de tres meses. Estallaron tras la muerte en custodia de una joven de 22 años detenida el 13 de septiembre por no llevar su velo según la moda que los ayatolás exigen. Las mujeres fueron las primeras a lanzarse a las calles y hoy los hombres las siguen, entre ellos Amir Nasr-Azadani, un futbolista profesional.

Nasr-Azadani es una de 26 personas que, según Amnistía Internacional, “corren grave peligro de ser ejecutadas en relación con las protestas nacionales”. De las 26, al menos 11 ya están condenadas a muerte y 15 están acusadas de delitos punibles con la pena capital.

El futbolista es uno de los 15. Está acusado de pertenecer a un grupo armado responsable de asesinar a tres agentes de seguridad el 16 de noviembre en la ciudad de Isfahán.

Funcionarios iraníes han afirmado que confesó su parte en el crimen y que disponen de grabaciones que lo demuestran. Fuentes locales mantienen que es mentira porque no se encontraba en la zona donde ocurrieron los asesinatos. Dada la prevalencia de la tortura como método de interrogación policial en Irán es perfectamente posible que el futbolista confesó algo que no hizo.

La cuestión, en cualquier caso, sería dar un ejemplo a las multitudes sublevadas. Como dijo el siempre irónico Voltaire tras presenciar la ejecución de un marino inglés por deserción: “Pour encourager les autres”. Para animar a los otros.

La única buena noticia aquí es que la que podría ser la inminente ejecución de Nasr-Azadani ha generado una campaña mundial en su defensa a través de las redes sociales. La cantante Shakira aprovechó la final del Mundial de fútbol el pasado domingo para expresar la esperanza de que “los jugadores en el campo y en el mundo entero recuerden” a su compañero futbolista iraní, en peligro de muerte “sólo por hablar a favor de los derechos de la mujer”.

Debo reconocer que en medio de la alegría que sentí cuando Argentina ganó la copa del mundo, mantuve una remota esperanza de que Messi siguiera la recomendación de Shakira y aprovechase la oportunidad para decir algo a favor de Nasr-Azadani. Messi en ese momento era el rey del mundo y, con medio planeta viéndolo en televisión, sus palabras hubieran tenido un peso enorme.

Obviamente no ocurrió y obviamente, pensándolo mejor, no iba a ocurrir. Primero, comprensible, porque en la euforia de haber logrado su triunfo más deseado hubiera sido demasiado esperar que se acordara de un tipo que no conoce en un país ajeno. Segundo porque, bueno, Messi a eso no llega. O no ha llegado. Todavía tiene la oportunidad de decir algo, quizá en nombre de su selección campeona. Pero hasta ahora no ha sido de los que expresa interés por la política o por los derechos humanos, igual que la gran mayoría de los deportistas profesionales.

Ha habido excepciones, Ronald Araujo, el defensa uruguayo del FC Barcelona, entre ellos. Me alegró. Desde la primera vez que oí hablar a Araujo tuve la impresión de que tenía más categoría humana que la media de sus compañeros de profesión. Esto es lo que dijo en las redes sociales: “La lucha a favor de los derechos humanos no puede ser motivo de ejecución para nadie. Todo mi apoyo está con Amir Nasr-Azadani y su familia. El respeto a la vida está por encima de todo”.

Ahí, en esa frase final, es donde Araujo se equivoca. El respeto a la vida es el valor supremo que compartimos los que vivimos en los países libres. Pero no está “por encima de todo” en Rusia, China, Arabia Saudita o Irán, por mencionar unas pocas tiranías. Ahí lo que está por encima de todo es el imperativo de los gobernantes de mantenerse en el poder. Si se ven en dificultades y matar es la solución, no les tiembla la mano.

Recuerdo un encuentro entre Vladímir Putin y Mohammed Bin Salman, el que manda en Arabia Saudita, poco después de que un escuadrón de la muerte saudí descuartizara a un periodista opositor. Intercambiaron sonrisas efusivas y se dieron la mano con afectuosa complicidad. “¡Bien hecho, muchacho!”, fue el mensaje que le comunicaba Putin al carnicero de Riad.

El dictador ruso haría lo mismo si se encontrara con su homólogo iraní, el que le manda drones para su guerra en Ucrania y ordena la ejecución publica de manifestantes, colgándolos de grúas de construcción.

Acá en los países menos incivilizados del mundo lo único que podemos hacer es gritar. Ya que podemos hacerlo sin miedo, insistamos. Hagámoslo en defensa de la dignidad humana o, como decía aquel que nació hace 2022 años, por amor al prójimo.

Feliz Navidad.

Fuente: Clarín

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