El juramento
El joven Simón Bolívar, luego de sepultar a su difunta esposa María Teresa Rodríguez del Toro, realizó un segundo viaje a Europa. Se instaló en París en la rue Vivienne y rodeó de un grupo de americanos, entre los cuales hizo especial amistad con Carlos Montúfar y Fernando del Toro, hijo del marqués del Toro.
Durante esos días, debido al dolor de la pérdida e incomprensión de su mala suerte, se deleitó buscando en los placeres de una vida agitada el antídoto para aliviar el peso de su tristeza. El bullicio de los salones, los amoríos, la compañía de amigos que hablaban sobre sus aventuras de la noche anterior o la última novela de moda, no daban tiempo para el aburrimiento. Y esa vida lo divierte, pero no lo apasiona.
Comenzaba sin saber el preludio de su vida como político. Este llegó con una promesa, esa conocida como el juramento del Monte Sacro.
Lo cierto es que, durante su segunda visita a Europa se empezó a interesar en el estudio y observación de la política. Debemos recordar que en esos tiempos la política y asuntos públicos giraban en torno a una figura, Napoleón Bonaparte, el emperador francés, cuya autoridad y poderío crecían de modo rápido e imprevisible.
Una persona con mediano interés en el tema político y dotada con mente analítica, como era su caso, comprendió que la decadente monarquía española, sostenida a duras penas por la innegable habilidad de don Manuel Godoy, tarde o temprano sucumbiría ante la fuerza creciente de Napoleón. Más viviendo en París, ciudad que se había convertido en el corazón político del viejo continente.
Entonces se formuló una pregunta ¿Y si el imperio español de los Borbones se dejaba dominar por Francia? La respuesta era clara. Las provincias españolas de ultramar pasarían a formar parte del dominio de los franceses. Significaba cambiar un dueño por otro, además de tener que aprender otro idioma en territorios en los cuales se hablaba castellano.
En el Diario de Bucaramanga, obra del francés Perú de la Croix, relata el autor que el Libertador le comentó que, en aquella época, “iba tomando un interés en los negocios públicos. La política me interesaba, me ocupaba y seguía sus variados movimientos”… “Me llevó hasta a pensar en la esclavitud de mi país, la gloria de libertarlo y de su posibilidad de contribuir a esos fines”.
Como observador de la política y sus variados movimientos, Bolívar tuvo que haber pensado en lo que podía significar semejante cambio. Uno trascendental. Así comenzó a esbozar en su cabeza que la única manera de evitar aquel embrollo era eso de la libertad o el concepto de independencia.
En ese viaje se rencontró con su maestro Simón Rodríguez, quien, en aquella etapa de su vida, supo alejarlo de distracciones, y servir de interlocutor para compartir reflexiones sobre los hechos políticos y sociales ocurridos en Europa.
En 1805, Bolívar, Rodríguez y del Toro, acordaron viajar desde Francia hasta Roma, decidiendo realizar buena parte del viaje a pie para disfrutar a plenitud de la naturaleza, paisajes, la vida de los pueblos y charlar con la gente. Pasaron por Venecia, Ferrara, Bolonia, Florencia, Perugia y llegaron a Roma, ciudad que fue cuna de civilización antigua. Una urbe que pinta de museo adornado con sus plazas, iglesias, grandes monumentos, las ruinas del coliseo. Sin duda, debe haber quedado maravillado aquel jovencito de veintidós años con aquella visión.
En fin, en esa caminata que lo llevó a Roma, realizó Bolívar su juramento, acto en cual expuso a sus dos acompañantes la necesidad de la emancipación de las provincias españolas y pronunció la famosa arenga.
Para saber lo que dijo Bolívar a sus dos acompañantes ese día hay remitirse a las versiones de los testigos, lo escrito sobre el evento por esas tres personas que estuvieron presentes aquel día, y de ello solo dejaron testimonio un par de ellos.
En las incontables epístolas redactadas por el mismo Libertador, éste menciona el juramento solo en dos ocasiones. Una en carta fechada el 29 de enero de 1824 a Simón Rodríguez: “¿Se acuerda usted cuando fuimos juntos al Monte Sacro en Roma para jurar sobre aquella tierra santa la libertad de la patria? Ciertamente no habrá usted olvidado aquel día de eterna gloria para nosotros, día que anticipó, por decirlo así, un juramento profético a la misma esperanza que no debíamos tener.”
La otra carta data de ese mismo año, cuando explica a Hiram Paulding, oficial de la marina norteamericana: “De Francia fuimos a Roma, ascendimos al Monte Palatino, allí nos arrodillamos los tres y abrazándonos unos a otros juramos libertar a nuestra patria o morir en la demanda”.
Los mismos testimonios de Bolívar se prestan a confusión. ¿Aconteció el juramento en el Monte Sacro o en el Palatino?
Esas discrepancias no importan mucho, si eran tres, o eran dos, si fue en la cumbre del Monte Sacro o el Palatino. La verdad es que en una de las siete colinas de Roma dijo lo que dijo y a eso vamos.
Simón Rodríguez, en 1850, expuso ante el escritor Manuel Uribe Ángel sus recuerdos sobre el juramento. Para ese momento era un octogenario, tal vez con la memoria un tanto nublada luego de transcurrido casi medio siglo del acontecimiento. Lo digo puesto que no menciona al tercero del cual detalló Bolívar al oficial Paulding. Es decir, el amigo Fernando del Toro.
Simón Rodríguez, o Samuel Robinson, fue quien dejó plasmado para la eternidad en las crónicas narradas a Uribe Ángel, lo dicho por el Libertador aquella tarde a mediados de agosto de 1805.
-¡Juro delante de usted, juro por el Dios de mis padres, juro por ellos, juro por mi amor y juro por la patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma hasta que no haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español!-
Lo que llama la atención, desde un punto de vista meramente biográfico, es que, para ese entonces, se advertía la existencia en la mente del joven Bolívar de un fenómeno espiritual consistente en su convencimiento de la necesidad de la independencia y su decisión de dedicarse a esta. Algo le picaba por dentro, el futuro caudillo ya tenía la conciencia de haber hallado, por fin, camino a seguir.
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