Todo gracias a Herbert Matthews
El 25 de noviembre de 1956, de Tuxpan en Veracruz, México, zarpó un yate llamado “Granma”. Abordó iban ochenta y dos guerrilleros, con la misión, entre ceja y ceja, de dar al traste con la dictadura del general Fulgencio Batista.
El primer paso era invadir a Cuba por la Provincia Oriental, contando con un alzamiento en la ciudad de Santiago, que planearon de antemano con la colaboración del líder estudiantil Frank País, uno que debía estallar la noche del 30. La idea era distraer a las fuerzas del gobierno mientras desembarcaban los facciosos.
El viaje fue un desastre, los vientos, olas y corrientes del Golfo demoraron su trayecto. Tenían pensado llegar en cinco días y se tardaron siete. Ese retraso dio paso al primer percance, el levantamiento en Santiago se produjo la fecha pactada y no llegaron a tiempo, perdiendo el elemento sorpresa. Tampoco contaban con el mareo de la tripulación, que dejó de comer para no seguir vomitando.
A la semana se toparon con otro problema. El barco encalló en los manglares de Playa Las Coloradas, dilatando aún más la misión, que terminó liada debido a tanto contratiempo. Cuando por fin lograron descender del bote, se las vieron negras. El primer enfrentamiento contra las tropas del gobierno se produjo en la zona rural conocida como Alegría de Pío, derivando en derrota que mermó tres cuartos del componente rebelde. Los veinte que sobrevivieron tuvieron que poner pies en polvorosa, corriendo con el rabo entre las piernas para internarse en la cordillera selvática de Sierra Maestra.
En respuesta, el general Batista envió un escuadrón de aviones para bombardear la zona. Una vez que dejaron caer una lluvia explosiva sobre el matorral, difundieron la noticia de la muerte de todos los expedicionarios en la acción, incluido su líder. Eso no evitó el rumor que algunos de los insurgentes quedaban vivos. Así que un periodista norteamericano se tomó la tarea de investigar sobre el asunto.
Míster Herbert Matthews, viviendo el último tercio de su quinta década, no estaba tan en forma o acostumbrado al ejercicio de trepar montañas, andar por trillos precipitosos e internarse dentro del follaje. Menos con su afección cardiaca. Pero su instinto de periodista le decía que aquella podía ser la historia más importante de su carrera. Distintas pistas y conversaciones lo imanaron por la dirección correcta. Pobladores de la zona decían haberlos visto entre la selva, con el mismo miedo del que dice haber estado en presencia de un espanto.
La curiosidad del intuitivo terminó pagando en creces. Un par de campesinos ofreció conducirlo una tarde hasta un lugar cercano al punto donde los habían divisado. Le dijeron que siguiera caminando por ahí, seguro se toparía con alguno. Al cabo de unas horas andando por un sendero, le salieron dos tipos vestidos de campaña. Una alcabala.
Al identificarse como guerrilleros, él solo dijo su nombre y que buscaba a Fidel Castro. Lo requisaron para ver si tenía una faja de dólares en uno de los cuatro bolsillos de la guayabera, o pistola escondida. Hasta le inspeccionaron la boina. Cándido, como era, dijo, de buenas a primeras, que trabajaba para el New York Times y venía a entrevistar al líder de la primera revolución comunista en América. El mundo merecía enterarse de la primicia. Y probar no eran ciertas las versiones de la dictadura.
La excusa sirvió para que le brindaran cobija, ubicaran un claro entre la densa vegetación y dijesen que debía pernoctar al descampado. Se despidieron garantizándole lo tendrían vigilado, y que el mismo Fidel Castro lo visitaría en ese sitio antes que cantasen los primeros gallos. El sol comenzaba a ponerse al momento que le dieron el adiós, perdiéndose por un trillo del monte, cuando uno de ellos le previno tuviese cuidado con las culebras.
-Son todas venenosas.-
Pasó la noche al descampado, incómodo, nervioso, a la expectativa de lo que lo aguardaba al día siguiente. Típica ansiedad del aventurero. Le costó conciliar el sueño, entre el tormento de los mosquitos y el consejo de mantenerse alerta sobre la presencia de reptiles ponzoñosos. No logró pegar los parpados.
El guerrillero se apareció de la nada, puntual a la cita, como un fantasma. Le pegó tremendo susto al reportero. Herbert escuchó los pasos del desconocido hacer crujir el pasto bajo sus botas, hasta que pudo verlo surgir de entre las sombras, vestido de verde oliva, portando un rifle con mira telescópica. Le dio los buenos días, la bienvenida a sus dominios, ofreció su mano para un estrechón y se jactó de su armamento.
-Podemos eliminarlos a miles de metros con estas armas.-
Matthews quedó fascinado con la personalidad carismática de Castro. El alto y barbudo líder de las fuerzas rebeldes tenía cierta maestría teatral. Le pareció todo un enigma. Éste lo invitó al campamento, donde se hospedó un par de días y le concedió la entrevista, entre humaredas de tabaco y sorbos de ron. Estuvieron juntos el tiempo suficiente para conversar sobre lo divino y lo mundano. Con la confianza de viejos amigos pidió tomar fotografías y le explicase los motivos del alzamiento. El espíritu inquieto de aquel joven, dotado de discurso fogoso, maravilló al periodista.
El 24 de 1957, dos meses después del desembarco del Granma y el bombardeo aéreo sobre Alegría de Pío, los guerrilleros dieron signos de vida, desmintiendo la versión publicada por la dictadura. Esa mañana apareció en primera página de New York Times, el periódico más leído de los Estados Unidos, una entrevista concedida por Fidel Castro a Herbert Matthews, quien fue recibido en el campamento de insurgentes y relató su experiencia.
Sin saberlo, o tal vez con la intención, su artículo cambiaría el destino de una conjura que parecía fracasada. En la portada, con el título “El rebelde cubano es visitado en su escondite”, desmintió la versión del gobierno de Batista.
-Fidel Castro, el líder rebelde de la juventud cubana, está vivo, y luchando duro y con éxito en la robusta solidez casi impenetrable de la Sierra Maestra.-
En el reportaje dio cuenta que poseía una guerrilla bien armada de más de 500 efectivos y estaba en control de toda la Sierra Maestra, cosa que era embuste, pues para el instante de la entrevista tenían tomada un área pequeña, insignificante. Y su cuerpo contaba con los mismos veinte que pudieron escapar de la balacera en la primera escaramuza, un diminuto contingente que sobrevivía a duras penas, pasando hambre en la selva. Además, pintó a Castro como un santurrón con aureola caído del cielo, diciendo era anticomunista, fomentaba ideales democráticos, luchaba por elecciones libres y el respeto a la constitución cubana. En fin, hasta lo bautizó como el Robin Hood cubano.
El ministro de defensa de Batista negó la veracidad de la historia aparecida en el New York Times, pero el periódico respondió con una con una foto de primera plana en la que figuraban Castro y Matthews, fumando puros en el campamento.
Basta decir que la publicación catapultó al personaje hasta la cima de la fama internacional, resucitando a quien parecía muerto y sepultado. El sujeto, de la noche a la mañana, se convirtió en leyenda viva, despertando admiración de quienes unas semanas antes desconocían su nombre. Desde ahí en adelante, comenzó a perfilarse como líder absoluto de la revolución cubana, despertando pasiones que hasta el día de hoy nos causan pesadillas.
Vaya golpe de propaganda.
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