El florecer de Caracas

El año 1830, pasada la tormenta de la guerra emancipadora, desintegrada Colombia la grande, y fallecido el Libertador, cerró con broche de oro la época de grandes hazañas. Comienza entonces una etapa en que la nación fatigada, al igual que sus habitantes, reflexiona y ensaya vida diferente por la que tendrá que discurrir. 

Caracas mantiene sus vestigios de ciudad colonial, devastada por el terremoto de 1812 y dos décadas de beligerancias. Es una diminuta metrópolis en la que todavía pueden verse antiguas manzanas convertidas en montones de tierra, en las cuales crece maleza, vegetación inculta, ávida de cubrirlo todo. La primera tarea consistió en reconstruir sobre las propias ruinas, en aras de embellecer la capital, con el fin de propinar aires de cambio a una república que acababa de nacer. 

Lo curioso de todo aquello es que el proceso comenzó por convertir los viejos patios coloniales en jardines. Así empezó la cosa. Al parecer, durante la colonia, estas áreas de las casas solían estar empedradas con grandes lajas y solo tenían una pila de agua en el medio. La flora no solía formar parte por ningún lado de los hogares. 

Fue a partir de 1830, que algunos ingeniosos tuvieron la idea de colocar tinas y cajones de tierra, en los que realizaron nuevos plantes para acompañar a la antigua pila española. Otros, tanto más ocurrentes, levantaron par de lajas para sembrar en el suelo frutales de lima o aguacates, cuando aún nadie tenía la más mínima idea de qué carrizo era un mango.   

Aunque usted no lo crea, esa transición de patios a jardines se tornó en fenómeno de grandes dimensiones, haciendo florecer en múltiples aspectos al nuevo país. En casa de la familia Purroy pudo ver la crema de la sociedad las primeras camelias; gardenias donde los Requena, ambas flores originarias del Asia Tropical.

“La Viñeta”, morada del general José Antonio Páez y Barbarita Nieves, ubicada en la esquina “El Mamey”, se convirtió en lugar afamado por su bello y extenso jardín, adornado en el centro por un frondoso baobab, originario de Madagascar, y sus costados labrados como un rosal y huerto en el cual figuraban varios frutales, siendo el ejemplar más exótico uno llamado “Fruta de huevos”, o “Solanum ovigerum”. Que no debe confundirse con la “Thevetia ahouai”, conocida vulgarmente como “palo de tira hule”, “huevo de gato”, “huevo de perro”, “bola de venado”, y otro par de obscenidades más con ese chiste originado del latinazo “Gallus Gallus”.

Esa casa se convirtió en escenario de una intensa vida social, amenizada por música, pues ambos eran melómanos y gustaban entretener a los huéspedes con trazos del arco sobre las cuerdas del violín y violoncelo, mientras Úrsula y Juana, sus hijas, cantaban y bailaban frente a los presentes. 

Los jardines en Caracas y música en “La Viñeta” sirvieron de armonía para la germinación y prosperidad de nuevos negocios. Por ejemplo, y para continuar con el hilo del relato, don José Delfino fundó en 1837, entre las esquinas de “Bolsa” y “Mercaderes”, una posada llamada “El León de Oro”, la más lujosa y a la que comenzaron a llegar los principales viajeros del extranjero, pues tenía servicio de coches para trasladarse hasta el puerto de La Guaira.

Las conversaciones sostenidas por huéspedes alojados en el establecimiento del señor Delfino se convirtieron en abono para los nichos de nuevos mercados. En la calle “Comercio” abrieron tiendas en las que se vendían artículos ingleses, franceses, alemanes y americanos. Con ellos llegaron también nuevos métodos, usos, costumbres y modas. 

Una tal Madame Turrel vendía a las mujeres de la alta sociedad caraqueña opulentas crinolinas, mientras el afamado peluquero Juan Houtte las peinaba a dos estilos por los cuales cobraba una fortuna. Se tenía que hacer cita previa con el personaje para peinarse “a la medusa”, o “a la renaissance”, y la visita resultaba más cara si se acompañaba de polvos rosados para colorear los cachetes. 

Como ñapa y remate, sugerido por los anteriores, el almacén de Madame Flandin ofrecía una exquisita colección de piezas de vestir como esclavinas para los curas, tafetanes para damas y caballeros, corsés a “La Jocelyn”, pelucas, así como la famosa “Eau de toilette”.

En la esquina de “Sociedad”, Monsieur Noet era dueño de una peluquería que a la vez vendía zarcillos de esmeralda, brazaletes de oro, abrigos de cuero, perfumes de Mompelas, agua de Portugal, guardapelos de filigrana, y turbantes de faquir. Todo un espectáculo de bazar. 

Otras novedades fueron apareciendo poco a poco en la ciudad. Con los guardapelos y turbantes surgió el misterio de los espiritistas, que se reunían en secreto para crear lo que llamaban “círculos magnéticos”. En la plaza de “Capuchinos” se hizo célebre el local “India desnuda”, lugar donde se invocaban los espíritus… Pero esa es otra historia que será contada en un futuro no muy lejano, al igual que el del gallo pelón.      

Jimeno Hernández
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