El azar como liberación
Así arranca una noticia publicada el jueves en el Daily Telegraph de Londres: “Una mujer que se encerró durante nueve meses para protegerse del coronavirus murió el primer día que salió de casa después de que un camión la atropellara mientras buscaba un barbijo en el bolso.” Eso es lo que se llama mala suerte. Es también una breve parábola sobre algo que nos cuesta a todos reconocer: que por más precauciones que tomemos estamos a la merced de fuerzas sobre las que no tenemos ningún control, la más inevitable de ellas siendo la muerte. La verdad más grande de la vida y la que menos queremos enfrentar es que desde el día en el que nacemos hasta el día en que morimos nuestros destinos están atados al azar.
Alguien que lo entiende es un científico belga llamado Peter Piot. Dio fe de ello en una entrevista publicada en marzo del año pasado cuando la pandemia empezaba a arrasar. Piot, considerado por muchos como el virólogo más eminente del mundo, destiló los conocimientos acumulados en 16 libros, 500 artículos científicos y 71 años de vida en la siguiente frase: “La cosa más importante en la vida es la ausencia de la mala suerte”.
La pandemia lo demuestra. No estuvo ausente la mala suerte cuando el coronavirus saltó de un animal a un humano, o cuando se escapó de un laboratorio chino, o incluso, para lo que creen en las conspiraciones, cuando una persona decidió propagarlo por el mundo, ya que esa persona fácilmente podría no haber nacido y una vez que nació poco control habría tenido sobre aquellos acontecimientos de su infancia, adolescencia o adultez (¿su papá le pegó? ¿una chica lo abandonó? ¿su hijo murió atropellado por un camión?) que lo llevaron a semejante punto de rencor, cinismo o maldad.
Después viene el detalle. Tengo, o tenía, un par de amigos del alma en Buenos Aires. De más o menos la misma edad, tuvieron un par de hijos juntos. Ella se murió del virus hace un año; él sigue en perfecta salud. ¿Por qué ella sí y él no? ¿Por qué un día ella decidió salir y él se quedó en casa, por qué ella nació con determinados genes y él con otros? Lo único que se sabe es que pasó lo que pasó y no pasó lo que no pasó por mala y por buena suerte.
Cualquier persona que examina su pasado con honestidad no tiene más remedio que concluir que sucesos sobre los que tiene cero control fueron determinantes en todo lo que hace y piensa hoy. Arrinconado por los confinamientos que yo y todos hemos sufrido, obligado a reflexionar, tengo más conciencia que nunca del inmenso papel que ha tenido el azar en mi vida.
Durante la Segunda Guerra Mundial mi padre combatió en la fuerza aérea británica, fue derribado dos veces y participó en 97 misiones cuando las estadísticas demostraban que pocos aviadores de la RAF sobrevivían más de 30. Ocho años después de la guerra viajaba en un barco con 172 personas a bordo. El barco naufragó y 44 quedaron con vida. Él tuvo suerte. Su primera esposa no. Murió ahogada. Mi padre conoció en un bar a mi madre española, que por una sucesión de motivos insólitos se había mudado a Londres después de la Guerra Civil. Él se murió de un infarto que vino de la nada cuando yo tenía 17 años, desastrosa casualidad que me condujo, junto a otras casualidades menos infelices después, a ser corresponsal, a sobrevivir otras guerras y a tener un hijo, cuya aparición en la tierra fue igual de improbable, como todas, que la mía.
No hay nada escrito. Cualquiera que haga un similar ejercicio de memoria reconocerá que está donde está hoy debido no a un calculado plan sino porque ciertas cosas ocurrieron que podrían igual de fácilmente no haber ocurrido. Lo mismo para lo que uno piensa. Si uno es católico, musulmán o ateo, de izquierdas o de derechas, del Madrid o del Barça no es una elección libre y personal, es un atuendo impuesto por circunstancias ajenas.
En caso de haber tenido la suerte de que alguien me haya seguido leyendo hasta acá, le ruego que aguante un poco más. Tras tanta obviedad propongo, quiero creer, una idea liberadora.
Mucho se especula hoy sobre cómo será el mundo pospandemia. Si nuestros hábitos cambiarán respecto a cómo trabajamos, viajamos, jugamos, amamos. Ya se verá. Lo que sugiero mientras es priorizar la lección que nos debería haber enseñado el virus, que nuestras vidas son más precarias de lo que queríamos creer, que el azar manda. Si uno absorbe esta realidad y actúa y piensa en función de ella ocurrirán, con un poco de suerte (no mucha), dos cosas: será más generoso tanto con los demás como consigo mismo.
Con los demás porque uno verá con más misericordia a aquellos con los que uno discrepa en cuanto a, por ejemplo, ideología o religión. Todo comprender es todo perdonar. Uno de repente dejará de ver a un “facha de mierda”, o a un “rojo de mierda” o a un “turco de mierda” y mirará en su lugar a una persona que por cuestiones que no controla se viste de derechista, de izquierdista o de musulmán.
Uno será más generoso consigo mismo porque una vez que uno toma plena conciencia de la fragilidad de la condición humana el paso siguiente, si uno evita la mala suerte de verse tentado por el suicidio, es vivir en el presente con alegría, furia e intensidad.
Demasiada gente hace lo contrario. Por un lado vivimos con miedo, que es vivir media vida. Por otro, tal es nuestra desesperación por negar nuestra caótica provisionalidad que o sucumbimos a ideologías que predican una visión de un mundo perfecto, o nos agarramos a religiones basadas en la promesa de que la muerte es superable.
Ni la fe secular ni la divina han ayudado hasta la fecha a la creación de un mundo mejor. Más bien fomentan lo que hoy llamamos la polarización, el virus de origen humano que conduce al odio, al dolor y al absurdo de la guerra. Tener como guía la manifiesta y universal certeza del azar es una mejor opción.
Fuente: Clarin
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