Eso que llaman «oficialismo» o el retrato de «ellos»

Hago una clara distinción entre los que han votado  rojo rojito y los que «mandan». Que pueden parecer lo mismo pero no lo son. Los ciudadanos de a pie que apoyaron este «coso» están en la lista de víctimas. Y haremos bien en dejar de señalarlos con el dedo acusador. 

Un psiquiatra amigo, que es además sociólogo, me apunta que lo que le montaron encima a Venezuela no fue un movimiento ideológico autocrático. Esto no es una dictadura como cualquiera de esas que han abundado. Esto fue (y es) una ocupación. Una muy perversa operación como parte de una estrategia conveniente para algunos que vieron una oportunidad. El socialismo del siglo XXI y su llave la revolución rojita no tienen el sello «hecho en Venezuela». Este país fue simplemente el cautivo útil, una mera pieza en una operación de araña peluda. Si esto fue creado en La Habana, o en París, en Moscú, o en Beijing, o en Buenos Aires o en Sao Paulo, a estas alturas poco importa. Eso será objeto de estudios académicos. 

Que la Revolución es un rotundo fracaso, bueno, eso depende, según y cómo se mire. Es cierto, su desempeño es horripilante, si evaluamos pensando en Venezuela y los venezolanos. No hay un solo indicador de gestión en el que no aparezcan raspados y debiendo puntos. Pero que el país se volviera puré era el costo. Somos, así, las víctimas que estaban en el camino. Eso que en la literatura de habla inglesa se conoce como los «innocent bystanders». Objeto de lástima, pues. Nada más. Ni en eso somos importantes. 

No hay nada inocente en el  accionar de esta gente. Pero poco eficientes son. Han sido ineficientes en muchas cosas, pero sobre todo en el tiempo que les tomó su estrategia. Esto ha debido ocurrir en muchos menos años. Cinco, seis, diez, a lo sumo. No estas ya más de dos décadas. Vemos a los liderazgos del rojismo envejecidos, canosos, mascando agua. Varios de ellos mirando las margaritas desde abajo. Que la lista de «descanse en paz» no es nada corta ni aguada. Y ya hay reemplazos. Los «nuevos» están ahí, empujando al retiro a los actuales, para pasar a ser los depredadores en este territorio que todavía rinde. 

Fuimos, sí, ingenuos. De veras no se nos cruzó por las seseras el que unos venezolanos pudieran destruir el país. En nuestra historia había habido serios conflictos, pero nunca desprecio por Venezuela. Quizás Boves, que era una bestia.

Con notable ligereza y en un lenguaje que denota falta de sorpresa, hablamos del saqueo y la destrucción de nuestros campos, nuestras factorías, nuestras industrias básicas, nuestras empresas y comercios, nuestras estructuras de educación y salud, nuestras instituciones, nuestra sociedad. Los números nos bailotean y ya ni nos impresionamos. 

Vemos hacia adentro y poco hacia afuera. Cada barril de petróleo que ya no producimos, algún país, alguna corporación, algún conglomerado lo produce y lo vende. Y se gana ese dinero. Legalmente. Hace un bojote de años un experto en asuntos energéticos me apuntó que a un jerarca de «la industria» le pagaban un centavo de dólar por cada barril que Venezuela no produjera y vendiera. «Y si haces las cuentas, eso es muchísimo. Millones…». Ese señor (tipejo) estuvo en posición de poder por varios años. Fue un corsario. Pero la pregunta es: ¿Quiénes pagaron? ¿Quiénes se quedaron con ese mercado que era nuestro?

Andrés Caleca se expresa  siempre con cariño y nostalgia de su tiempo trabajando en las empresas del Sur. Lo leo y siento que para él es más importante en su nutrido currículum profesional su tiempo en Bolívar que su cargo como rector del CNE. Se le nota que el asunto le duele. A Jorge Roig, mi amigo querido desde tiempos de la universidad, se le aguan los ojos y se le quiebra la voz cuando habla de sus años en ese territorio de progreso. Jorge, graduado de ingeniero en la UCAB regresó a Venezuela luego de estudios de postgrado en Estados Unidos y se fue al sur. No fue el único. Muchos profesionales supieron poner la mirada en el futuro posible. No creo necesario explicar que aquello fue un emporio. Hoy esas empresas, que fueron arquetipo, son  un cementerio sin ritos funerarios, sin monumentos de alabastro y mármol, sin requiescat in pacem. Algunos comparan la devastación con Chernobyl. Todo eso que se producía allí en esas tierras y se vendía en el mercado nacional o se exportaba, ese mercado que tuvimos y perdimos, algún otro lo está surtiendo. Ah, la pérdida de uno es la ganancia de otro. ¿Atinamos a ver eso? ¿Pueden los economistas hacer ese cuadro, esos gráficos? En colores, por favor. En toneladas. En millones, millardos, billones. 

