La irrupción de lo nuevo
El desorden de los conceptos se sumó un terremoto. Los libros volaron por los aires. El Kempis terminó mezclado con los cincuenta tomos de la obra de Lenin, los poemas de Yorgos Seferis confundidos con textos de aritmética y las Historias de Cronopios y de Famas debajo de tablas de logaritmos. El director de la Biblioteca trató de ordenarla, pero no aparecía la racionalidad cartesiana, ni siquiera la lógica cuántica. Quiso inspirarse en una taxonomía atribuida por Borges a una desconocida enciclopedia china, el Emporio Celestial de Conocimientos Benévolos, que clasifica a los animales en “a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. En el caos contemporáneo necesitamos de algo así para entender la política.
Cambio y prejuicios. Algunos no comprenden cuán radical es el cambio. Hay que repensar la política sin prejuicios, usando los descubrimientos de las disciplinas que estudian el comportamiento humano, la ciencia y la tecnología, que se desarrollan a una velocidad alucinante.
Ya no sirven las tablas de logaritmos y las máquinas de escribir. Mientras la gente se comunica con memes y mensajitos, los políticos organizan asambleas del partido, comités electorales, dan discursos, repitiendo viejos conceptos. Los electores no los oyen. Se relacionan entre sí y con los objetos con nuevas herramientas. Los celulares inteligentes no son como los teléfonos fijos. La comunicación actual es más compleja que la de los textos.
Con la primera revolución industrial surgieron la industria, el proletariado, la democracia. Todo eso agoniza con la tercera. El epicentro de la revolución de la inteligencia está en las universidades del mundo desarrollado. La crisis de la democracia representativa está en todos lados, pero nuestras creencias nos impiden asumir la realidad.
Todos los presidentes de Austria desde el fin de la Guerra Mundial fueron socialdemócratas o democratacristianos. Un estudio publicado en 1980 encontró que el 90% de los austríacos había votado siempre por uno de los dos partidos tradicionales. En 2006, sorpresivamente, ambos quedaron cuarto y quinto, detrás del ecologista Alexander Van Der Bellen, el extremista Norbert Hofer y la independiente Irmgard Griss. Pocos años atrás nadie lo habría creído posible.
En 2019 fue elegido presidente de Ucrania Volodymyr Zelensky, un cómico candidateado por el magnate de medios Ígor Kolomoiski para ridiculizar y derrotar al presidente Petró Poroshenko, que se enfrentaba a la ex primera ministra Yulia Timoshenko. Esos eran los candidatos serios. Zelenskiy los condujo a participar en eventos ridículos y sacó el 75% de la votación.
En Estados Unidos, hace cinco años, nadie tomó en serio la candidatura de Donald Trump. Se impuso en las elecciones. Tampoco fue posible imaginar la toma del Capitolio por parte de sus seguidores y el primer intento de alterar el sistema democrático norteamericano en más de doscientos años. Es insólito, pero acaba de ocurrir.
En Francia Emmanuel Macron derrotó a los viejos partidos con el 66 % de los votos, con una agrupación política fundada un año antes de las elecciones. A los 36 años fue el presidente más joven de Francia. El Partido Comunista más grande de Occidente y el gaullismo se esfumaron, como pasó también con el Partido Comunista, el Socialista y el Demócrata Cristiano de Italia que fueron indispensables para entender la política del mundo en el siglo XX.
En 2010 Marina Silva dio una sorpresa en Brasil cuando obtuvo 20% de los votos en las elecciones presidenciales y forzó a una segunda vuelta. Los medios dijeron que la ecologista fue la gran ganadora de la elección, aunque no pasó a la segunda vuelta. Nadie imaginó que Marina pudiera poner en jaque al PT y al PSDB.
En 2019 fue elegido presidente de Brasil Jair Bolsonaro, oscuro diputado asesorado por un filósofo y astrólogo, Olavo de Carvalho, autor del interesante libro O Jardim das Aflições: De Epicuro à Ressurreição de César – Ensaio sobre o Materialismo e a Religião Civil, en el que expone las teorías conspirativas que respaldan sus teorías. Nadie habría imaginado que el país de presidentes como Fernando Henrique Cardoso e Ignacio Lula Da Silva tendría un presidente de ese talante. Ni Marina ni Bolsonaro contaron con ninguna estructura política para enfrentar al PT y al PSDB.
En El Salvador, el periodista Nayib Bukele acabó con 30 años de alternabilidad en el poder, de la antigua guerrilla Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional y la organización de extrema derecha Arena. En un país en el que importantes zonas están controladas por grupos de delincuentes y que es la matriz de la pandilla más peligrosa del mundo, la Mara Salvatrucha, Bukele ha gobernado con mano dura. Hace pocos días recibió el apoyo de 66% de salvadoreños que respaldaron a su gobierno autoritario, una telecracia que mide emociones de la ciudadanía en tiempo real para responder a sus demandas. Cuando Bukele llegó al poder era impensable que fuera presidente alguien extraño a los dos partidos tradicionales, hoy desaparecidos.
