¡Léazar!

Escasas son las oportunidades para la recreación etílica en la capital del siglo XXI y no por una militante animadversión hacia la bebida, sino por los altos precios que supone el ejercicio en medio de la catástrofe humanitaria y de la pandemia. En los tiempos petroleros, una buena cocina era el pretexto para la diversión de un modo u otro masificada, pero ahora sólo se reduce a los sectores de un privilegiado poder adquisitivo que ojalá cubran otras necesidades y urgencias reales.

El asunto no está en sociologizar el consumo de caña, reportándolo hasta econométricamente, sino del motivo que ofrece para la distracción, el humor distendido, la espontaneidad más de las veces escondida. Libar, simplemente libar, es tan estúpido como criticar, simplemente críticar a los libadores.

La oportunidad la puede brindar un local que desafía el Covid19, una invitación fortuita y la irreprimible necesidad de relajarse así fuere por una hora, quizá una travesura irrepetible por demasiado tiempo. Y, aunque no seamos aficionados al bullicio, a los comentarios babélicos y exaltados de mesas apiñadas, nos sentimos bien gracias a una cantante que surgió de la numerosa clientela, dedicándole la pieza a alguien que seguramente no la entendió, o a la caparazón de un morrocoy curiosamente pintado con los rostros de caciques venerados.

De pronto, Eleazar, el nombre de uno de los mesoneros, se convertía en “!Léazar!” de acuerdo a la voz que imitaba  a Cantinflas de un comensal que pedía más hielo. Una y otra vez, daba oportunidad para una humorada que el uno y el otro celebraban, en ese – apenas – instante difícil de repetir, por temperamento y bolsillo,  para el suscrito.

Nadie está en defensa del aguardiente como divisa nacional, desoladas ya las calles de los antiguos borrachitos de baratas botellas para la perdición. Sin embargo, hay una sociedad festiva, minoritaria y patológica que sigue abrevando en la economía criminal, y otra minoritaria que tiene por techo y paredes la angustia que impone la supervivencia.

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