Y por ahí podemos hacer la lista, la larga lista. De lo que tuvimos, produjimos, exportamos. De lo que perdimos. De lo que fuimos y ya no somos. Cosas, insumos, materias primas. Algo terrible ocurrió en Venezuela cuando nuestros niñitos ya no pudieron ser alimentados con teteros de Nenerina, una marca tatuada en nuestra piel de país. Y perdimos, para más grave, gente. Profesionales y técnicos, en todas las áreas del saber, que al país le costó muchísimo dinero y esfuerzo formar y capacitar. Esos que tuvimos (1ª persona plural del pretérito perfecto de indicativo de tener) y que ya no tenemos. Tantos, millones, que están hoy en otros países. Trabajando, siendo productivos para esos países que por fortuna los acogieron. 

A «ellos», los forjadores de este desastre, no les fue fácil destruir. Y aún hoy no lo han logrado del todo. La mayoría de los venezolanos que emigraron no olvidaron su país, su historia, su tierra, su familia, su gente. Me impresiona la cantidad de venezolanos en el exterior que me escribe a diario. Y cada vez que una nota termina con la frase «no te rindas», sé que en realidad esos que me escriben no se han rendido. La revolución no nos ha vencido.

Escribo «revolución» con reparos. Porque la palabra les queda grande. No han hecho en realidad una revolución, o tan siquiera una reforma. Han destruido. Saqueado. Pisoteado. Para beneficio de ellos, vagabundos desalmados, y de los descastados, aprovechados de oficio, que han hecho tremendo negocio haciendo lo que Venezuela dejó de hacer, exprimiendo la oportunidad que se les pintó de lujo. Se sacaron el premio gordo de la lotería. 

Hay nuevos en el escenario. En Venezuela y afuera. Crecieron los que eran niños y ahora quieren su tajada. Por una parte, todavía queda por exprimir. Pero, sobre todo, hay que asegurar que, o Venezuela no vuelva a ponerse en pie, o, atención, hay que convertirse en principales accionistas de las empresas en recuperación. Ganar-ganar. Haber ganado en la destrucción; ganar en la resurrección.

Hay muchísimo dinero venezolano fuera del país. Montos fuertes obtenidos en el saqueo y la corrupción. Y también dinero legal y limpio que muchos venezolanos, temiendo lo peor, convirtieron todo lo que tenían en moneda dura y en inversiones en el extranjero. Ese dinero ha alimentado las alcancías de bancos fuera del país, fondos de inversión, proyectos inmobiliarios e industriales. Igual le ocurre a otros países. Le escuchaba a Marcelo Longobardi, colega, que dinero argentino fuera de Argentina hay unos doscientos mil millones de dólares. A ese país también le cayó encima la tiña revolucionaria. Y por la experiencia albiceleste  sabemos que la enfermedad no se acaba porque alguien muera o porque se gane una elección. Porque «ellos» se quedan en las rendijas, agazapados, al acecho. Y en cuanto pueden, ¡zas!, se produce de nuevo el asalto.

Pero «ellos» sufren el mismo mal que «nosotros»: no están unidos. También se levantan todos los días a una pelea de perros. Si entre los liderazgos de oposición y si entre los ciudadanos que adversamos al oficialismo hay resquemores, desconfianzas y tirrias, en el patio del rojismo hay odios, feroces. Hay grupos y grupúsculos. Las zancadillas están a la orden del día. Se lanzan flechas con curare. Ahí están, en el proceso de selección de los candidatos para el 21N, tirándose a matar. El mismo odio que sienten por el país lo sienten por cualquiera que les pueda disputar su coto de caza. 

No existe nada más importante que la unidad como punto focal de la estrategia. No nos enfrentamos a un adversario. Eso sería el caso si estuviéramos nadando en un mar democrático. Lo que tenemos enfrente no es una estructura política. Es un negocio (nacional e internacional), un asunto  de poder económico  disfrazado de política. 

Más de dos décadas han pasado y no nos han vencido. Han destruido mucho, es cierto, y no tiene sentido negarlo. Pero hay cosas con las que no han podido: valores, principios, esos que están en nuestro ADN. Más importante ya que quedarnos pegados en las cuentas de los dolores y los destrozos, hay que ponerse de pie, limpiarse las rodillas, mirar al que tenemos al lado y estrechar su mano. Unidos somos poderosos, distantes somos agua que se va por el caño. 

No se alimenta el futuro levantando el puño. En el juego de piedra, papel o tijera, el papel le gana a la piedra. Y a la tijera solo hay que usarla para cortar con precisión los bordes del papel.

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