En Ecuador, muchos creyeron que las elecciones se definirían por el apoyo o rechazo a Rafael Correa. Lenin Moreno dedicó su período a perseguir a Correa. Su partido sacó el 1,5% de los votos, no porque el 98% de los ecuatorianos respalde a Correa, sino porque el tema caducó para la mayoría. En un país con 13.197.364 de votantes, Andrés Arauz, candidato de Correa, obtuvo el 23% del padrón, Guillermo Lasso, su principal adversario el 14%, otros catorce candidatos sumaron un 31.6%, y se abstuvieron, votaron nulo o blanco otro 31.6%.
Quedó en tercer lugar Yaku Pérez, candidato indígena que hizo una campaña interesante, tocando el saxo, comunicándose de manera moderna, pero se desdibujó cuando quiso impugnar los resultados con métodos cuestionables. Estuvo cuarto, muy cerca, Xavier Hervas otro candidato con una campaña original. No ganará las elecciones quien defienda o ataque a Correa, sino el que sintonice con los sentimientos de más de 60% de la población que tiene otra agenda.
En Colombia el gobierno de Ivan Duque se ha deteriorado enfrentando a la guerrilla del ELN, a los desmovilizados de las FARC y de la contra. Es probable que le sirva superar el paradigma de la Guerra Fría: su gobierno no se enfrenta con un comunismo que desapareció, sino con decenas de miles de colombianos que vivieron como guerrilleros o contras y no saben hacer otra cosa que combatir. Hay un porcentaje enorme de la población con sueños e insomnios distintos, escucharlos es renovar la política.
En Chile, después de las multitudinarias protestas de noviembre de 2019, los partidos acordaron celebrar un plebiscito acerca del cambio de la Constitución. El triunfo de quienes apoyaban la medida fue importante: 5.892.832 de chilenos, pero los números ocultan un problema: solo votó un 50% de los registrados que fueron 14.855.719. Durante las movilizaciones los manifestantes no pidieron una nueva Constitución. Sus inquietudes estaban más allá de los temas de los políticos. Hay un acuerdo de partidos. ¿Qué hará la mitad de la población que los rechaza?
En Argentina vivimos un acalorado enfrentamiento entre gobierno y oposición. Las imágenes de los líderes decaen en proporción directa con el entusiasmo con que pelean. El gobierno habla solo a sus seguidores, les reparte privilegios, busca cambiar las leyes y la Justicia para que algunos amigos sean absueltos en juicios pendientes. Algunos dirigentes de oposición no hacen otra cosa que criticar al gobierno de los Fernandez. ¿Será que nuestro país es el único del mundo en el que la política del siglo pasado sigue vigente?
Conversaba con un amigo acerca de cómo será el peronismo dentro de 20 años y de qué papel tendrá el sindicato de camioneros en la CGT. Algunos creen que el tiempo se detiene, pero cuando los niños que ingresan a la escuela se gradúen en la universidad, no existirán camioneros y tampoco la clase obrera. Seguramente el peronismo tendrá la misma importancia que el Partido Comunista Soviético en Rusia. Todo se ha transformado siempre, pero el tiempo histórico se acelera, todo es más líquido y fugaz. Como están las cosas, dentro de veinte años algunos seres humanos estarán colonizando Marte, mientras nuestros pobristas, si existen, tratarán de invadir una parcela para tocar charango y celebrar una misa por San Gauchito.
En 1990 acabó el siglo corto, se disolvió la Unión Soviética, colapsaron las economías centralmente planificadas. El jefe de la KGB se convirtió en presidente de un país que mezcla delirios zaristas con una economía capitalista. China y Vietnam implantaron economías de mercado. Desparecieron los grupos guerrilleros de izquierda y las dictaduras pronorteamericanas. De la izquierda quedan los desmovilizados de Colombia, dos dictaduras militares destartaladas en Nicaragua y Venezuela y activistas que levantan las banderas de la insurrección para conseguir buenos empleos y autos de lujo.
En la mayoría de los países los políticos se alejan cada vez más de la población dedicados a sus peleas. Vivimos una revolución industrial que mezcla valores agnósticos y hedonistas con la incertidumbre propia de la sociedad líquida. En el vértigo de una comunicación que borra las distancias y la frontera entre lo “real” y lo virtual, es anacrónico organizar comités barriales para jugar al truco los viernes y comentar el discurso del caudillo. Los medios de comunicación, la red, la interacción de las personas, proporcionan una enorme oferta de placer. Cuando los políticos aburren con sus viejos temas, abren el espacio para los Bukele, Bolsonaro, Trump, Zelensky. Si no se renuevan terminará irrumpiendo lo nuevo.
Fuente: Perfil
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