El vivo que cree engañar a todos solo se engaña a sí mismo

El 2 de mayo de 1950, The New York Times anunció la concesión de un crédito bancario a la República Argentina. Perón había estado llamando a la puerta del gobierno de Estados Unidos durante meses. Con tal de que no lo llamen «crédito», suplicaban sus emisarios. ¿Como justificarlo, si no, ante los descamisados que solía arengar contra el Imperio, los cipayos, los vendepatrias? ¿Cómo explicar que la Argentina «soberana» del justicialismo iba a Washington con el sombrero en la mano? La historia de las deudas argentinas, por si hubiera dudas, viene de lejos.

No todos en la Casa Blanca estaban de acuerdo. ¿Por qué prestar dinero a un gobierno hostil que la insultaba en las plazas y en la prensa? ¿Por qué rescatar a un régimen al borde de la quiebra? En Buenos Aires, el embajador de Estados Unidos acababa de soportar otro furioso ataque público de Perón. Cuando quiso reprochárselo, lo encontró «excesivamente cordial»: estaba «interesado», dispuesto a hacer cualquier cosa para aplacarlo; «no me hagas caso», le explicó el general, son palabras para «consumo interno», para el «pueblo».

Pueblo al que mientras tanto le daba vuelta la tortilla: los acuerdos con los imperialistas son pura táctica, le decía, pequeñas retiradas antes del ataque decisivo. ¿Cuál era el verdadero Perón?, se preguntó el diplomático. Ambos: «oportunista hasta la médula»; le había conseguido el crédito, y él le mordía la mano para cabalgar el pueril nacionalismo de sus tropas. Era la diplomacia de la viveza.

Perón trazó el elogio de la empresa privada, confesó que si la había penalizado, era para «complacer al pueblo». En privado, claro, al embajador de Washington: ¡que no lo supiera el «pueblo»! Afirmó que Estados Unidos era el país más abierto a la justicia social de todo el hemisferio. Necesitaba capitales, inversiones, tecnologías, y entonces halagaba a quienes los tenían: ¡cuánta viveza!

Pocos saben, menos recuerdan, muchos pasan por alto: tres años después, Perón trazó el elogio de la empresa privada, confesó que si la había penalizado, era para «complacer al pueblo». En privado, claro, al embajador de Washington: ¡que no lo supiera el «pueblo»! Afirmó que Estados Unidos era el país más abierto a la justicia social de todo el hemisferio. Necesitaba capitales, inversiones, tecnologías, y entonces halagaba a quienes los tenían: ¡cuánta viveza! Era el fruto de una década de sustitución de importaciones, retenciones a la «oligarquía terrateniente», cruzadas contra el capitalismo anticristiano, de tanta distribución y escasa producción: el máximo de la retórica soberanista, el mínimo de soberanía.

Ha pasado mucha agua bajo del puente, pero el guion sigue siendo con el Fondo Monetario hoy el mismo que con Estados Unidos entonces. El viejo doble juego, el antiguo doble rasero. El Presidente es el policía bueno, profesa confianza en las empresas privadas y promete disciplina fiscal. La vicepresidenta azuza al pueblo, el que le queda, contra el eterno enemigo. ¿Discrepancias? ¿Juego de roles? Al mundo no le importa. Es un problema de seriedad, reputación, confianza: obtenerlos cuesta años; perderlos, un momento. La cuenta la pagan todos.

¿Funciona la «diplomacia de la viveza»? ¿Alguien cree que los acreedores morderán el anzuelo? ¿Que Dios viste la camiseta celeste y blanca y el eje entre el Papa y Biden le sacará al país las castañas del fuego? Sueños. Hoy, como antaño, la Argentina necesita capital, inversiones, tecnología, financiar su deuda, calmar la crónica vorágine de sus cuentas públicas; es la Argentina la que necesita al Fondo y al mundo, no el Fondo y el mundo quienes se la agarran con la Argentina.

Pero no, al «pueblo» le venden la mercancía dañada, el viejo disco victimista: que la finanza, que los poderosos, que la «deuda interna», que, claro, «no se puede pagar». Y nunca falta un cura que pontifique: «que no sufra la independencia del país». Otra vez la «viveza». ¿Están los acreedores socavando la soberanía argentina? ¿O es la demagogia soberanista, la economía populista la que la pone en manos de los acreedores? Culpa de Macri, se consuelan: como si no hubiera contraído deudas para financiar el agujero heredado. Basta con mirar alrededor: hay países que, sin moverle «guerras al capital», son mucho más soberanos que la Argentina, que hizo muchas. No le tomaron préstamos a Chávez, no le suplican concesiones al Fondo: tienen las cuentas en orden y gozan de merecida confianza, pueden pedir prestado a tasas bajas para reactivar la economía hundida por la pandemia. La Argentina, no. Es cierto que los que más gritan son los que menos razón tienen: la soberanía declamada nunca corresponde a la soberanía real.

¿Remedios? Una funcionaria declaró: «Tenemos que crecer y vender más al mundo». Nunca es demasiado tarde para reinventar la rueda, pensé. De ningún modo. Aquí tienen las recetas habituales que provocarán los habituales efectos: nuevos impuestos, precios administrados, cepos cambiarios, subsidios improductivos. Cómo esto estimulará el crecimiento, cómo estimulará la inversión, las exportaciones, el empleo, es un misterio. Por otra parte, si la prosperidad es pecado y la pobreza virtud, si el bienestar corrompe y el sufrimiento dignifica, ¿qué hay más heroico que el castigo a la «riqueza»? Hundirse, ¡pero con la bandera izada!

Espero equivocarme, pero si estas son las premisas, el futuro será igual que el pasado. Al pueblo le dirán que es culpa del egoísmo capitalista, a los acreedores les pedirán comprensión para apaciguar al pueblo; la pobreza del pueblo servirá para apiadar a los acreedores y la maldad de los acreedores, para justificar la pobreza del pueblo. La decadencia seguirá su curso. Quizás porque soy italiano, la diplomacia de la viveza no me conmueve: somos maestros en el tema. ¿Resultado? El vivo que piensa estar engañando a todo el mundo solo se está engañando a sí mismo.

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