El laboratorio de nuestra decadencia

fidel izquierda

Este trabajo de acopio e interpretación resulta fascinante y muy significativo para los argentinos, puesto que la revolución cubana siempre apareció como una anomalía iberoamericana dentro de la vieja disputa de todos los tiempos: nacionalistas versus liberales. Zanatta la devuelve precisamente a esa clásica dicotomía, al decretar que más allá de disfraces soviéticos y tácticas geopolíticas de coyuntura, el régimen castrista no era marxista-leninista, sino esencialmente populista y particularmente jesuítico. Una especie de peronismo cubano, con todas las características que muchos años después utilizaría el propio Fidel para diseñar a su imagen y semejanza el socialismo del siglo XXI en Venezuela. Una concepción que, fuera del folclore de izquierda y los relatos míticos, tomaba paradójicamente mucho del fascismo italiano y del falangismo español. «El viaje del falangismo de los 30 al comunismo de los 50 fue común a muchos católicos latinos -explica el autor-. El enemigo era el mismo: el liberalismo laico. Y similares eran las bases éticas cristianas. ‘Stalin y Cristo tronaban sobre las paredes de mi casa’, recordaba Guillermo Cabrera Infante». Más adelante, Zanatta va al hueso: «Heredero de la cristiandad hispánica, Castro imputaba al liberalismo las fracturas morales del mundo: los Estados Unidos eran protestantes y lo predicaban, por ello los odiaban. Al universalismo liberal opuso un universalismo antiliberal de acervo católico. El comunismo cristiano de Fidel era un fenómeno hispánico». Los católicos que no comulgaban con esta versión del cristianismo fueron encarcelados, ejecutados u obligados a una reeducación compulsiva.

El castrismo recibió de la Iglesia cubana el mismo apoyo inicial y después el mismo rechazo que manifestaron los obispos argentos ante el justicialismo, puesto que ambos movimientos políticos reivindicaban las reglas de la nación católica y el cristianismo primitivo, pero a la postre sobreactuaron tanto el culto a la personalidad que Castro y Perón disputaban ya la mismísima divinidad excluyente de Cristo. Cuando la competencia llegó a su máxima tensión, y los comunistas comenzaron a ocupar poltronas preponderantes, Fidel anunció que él era el Mesías y que el episcopado y las parroquias se habían convertido en guaridas de «fariseos insensibles al dolor de los pobres». Esa larga pulseada no impidió que Castro saludara con alegría la llegada de Bergoglio al Vaticano y a su mismísimo hogar: entre jesuitas no hay cornadas. Allí el comandante le regaló al papa Francisco el libro Fidel y la religión, que había escrito el teólogo dominico Frei Betto, donde se anuncia la reconciliación entre catolicismo y revolución, y donde se asevera que hay «diez mil veces más coincidencias» con ella que con el capitalismo.

La moral sexual y familiar de la Iglesia castrista y de la Iglesia Católica eran (salvo la discrepancia del aborto) idénticas, el encono antiliberal registraba el mismo voltaje y la idea del pobrismo era absolutamente coincidente. La pobreza en Cuba fue manipulada para ser transformada en una resignación benigna y hasta en una cultura del orgullo. «El ‘pobre’ no es para ellos el emblema del fracaso, sino la garantía de pureza espiritual y de integridad moral -apunta Loris-. Y tal era el fin de su gobierno, de su estado ético, de su catequesis de masas: salvar el alma de los cubanos antes y de la Humanidad después. El mismo fin, si se mira bien, que inspiró al espíritu misionero de la Compañía de Jesús. Como ella, Fidel ambicionaba recrear el Reino de Dios en la tierra, extirpar el egoísmo del corazón de los hombres, fundar el orden social perfecto… La pobreza de los cubanos es el fruto coherente del intento de Castro de salvarles el alma manteniéndolos al reparo del mal, de la imperfección de la historia, del pecado. Solo la pobreza podía salvar el alma de la corrupción del dinero y al corazón, de la tentación del egoísmo». Si no hay progreso, si las políticas son derrotadas por la realidad, hacemos de la incompetencia una virtud, compañeros: pobres somos mejores, pobres nos quiere Dios.

Los desastres económicos de Cuba y Venezuela, así como el carácter despótico de Fidel y los crímenes de lesa humanidad que produjeron sus «dictaduras populares», han sido perdonados por la progresía ilustrada de Occidente, cuyos miembros eminentes se derretían frívolamente en presencia del comandante y su retórica seductora. Fue Castro quien alentó acciones terroristas y confraternizó con Montoneros, «orga» a la que luego el propio Perón tuvo que combatir de manera impiadosa e inhumana; también fue Fidel quien actuó en los hechos como el ideólogo del populismo autoritario de las dos últimas décadas. Una leyenda peronista, que Cristina Kirchner acaso podría desmentir, señala que alguna vez el nonagenario llegó a decirle: «Néstor murió, Chávez está agonizando y yo estoy enfermo; quedas tú para defender las banderas en América Latina». Poco tiempo más tarde, Cristina declaró: «A mi izquierda solo está la pared». Quizá la anécdota no sea cierta, pero guarda verosimilitud porque contiene la habitual psicopatía de Castro y explica un poco la brusca radicalización de quien durante treinta años no fue más que una peronista sin ideología; alguien que aceptó el juego de la derecha feudal, tuvo a Menem como jefe político y se alió con un referente del neoliberalismo: Domingo Cavallo.

Cuando Castro murió, Cristina defendió el régimen cubano («alumbró el siglo XX»), sugirió que Fidel era el «padre» del populismo regional y aseguró que «fue el último de los líderes modernos», perteneciente a un mundo presuntamente desaparecido donde la política resultaba transformadora. Obvió en ese comentario que su líder admirado eliminó la democracia y que utilizó fusiles, cárcel y censura para hacer invulnerables sus deseos; los mismos recursos de los que ahora hace gala el cruel artefacto chavista.

Perón no aceptó la propuesta de John William Cooke, que consistía en abandonar a Franco y exiliarse en Cuba, porque no quería subordinarse a Fidel y porque no creía de verdad en la fórmula del «socialismo nacional» que le proponían. Ese maridaje setentista (nacionalismo y marxismo) fue partero de un irresponsable baño de sangre. Perón murió repudiando a esos homicidas con coartada. El libro de Loris Zanatta nos recuerda todos y cada uno de los errores y atrocidades que se pueden realizar en nombre de causas nobles. También lo fácil que resulta deslizarse hacia al fascismo de cualquier género y color; los malentendidos y las mentiras directas de la historia cuando se la convierte en grieta y religión; las prisiones mentales que conspiran contra el desarrollo, y el pobrismo que se edifica luego como excusa espiritual, como estrategia clientelar, como infame narcótico.

Fuente: La Nación

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